20 de junio 2016
Vivimos en una sociedad que consume y desecha a ritmo acelerado, las mercancías son fabricadas para durar el menor tiempo posible, con la finalidad de que sigamos consumiendo cada vez más. La cultura del despilfarro amenaza la capacidad de regeneración de la propia naturaleza, resultando insostenible para el ecosistema las excesivas dinámicas de sobreproducción y consumo.
Insertados en esta lógica del consumidor pasivo, el desechar se convierte en una acción mecánica y hasta natural. Constantemente estamos desechando, desde envases de plástico, ropa, libros, tecnología, hasta toneladas de comida y este comportamiento compulsivo que tenemos para descartar lo que no nos sirve, no nos gusta o que simplemente consideramos inútil y hasta un estorbo. Lo hemos trasladado a todos los ámbitos de la vida, porque es más fácil desechar que integrar y resolver.
Es por esto que declaraciones como las del alcalde de Loja, José Bolívar Castillo, no sorprenden, aunque sin duda su plan para desaparecer a los perros abandonados en las calles genera gran indignación y rechazo, esta forma utilitarista de pensar en función de cálculos y probabilidades antes que en convicciones y principios es más influyente de lo que pensamos.
“Habrá que buscar la forma más racional de hacerlos desaparecer, pero tienen que desaparecer. Si esa carne puede ser aprovechada para algo, en buena hora, sino tendrá que servir para producir abono. La vida misma es reciclaje. Todo lo que no sirve contamina”, dijo Castillo refiriéndose a los miles de perros que deambulan por las calles de Loja. Las palabras del alcalde, más allá de lo textual, encubren bajo un supuesto pragmatismo una actitud humana de pretender cosificar todo lo vivo, para manipularlo según nuestra conveniencia, de la misma manera que nos adueñamos de los recursos naturales en función de un consumo material que muchas veces se trata de confundir con mejora de la calidad de vida.
La decisión de Castillo refleja la incapacidad de ciertos gobernantes para construir políticas que promuevan el desarrollo humano de su comunidad en concordancia con el amor a la vida, el respeto a la diversidad y armonía con la naturaleza y ratifican desde lo político un comportamiento deshumanizante y de ética cuestionable.
No existen perros de la calle, porque la calle por sí misma no los genera, si existen perros sobreviviendo en las calles es porque los seres humanos hemos abusado de esta especie y convertido las ciudades en vertederos de perros abandonados, seguramente porque ya no son más útiles para nuestras necesidades, porque son viejos, porque no queremos a sus crías, porque no tenemos tiempo para cuidarlos, porque ya no protegen la casa, porque no hemos desarrollado medidas sanitarias eficaces y un largo etc.
Hemos validado un sistema que comercializa con los perros como si fueran zapatos, los ofertan de todos los tamaños, formas y colores y no tomamos conciencia de que el valor de los animales no está en su costo, ni su belleza en la pureza de su raza y que somos responsables del bienestar de los animales que domesticamos. Somos parte del problema –por acción u omisión- y ante las circunstancias que el ser humano ha creado, no basta con pasarles la cuenta a las autoridades, es necesario encarnar en el sentimiento y en la acción social un cambio cultural.
Los problemas deberían ser resueltos con razón, imaginación y conciencia, solo así podremos cortar la tendencia a la destructividad y al pragmatismo de lo muerto; las alternativas existen, es momento de sumar esfuerzos para ponerlas en práctica y ser parte de la solución no de la desaparición.
Foto: El Comercio