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martes, noviembre 5, 2024

Tábara y la alegría de vivir

Por Lenín Oña*

Cada exposición de Enrique Tábara implica un acontecimiento de magnitud porque es tal la exuberancia del repertorio plástico que maneja, y la maestría con que lo hace, que siempre hay que estar dispuesto a llevarse una sorpresa o a descubrir algo que no se logró captar la primera vez. Tratándose de una retrospectiva, la complacencia que dejan sus cuadros puede culminar en el entusiasmo. La que presenta el Museo del Banco Central (Quito, 2006) es una selección de otra mayor, con que se inauguró la sala autoral del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC) de Guayaquil. 

En congruencia con esa riqueza, los seguidores del artista se ven obligados a reinterpretar el sentido de su obra una y otra vez o, al menos, a reubicar criterios para alcanzar a compenetrarse con las novedades que se prodigan como un canto a la alegría de vivir.

Festival del maestro

Bien pudieron llamarse estas exposiciones “Festival Tábara”, pues se trata de fiestas mayores con mucho de musical y de teatral. En efecto, por ahí asoma un severo árbol  (Árbol triste, 1987) que fructifica en máscaras y zapatos guarnecidos por bastas. En otra pared cuelga una especie de osario rodeado de un material pétreo indefinible y de espesa textura (Paisaje informal, 1956). Más allá, una composición de ancestros precolombinos (Tiahuanaco, 1960), en rosa encarnado, atrapa la mirada con sus rítmicos e incisivos signos que conforman una rica textura fractal.  No falta la figura femenina de rasgos huancavilcas o manteños que para acicalarse sostiene un pequeño espejo (La solterona, 1952). Ni el paisaje simbológico, emparentado con el Surrealismo, de La selva (1953). Tampoco el peculiar ensayo constructivista implícito en la Pintura, de 1955. O una de tantas pata-pata, la imagen más popularizada de todas las que ha pergeñado, en el lienzo titulado Vedettes (1983). Hay otros sacados del gabinete entomológico que ha montado desde hace unos diez años: Bailarina (1997), un grácil insecto ejecutado a la tinta, o Sol y chapuletes (1993), grillos aureolados y con la escolta de una infaltable pata-pata.

Lo musical salta a la vista por la precisión, el sentido del ritmo y el temperamento adecuado de la composición, así como por el uso tenso y audaz del factor cromático, que hace de él un gran colorista. Un colorista que es capaz de teorizar con solvencia, al afirmar que “Con el manejo del color sucede algo distinto a otras disciplinas, no vale lo aprendido o vale muy poco”, puesto que “Las emociones están supeditadas al simple impacto del color que descubrimos en la realidad exterior, que bien puede ser la naturaleza, como en los colores que se suceden en la paleta. Las relaciones del color hablan de nuestro estado de ánimo”.

“El árbol triste” del maestro Enrique Tábara.

Lo teatral cae por su propio peso, dada la capacidad de transmutación con que ha enfrentado a lo largo de seis décadas el desafío cotidiano de la pintura. Hay mucho de teatralidad, es decir inventiva propia del dramaturgo y del actor, en ese ir y venir de un tema a otro, de una solución a otra; en esa búsqueda inconformista que le lleva a regresar a lo que parecería agotado, traslapando períodos,  derivando un elemento de otro, para desesperación de quienes aman los encasillamientos.  

Del  Expresionismo  al  Informalismo

Tábara (Guayaquil, 1930) es parte de la generación que abjuró del Indigenismo, la corriente imperante entre los años 30 y 50 del siglo anterior, y en la cual emergieron figuras tan notables como Guayasamín y Kingman. La ruptura no fue gratuita. Aquella tendencia cosechó sus frutos en los surcos más amplios del Realismo Social, que procuró aunar las formas recias con la denuncia de seculares problemas de la sociedad ecuatoriana, tal como lo hicieron en la literatura Jorge Icaza y los escritores del Grupo de Guayaquil. Pero esa actitud y esa estética acabaron en el ensimismamiento y la autolimitación.

La insurgencia se concretó en la década del 60 bajo el emblema de la antifiguración, a través del Precolombinismo tabariano y de Villacís, del constructivismo ancestralista en Maldonado, de la recuperación de las raíces antropológicas en Viteri, de los collages de Solís Guerrero. Fue un golpe de timón necesario que elevó a la pintura ecuatoriana a sitiales de vanguardia en América Latina.

En el caso de nuestro artista, es muy significativo que, una vez concluidos los estudios en la Escuela de Bellas Artes del puerto, no se haya involucrado en el realismo, sino que haya tomado los atajos expresionistas y abstraccionistas, que lo encaminarían hacia el Informalismo que cultivó en Barcelona.  Un análisis desprejuiciado de esa etapa inicial demuestra que pasó por la temática de la revelación de las miserias sociales, con protesta incluida, como quien cumple con la conscripción militar: porque es obligatoria. Lo cual no resta méritos a sus lienzos y dibujos sobre personajes de los bajos fondos: niños carboneros, prostitutas, chulos, borrachos y más, ejecutados con los atributos del feismo intencionado y desolador.

Ya en la capital catalana, a partir de 1955, asimila las lecciones informalistas que a la sazón están en boga en buena parte de Europa, aunque poniendo distancias ante Tápies, Cuixart, Canogar y los demás de la escuela barcelonesa, que trabajan con materia real: polvo de mármol, pegamentos, pan de oro, tintas; él se mantiene fiel al óleo y a los empastes gruesos a los que se habituó como alumno de Hans Michaelson. Sus trabajos rebosan una pasión y una originalidad muy distintas a las peninsulares, pues llevan la marca del mestizaje latinoamericano. Se  aplaude y reconoce su aporte con distinciones tan importantes como el premio en la Exposición suiza de arte abstracto (Lausanne, 1960) y la invitación de André Breton, el pontífice del Surrealismo, para que represente a España en el homenaje a los 50 años de esa escuela (París, 1963) junto a Miró y Dalí. Nada menos. 

