Silvina Friera
Página/12
A los 95 años, murió el historiador Eric Hobsbawm. Puede hablarse de la muerte del “último marxista”, el hombre que mejor escribió sobre la historia del siglo XX, justo en momentos en que Europa arde y reclama replanteos urgentes. “Los historiadores somos la primera línea de defensa contra el avance de mitos peligrosos”, dijo.
La pasión de Eric Hobsbawm no se ha extinguido con su muerte, a los 95 años. La radicalidad de su lengua, el eco y las hebras de su pensamiento parecen eyectarse con una fuerza inaudita hacia el mañana. Si el optimismo no se empaña, si no cunde ese escepticismo preventivo a la hora de vislumbrar cambios, en las calles de Francia o en España, en momentos de incertidumbre y desamparos extremos, tal vez se empiece a escribir la forma de emanciparse de un puñado de conceptos tan anestésicos como siniestros: ajuste, rigor financiero, disciplina presupuestaria; vademécum trágico de un sistema económico en crisis. Sería quimérico intentar vaticinar su legado de cabo a rabo. Aunque no fue un gurú o teórico de las protestas, aunque rechazara de plano caer en eslóganes, en una entrevista con Martín Granovsky (ver págs. 22/23), el intelectual británico más respetado y admirado del siglo pasado decía: “La desregulación salvaje ya no sólo es mala: es imposible. Hay que reorganizar el sistema financiero internacional. Mi esperanza es que los líderes del mundo se den cuenta de que no se puede renegociar la situación para volver atrás sino que hay que rediseñar todo hacia el futuro”. Al historiador marxista, especializado en el siglo XIX y XX, autor de una veintena de obras fundamentales sobre las sociedades contemporáneas y el mundo capitalista –como su monumental tetralogía integrada La era de la Revolución: Europa 1789-1848 (1962); La era del Capital: 1848-1875 (1975); La era del Imperio: 1875-1914 (1987) y La era de los extremos: el corto siglo XX, 1914-1991 (1994)–, le gustaba pensar su práctica con el largo aliento de los años vividos. “La esencia del oficio de historiador es recordar lo que otros olvidan, aunque algunos quieran que se olvide…”
Curiosidades de los principios y de los finales –ese punto donde el nacimiento y la muerte parecen confluir–, Hobsbawm nació en el seno de una familia judía de origen polaco en Alejandría (Egipto) en 1917, en un mundo en que –como el de estos tiempos, pero sin el abismo de violencia y muerte de la Primera Guerra Mundial– todo se iba literalmente a pique. Como una película vertiginosa donde los acontecimientos suceden a una velocidad inusitada, el niño de infancia itinerante, entre Viena y Berlín, educado en la cultura de la Mitteleuropa, pronto entraría en la adolescencia. En los albores de la década del treinta del siglo pasado, repartiría en Berlín los volantes de la organización juvenil comunista en la que había comenzado a participar. La historia con mayúscula modificó los proyectos y los sueños: triunfó Hitler y el joven Eric, ya huérfano, rumbearía junto con su hermana hacia Londres. La historia íntima se enlazó con la amenaza del nazismo en ciernes. Estaba aún en Viena cuando su padre murió de un infarto, en 1929. Dos años después, su madre no pudo escapar de una tuberculosis galopante. “Cada historiador tiene su nido, desde el que observa el mundo –escribiría–. El mío está construido, entre otros materiales, de una niñez en la Viena de los años ’20, los años del ascenso de Hitler en Berlín, que definieron mis ideas políticas y mi interés por la historia.” Hobsbawm, al repasar aquellos años, consideraba que era inevitable politizarse en la Alemania que asistía al ascenso del nazismo. “No podía ser socialdemócrata –eran muy moderados–, ni nacionalista –era inglés y judío–, ni me interesaba el sionismo.”
Durante su formación en Cambridge, Hobsbawm coincidió con los historiadores Christopher Hill, Rodney Hilton, John Saville. En ese período de entrenamiento académico decidió afiliarse al Partido Comunista. Su lealtad, su fidelidad, sus convicciones y su espíritu crítico –una seguidilla de términos espinosos por sus tensiones semánticas– sortearon la desgarradora tentación de la abdicación. Permaneció militando en ese partido aun cuando, luego de la invasión soviética a Hungría, en 1956, otros historiadores marxistas británicos como Hilton, Hill o Edward Palmer Thompson optaron por capitular. De hecho, este políglota y cosmopolita que participó en el mítico IV Congreso Internacional de Ciencias Históricas de París visitó Rusia tras la muerte de Stalin, anduvo por las calles parisienses durante el Mayo francés, vivió en Colombia y Perú y fue intérprete del Che Guevara, subvirtió el protocolo existencial partidario. Podría sonar absurdo, pero fue así: el PC británico lo abandonó al mismísimo Hobsbawm cuando se disolvió, en 1989.
Hay detalles biográficos que operan como una lente a través de la cual se puede observar vida y obra imbricadas de un modo que se contaminan, moldean y amplifican. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, trabajó en la construcción de las defensas costeras en East Anglia. Ese primer contacto con los trabajadores, recordaría, lo convirtió “para siempre a la clase obrera británica”. El historiador –acaso respondiendo a quienes lo han cuestionado por su reticencia a reconocer los errores del “paradigma” soviético– subrayaba que pertenecía a una generación para la cual la revolución bolchevique representó “una esperanza para el mundo”, según confesaba en su autobiografía, Años interesantes. Una vida en el siglo XX, un texto que seduce no tanto por la evocación rapsódica de ciertos acontecimientos vitales, sino por el modo en que actúa, con el bisturí del ensayo, sobre el drama y los desgarramientos de su tiempo. No faltan quienes afirman, con razón, que esta pieza autobiográfica contiene la historia del siglo XX, contada en primera persona, por el historiador que más y mejor ha escrito sobre este siglo.
