10 Julio 2014
Si a un gobierno se le ocurriera decir “A partir de ahora la libertad es un servicio público”, nos caeríamos como Condorito. ¿Cómo la libertad, el derecho supremo de todo ser humano, va a quedar en manos del Estado?
¿Y la comunicación? ¿No es la comunicación el ejercicio de ese derecho, la aplicación de la libertad? Libertad de pensamiento, de expresión, de opinión, de prensa. Libertad de informar y de ser informado. Libertad de comunicación.
La comunicación a través de los medios masivos debe ser regulada, naturalmente. Para eso existen leyes de servicios audiovisuales que buscan favorecer la más extensa y diversa libertad de expresión. Para evitar monopolios privados o estatales.
Pero una cosa es una ley que sirve para garantizar y favorecer un derecho. Y otra muy distinta una ley, o reforma constitucional, que pretenda colocar ese derecho bajo la tutela del Estado.
Los Derechos Humanos son de titularidad de todos los ciudadanos y ciudadanas. Si la comunicación se define como “servicio público” pasa a ser jurídicamente de titularidad del Estado. Ya no sería un derecho sino una concesión del Estado, que la brinda directamente por medios estatales o indirectamente a través de privados y comunitarios.
Ahora bien, “comunicación” es un concepto muy amplio. ¿A qué comunicación se refiere la pretendida reforma constitucional en el art. 384? ¿A los medios audiovisuales, radio, televisión y cine? ¿Al internet y la telefonía? ¿Incluye también a la prensa escrita, revistas, afiches? ¿Incluye al teatro, los títeres, los cuentacuentos, la danza y el circo? Todo eso es comunicación. ¿O sea que, de ahora en adelante, para publicar un folleto a favor del aborto por violación necesitaré una autorización del Estado? Y como el aborto es ilegal en Ecuador, ¿también mi folleto lo será y acabaré penalizado?
Si la pretendida reforma solo se refiere a la comunicación que se difunde a través de las frecuencias del espectro radioeléctrico, también nos topamos con un serio problema. En la Constitución se define al espectro radioeléctrico como un recurso natural no renovable de propiedad estatal (art. 408). Está bien. El Estado lo administra. Pero resulta que en la misma Constitución se establece el derecho no solo a una comunicación libre, intercultural, incluyente, etc, sino al acceso a dicho espectro para gestionar estaciones de radio y televisión públicas, privadas y comunitarias (art. 16). O sea, la Constitución explicita, dentro del derecho a la comunicación, el acceso a las frecuencias. Y es correcta esta inclusión porque la radiodifusión no es otra cosa que el ejercicio humano de la comunicación mediante un soporte tecnológico particular.
Esto significa, hablando en plata blanca, lo siguiente. Supongamos que una organización social decide fundar una radio comunitaria. Está en su pleno derecho de ir a CONATEL y solicitar una frecuencia. Si no hay objeción técnica, CONATEL está obligado a abrir un concurso público poniendo dicha frecuencia a disposición de otros posibles solicitantes, dado que el espectro es un bien público de carácter limitado. Si la organización en cuestión presenta la mejor propuesta comunicacional (o la única), recibirá sin demoras la frecuencia para operar su emisora de radio. Sin embargo, si la comunicación se define como servicio público, la iniciativa se desplaza de la ciudadanía, que quiere ejercer su derecho, al Estado que, según su planificación, decidirá cuándo y dónde y a quién concesionar la frecuencia. Esto es anticonstitucional porque, según el art. 17, el Estado está obligado a garantizar el acceso a las frecuencias en igualdad de oportunidades, sin discriminación, sin acepción de colores políticos. Y este acceso es parte intrínseca del derecho a la comunicación.
En el art. 71 de la Ley Orgánica de Comunicación se define a la información como un derecho y un bien público. Es correcto. A renglón seguido, se define a la comunicación social que se realiza a través de los medios como un “servicio público”. Aunque equivocadamente, al menos en este artículo no se habla de la comunicación en general, sino la que ocurre por los medios (no queda claro si incluye también a los medios escritos). Y en todo caso subordina este servicio público a los derechos de la comunicación establecidos en la Constitución y a los instrumentos internacionales.
Algunos dicen: ¿cuál es el problema? La salud es un derecho y también un servicio público. ¿No pasa lo mismo con la comunicación? Hay una gran diferencia. Porque no existe un derecho humano a fundar un hospital, pero sí a fundar un medio de comunicación como extensión del derecho a la libertad de expresión. El Estado debe garantizar el derecho a la salud a través de un sistema sanitario de calidad tanto en el sector público como en el privado. También el Estado debe garantizar el derecho a la información a través de medios públicos de alta calidad y pluralistas. Pero no puede restringir el derecho de quienes brindan, o quieren brindar, esos servicios informativos desde el sector privado o comunitario.
El Estado no puede permitir equivocaciones en el terreno de la salud. Está en juego el derecho a la vida de ciudadanas y ciudadanos. Pero la comunicación es algo muy distinto. La libertad de expresión es el derecho a equivocarse (no a injuriar), a opinar distinto sin ser molestado por ello, a comunicarnos por cualquier medio sin limitación de fronteras. Comunicación es sinónimo de libertad.
Uno se pregunta, entonces: si la Asamblea Nacional ya incluyó en la Ley ese concepto tramposo de “comunicación como servicio público”, ¿para qué quieren ahora constitucionalizarlo? Aquí vale el viejo refrán: piensa mal y acertarás. No aparece otro motivo que el afán de controlar más y más las opiniones discrepantes.
Por cierto, mis opiniones no copian los argumentos de la SIP y otros gremios empresariales que nunca defendieron la democratización de la comunicación ni la redistribución de las frecuencias del espectro. Se inspiran, más bien, en el pensamiento de la revolucionaria Rosa Luxemburgo cuando decía: “La libertad siempre es la libertad de quienes piensan distinto.”