“Las emociones están supeditadas al simple impacto del color que descubrimos en la realidad exterior, que bien puede ser la naturaleza, como en los colores que se suceden en la paleta. Las relaciones del color hablan de nuestro estado de ánimo”

–Enrique Tábara

En el Precolombinismo o Ancestralismo ecuatoriano

En plena efervescencia informalista se comenzaron a infiltrar determinados elementos abstractos siempre que anunciaban el período precolombinista. Lo ejemplifica una tela como Tabú (1960), que exalta la importancia de la textura y la materia, pero con un velado dibujo que tiene reminiscencias de las líneas de Nazca, trazadas antes del Incario en ese desierto peruano.  De retorno a Guayaquil, en 1964, la corriente se desata y le permite realizar algunas de las mejores piezas de su profusa obra.

El precolombinismo significó una sagaz alternativa de varios artistas ecuatorianos al decadente indigenismo. Al volver los ojos a la época prehispánica andina, de extraordinarios logros en la arquitectura y el diseño, no para imitarlos, sino para captar la atmósfera espiritual que emana de sus formas y, a partir de ellas, crear la propia, se consiguieron dos objetivos valiosísimos: retomar el sentido de originalidad de los pueblos ancestrales americanos y expresarse en un lenguaje inteligible y vigente, el abstracto.

En este rumbo la contribución fue prolífica y de gran calidad. El citado Tiahuanaco, así como Tahuantinsuyo (1965) y Huarahuay (1969) dan una idea del poderoso y singular mensaje pictórico que reivindica los ecos de las antiguas culturas originarias de nuestras tierras. Exorcismo (1964) y Duende chimú (1965) revelan otra faceta concomitante con esos temas, la de la magia indígena, el mundo misterioso de los chamanes, el laberíntico universo de las cosmogonías de culturas que la conquista española no logró desterrar del todo.

De  los pata – pata  a  los árboles e  insectos

Con acertado criterio supo, a tiempo, otear hacia otros horizontes y salir al encuentro de una síntesis de formas y situaciones que iban a alentar otros recorridos, de rasgos abstractos nutridos en las imágenes cultivadas a lo largo de su trayectoria. De este modo arribó a lo geométrico de resonancias indígenas ancestrales. Es lo que se advierte en la estructura y el colorido del Celeste y naranja (1977), un canto a los sólidos valores arquitectónicos andinos y a la vivaz cromática de los textiles antiguos y contemporáneos de los indios.

Cuando se decide por las piernas (desnudas, vestidas o calzadas, más o menos esquematizadas), los pata-pata, la opción por un signo personal está tomada, y la decantación de las formas sigue su proceso. Él sostiene que en el mencionado lienzo La selva “estaba escondido el mundo de las patitas.” Es posible que estas impliquen, además, una alusión a su andariego trajinar artístico; las piernas y pies desnudos, una referencia al campo lujurioso y tórrido donde él vive la mayor parte del tiempo; si calzados, a la ciudad, donde ha sido inevitable que transcurra su carrera. De otra parte, el término pata en el argot costeño del Ecuador y Perú es sinónimo de amigo. Pata-pata, amigo-amigo…Y vaya si es amigable esta pintura, plena de humor y de recursos que recuerdan a los de la prestidigitación. 

Pero no se queda ahí. Sigue con una serie de árboles encantados -y encantadores- que florecen con pata-patas, remitiéndonos, además, a la jungla primigenia, tema de los inicios profesionales. Son árboles totémicos que más tarde incorporarán antifaces e insectos a sus frutos. Anochecer en el poblado de Cuatro Mangas (1986) guarda el sabor del cariño por el recinto donde tiene su casa de campo y, a la vez, recuerda los dones patriarcales que se adjudican al ceibo, tan frecuente en nuestro litoral.

Asimismo, los insectos provienen de las épocas en que los convertía en diseños geométricos, aunque en las nuevas versiones, de los 90, los reconcilia con la morfología natural, sin permitirles que incumplan la función de elementos que integran y dan sentido a una composición determinada. En la última exposición internacional, la del Museo Pedro de Osma (Lima, 2003) mostró, como un mensaje  proecológico, obras referidas a la cacería de mariposas y otros insectos, que pueden insinuar, tal vez, una denuncia  contra el azote de las guerras contemporáneas, las peores de las cuales bien sabemos quien las emprende. 


La obra de Tábara resume las características más positivas del trópico ecuatoriano y de sus habitantes: la feracidad y el calor de la tierra, que se prolongan en  cierto hedonismo natural y desenfadado de la gente, cuya aparente frivolidad no está reñida con una honda sabiduría para la convivencia. Es una obra refrescante que alienta los mejores sentimientos estéticos del contemplador. Ya es parte irremplazable de la cultura nacional. Su autor, como dice Carlos Areán, el más versado estudioso de la trayectoria del artista, “es uno de los más grandes pintores de Iberoamérica y (  ) también, de los más generosos y auténticos”. 

*Lenín Oña es arquitecto de profesión. Estudió la Maestría en el Instituto de Arquitectura de Moscú. Fue durante 43 años catedrático en la Universidad Central del Ecuador. Sus cátedras principales fueron Historia del Arte y Arquitectura y Teoría de la Arquitectura. Dedicó cuatro décadas de su vida a la crítica y a la curaduría artística.

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