Revista La Tendencia No. 14, abril 2015
El programa del comediante británico John Oliver tiene más repercusiones de las que muchos imaginan… empezando por los dirigentes, funcionarios y publicistas del oficialismo. Aunque estos quisieran atribuirle al episodio un aire farandulero, dista mucho de encajar en los dominios de la prensa rosa. Muy al contrario, ha demostrado que los símbolos y las representaciones jocosas tienen un impacto impredecible en la sociedad de la comunicación virtual. No de otro modo se explica la postración en que cayó el Presidente Correa, su gobierno y sus estrategas de la comunicación luego de ese fatídico domingo 8 de febrero en que, sin misericordia, los pasaron por el rasero del humor.
La propaganda política no solo tiene la función de convencer al destinatario, o de reafirmar en las masas ciertas expectativas, percepciones y creencias; también busca idealizar la realidad, construir imaginarios colectivos funcionales, montar referentes ficticios pero efectivos. Minimiza y engrandece de acuerdo con las necesidades concretas. Cuando responde al poder, opera mediante una lógica de opuestos: desprestigia a la oposición en la misma proporción con que glorifica al gobierno. Por esto último, precisamente, recurre a las hipérboles, sobre todo cuando las ventajas políticas del poder empiezan a agotarse.
Durante ocho años los publicistas del correísmo se han empeñado en proyectar a nivel internacional una imagen grandilocuente del Presidente de la República. Una vez asegurado el frente interno a través de la monopolización mediática, fue irresistible dar el salto hacia las ligas mayores de los escenarios externos. Aspiración nada fácil si consideramos, entre otros factores, el escaso peso que tiene nuestro país en esos ámbitos. En tales circunstancias, el único recurso compensatorio para semejante desventaja exige disponer de un personaje que, por su solo peso, pueda alcanzar una proyección que trascienda los estrechos vallados de la localidad. Tarea esta tampoco fácil teniendo en cuenta las inocultables limitaciones teóricas y los profundos vacíos políticos de Correa.
No obstante, la iniciativa fue puesta en práctica mediante una hábil estrategia publicitaria basada en dos condiciones: una amplificación de los mensajes articulados a las redes mediáticas de los gobiernos y partidos políticos progresistas de la región y de uno que otro gobierno extra continental simpatizante de la causa; y una reiteración en aquellos discursos que encajan perfectamente dentro del imaginario de la izquierda formal y burocrática a nivel mundial (es decir, verborrea contra los Estados Unidos, fraseología anticapitalista, soberanía, integración regional, defensa de los migrantes, etc.). Aunque no se puede descartar cierto grado de fatuidad en esta ofensiva publicitaria, lo realmente importante ha sido la contabilidad política: una proyección internacional “políticamente correcta” de Correa permite neutralizar las decisiones internas que van a contrapelo de cierta racionalidad de izquierda (por ejemplo, la represión estudiantil, la persecución al movimiento indígena, la manipulación de la justicia, el entreguismo al capital transnacional, la monopolización de la economía, el moralismo ideológico, las restricciones a la libertades civiles, etc.). Una imagen internacional positiva puede actuar como un eficaz antídoto contra las críticas internas.
La mayor debilidad de esta estrategia es que está asentada sobre una estructura demasiado rígida como para resistir los embates de la informalidad y la irreverencia que caracterizan a la cultura y la política actuales. Imbuido de un trasnochado trascendentalismo histórico y de un ridículo espíritu épico, el correísmo ha intentado proyectar una imagen de gravedad del poder incapaz de reaccionar a las trampas y desafíos de la posmodernidad. Más parece un templo romano que una tienda de campaña que se adecua al vértigo de los acontecimientos. Por eso ha resultado tan frágil a la versatilidad del humor… sobre todo frente a un humor sobre el cual no puede ejercer coerción alguna (como si ocurre en el caso de Bonil y de otros humoristas nacionales).
Tecnocracia versus informalidad.
El análisis sobre la incongruencia entre la formalidad de un producto político y la informalidad de la realidad nos remite, necesaria y afortunadamente, a un campo histórico, filosófico y sociológico tremendamente fértil para la comprensión del fenómeno político que hoy vive el Ecuador.
En su brillante formulación de la teoría del ethos barroco, Bolívar Echeverría analiza dos formas de desarrollo de la modernidad: una que se produce por generación endógena, como parte de la propia evolución de determinadas sociedades (particularmente las del norte capitalista europeo), y otra adoptada, que resulta de los diferentes niveles de imposición o de dominio exógeno (como es el caso, entre otros, de América Latina). Echeverría se preocupa por develar el potencial transformador de una modernidad no capitalista que surja de esta particularidad histórica que, según él, es el barroco latinoamericano o la encarnación del mestizaje, no como simbiosis ni sometimiento sino como contradicción permanente, dinámica y creativa entre dos culturas diferentes.
En esta lucha por oponerse y resistir, las culturas autóctonas americanas han desarrollado una serie de estrategias y mecanismos para contrarrestar los efectos indeseables de un modelo capitalista basado en la homogenización cultural, la depredación de la naturaleza, la tecnificación ilimitada y la deshumanización del proceso productivo. Una de las trincheras más sobresalientes en este proceso de resistencia ha sido la informalidad[1], porque desafía a la eficacia, la precisión, el rendimiento, la productividad y la técnica que se promueven e imponen desde este modelo hegemónico. Y la informalidad tiene, entre sus muchas facetas, al humor, a la ironía, al doble sentido como fórmulas cotidianas de confrontar al dominador y, por añadidura, a todas las formas del poder.