Varias generaciones –en Europa y en América latina– se han educado al calor de las obras de Hobsbawm, títulos cuya lectura fue –es y probablemente será– antes “sentimental” que obligatoria. Resulta significativo, por ejemplo, que muchos de sus libros estén traducidos al castellano, como Rebeldes primitivos (1959), Trabajadores (1964), Industria e Imperio (1968), Historia del marxismo (1978-1982), Los ecos de La Marsellesa (1990), La invención de la tradición (2002), Cómo cambiar el mundo, Marx y el marxismo 1840-2011 (2011), y la tetralogía de “La era de…”, entre otros. Una gran elasticidad temática surca sus mejores páginas; en algunas escogió un eje analítico que él denominaba “revolución dual”, porque tanto en la Revolución Francesa como en la Industrial encontraba el germen de la fuerza impulsora de la tendencia predominante hacia el capitalismo liberal del presente. En otras, en cambio, indagó en los bandidos sociales y en el desarrollo de las tradiciones y la creación del Estado-Nación. Sin duda, entre sus contribuciones más notables está esa suerte de “teoría del corte histórico” en la duración de los siglos. No vacilaba en postular que los períodos en la historia no se contabilizan al compás previsible de los años, sino de los procesos sociales y económicos. Hobsbawm postulaba con una argumentación rotunda que el siglo XX empezó con el epílogo de la Primera Guerra Mundial –1917– y concluyó, a modo de réquiem inapelable, con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Una nota al pie de su andamiaje marxista se impone para dar cuenta de un abanico de intereses que están exentos de ser sospechados, al menos ahora, como “desviaciones burguesas”, si se autoriza la ironía. Hobsbawm escribió bajo el seudónimo de Frankie Newton –tomado del nombre del trompetista comunista de Billie Holiday– para el New Statesman como crítico de jazz. Como si fuera poco tamaña herencia sobre la que habrá que volver y una y otra vez, publicó numerosos ensayos en varios periódicos y revistas sobre tópicos que van del barbarismo de la Edad Moderna hasta los problemas del movimiento obrero y el conflicto entre anarquismo y comunismo. Un capítulo aparte merece su actividad docente, que se inició en 1947, cuando obtuvo una plaza de profesor de Historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. En la década del sesenta, fue profesor visitante de Stanford, y en The New School for Social Research en Manhattan hasta 1997.
Nunca dudó del poder que tiene el marxismo para desentrañar el mundo capitalista y sus hondas raíces materialistas. Sin rodeos ni eufemismos, puede decirse que los trabajos de Hobsbawm implicaron un cambio “radical” de los héroes históricos. Desde su perspectiva, la sociedad, los trabajadores –especialmente a partir de su experiencia con los obreros británicos– son los sujetos trascendentes de la historia. Alguien podrá objetar con perspicacia que de radical tiene poco si se regresa a la fuente de El capital de Marx. Quizá los derroteros y extravíos de los últimos cincuenta años del siglo pasado dejaron en el camino el foco primigenio del marxismo; cuestión que excede, como se comprenderá, a esta necrológica. “Cuando me dicen que si éramos comunistas cuando en la Unión Soviética o en China se cometía tal o cual tropelía, yo pienso: ¿me hice yo comunista para cometer tropelías y abusar del poder, o milité para luchar por la libertad y la justicia?”, planteaba Hobsbawm. La respuesta, aparentemente abierta, no habilita resquicio para el recelo sobre las batallas del historiador. Ciertas heridas de una oquedad enrevesada no son fáciles de cerrar. Acaso nunca cicatricen; pero la mentada autocrítica, más allá de las circunstancias a “destiempo” en que se hayan articulado, estuvo en su horizonte. “Sigo en la izquierda, sin duda con más interés en Marx que en Lenin”, reconocía en 2009, en la entrevista con Granovsky: “Porque seamos sinceros, el socialismo soviético falló. Fue una forma extrema de aplicar la lógica del socialismo, así como el fundamentalismo de mercado fue una forma extrema de aplicación de la lógica del liberalismo económico. Y también falló. La crisis global que comenzó el año pasado es, para la economía de mercado, equivalente a lo que fue la caída del Muro de Berlín en 1989. Por eso me sigue interesando Marx. Como el capitalismo sigue existiendo, el análisis marxista aún es una buena herramienta para analizarlo”.
La vertiente de sus investigaciones acerca de la invención de tradiciones nacionales asumía un papel no previsto en el reparto de roles: el historiador que desmonta la tramoya de mitos falsos arraigados. “Vivimos en una época dorada de creación de mitos históricos, diseñada para reforzar identidades de grupo de toda índole, en especial en una gran cantidad de nuevas naciones y movimientos regionales y étnicos”, advertía. “Creo en lo que escribió Ernest Renan en 1882: ‘El olvidar la historia y, de hecho, el error histórico son factores esenciales en la formación de una nación, y ése es el motivo por el que el progreso de la investigación histórica a menudo constituye un peligro para la nacionalidad’. Los historiadores hoy en día somos la primera línea de defensa contra el avance de mitos peligrosos.”
El fogonazo de una evidencia repentina irrumpe para hurtar el poder soberano de la nominación, siempre en estado de alerta y movilización. Echar de menos, extrañar, se tornan expresiones comunes o sobreentendidos cuya comunicación se repliega maniatada por un sentimiento de soledad lectora exorbitante y de orfandad de sentido que deriva de la muerte de Hobsbawm. Queda el consuelo de un libro que se publicará póstumamente, el próximo año. Mientras algunas calles europeas están que arden, hay que balbucear, con una congoja infinita, la muerte del “último” marxista del siglo XX.