Desde la lógica de un proyecto de modernización capitalista basado en una concepción totalmente tecnocrática de la política –como en efecto es el correísmo–, la informalidad de la conducta colectiva opera como una perturbación que desquicia en forma sistemática a la autoridad. En cierta forma es un obstáculo que puede descarrilar un proyecto de tinte colonialista que, como señala Echeverría, termina por dividir la identidad social de los dominados. Esto explica el empecinamiento del gobierno de Correa en neutralizar, hostigar y perseguir a las organizaciones indígenas; y también explica su ineptitud para afrontar las burlas de John Oliver. La imposición de un esquema modernizante ajeno a nuestro ethos, más concordante con la dinámica global del capitalismo que con nuestra volubilidad nacional, no puede aceptar iniciativas o respuestas que pongan en duda la “perfección técnico-administrativa” del proyecto. Así como la cosmovisión indígena pone en tela de juicio la pertinencia y la viabilidad de un modelo basado en la explotación y el despilfarro, el humor desnuda el simulacro del discurso y de la imagen. En ambos casos se ataca la inconsistencia de un proyecto cuyas intenciones van en sentido contrario a su exuberante retórica oficial. La sacralización política implícita en el proyecto correísta considera sacrílegas a todas aquellas expresiones crítica, y peor aún irónicas, que ridiculicen sus vacíos, incoherencias y falacias.
Dos formas de violencia oficial.
En estas circunstancias, la propaganda política del gobierno sigue siendo un recurso imprescindible para contrarrestar estas formas de desacralización del discurso y, al mismo tiempo, para apuntalar una imagen ceremoniosa del poder. Y a medida que este poder va siendo minado por estas formas de resistencia informales, la propaganda se volverá más intensa, delirante y agresiva.
Eugen Hadamovsky, un reconocido teórico del nazismo, afirmaba que “la propaganda y la violencia no son nunca contradictorias. El uso de la violencia puede ser parte de la propaganda”[2]. La violencia verbal constituye una impronta del correísmo, y durante su régimen ha operado en dos sentidos: unas veces como complemento, y otras veces como sucedáneo de la política. Su eficacia queda confirmada por la cantidad de organizaciones, ciudadanos, medios de comunicación e instituciones que han preferido optar por el silencio antes que exponerse a la arremetida de los insultos oficiales. Y este procedimiento está reforzado por lo que podría denominarse como violencia judicial.
La herencia más nefasta que Febres Cordero le dejó a este país fue la utilización sistemática y demoledora de la administración de justicia como arma política. Pero ni en sus peores momentos el dirigente socialcristiano imaginó por dónde le saldrían sus mejores discípulos. El correísmo ha sido el proyecto político que ha institucionalizado y perfeccionado la manipulación partidista de la justicia a extremos insospechados. Hoy, la violencia verbal oficial suele ser refrendada por una acción judicial que también violenta los derechos humanos. Ahí radica la mayor perversidad de la política actual. En este contexto, la propaganda del gobierno se ha transformado en el principal instrumento de coerción de la sociedad ecuatoriana.
Ahora bien, cuando este maridaje entre violencia verbal gubernamental y violencia judicial provoca decisiones o consecuencias que resultan frontalmente arbitrarias, abusivas e injustas a los ojos del pueblo, se utiliza la propaganda para conseguir cierta legitimidad. Manipulación, tergiversación y omisión de la información entran entonces en juego, ya sea para reforzar la verdad oficial o para debilitar y desprestigiar las versiones opuestas. Organizaciones sociales y de izquierda, partidos políticos, personalidades, dirigentes gremiales, periodistas y medios de comunicación hemos experimentado, durante los últimos ocho años, una sistemática e intensiva agresión desde la propaganda gubernamental.
Hay que admitir, no obstante, que el abuso de la propaganda política no constituye ninguna novedad. Se lo viene haciendo desde hace mucho tiempo y en todas las latitudes. Pero cuando un proyecto combina populismo, autoritarismo y clientelismo –como en efecto ocurre con Alianza País– no puede prescindir de la hipérbole como sustrato de su comunicación. Y no es para menos, por cuanto tiene que vender ilusiones. Inflar y exagerar son la norma y la forma de los mensajes, puesto que la realidad tiene demasiados límites objetivos. De esta práctica surgen las muletillas de las que está plagada la propaganda oficial: nunca antes, por primera vez, histórico, la más grande inversión, etcétera, etcétera. Las hipérboles son tan efectivas que muchos ecuatorianos no se percatan, por ejemplo, de que lo mínimo que debía hacer este gobierno, con la cantidad de ingresos que ha recibido, es pavimentar y ampliar las carreteras del país. Esa –y muchas otras obras relacionadas con la infraestructura pública– es una obligación para cualquier gobierno. El que los anteriores no lo hayan hecho con el mismo ímpetu que el actual no consagra un criterio de valoración positiva.
El humor como arma letal
En esta situación, la anulación de todas las formas de comunicación independientes se convierte en un imperativo para el gobierno, porque son las únicas que pueden desmontar el entramado de ficciones construido por el régimen. Y mientras menos formales son estas formas alternativas de comunicación, más incómodas y peligrosas se vuelven. Por eso el humor ha llegado a ser un objetivo prioritario para la artillería correísta. Si la crítica desacraliza la política desde la reflexión y el análisis, el humor lo hace desde la ironía; por esto mismo se requiere de la misma sutileza, inteligencia y agudeza para contrarrestar sus afilados dardos. Misión nada sencilla si las autoridades políticas pretenden hacerlo desde el mesianismo o la infalibilidad religiosa, porque son precisamente esos recursos los que está corroyendo el humor. John Oliver indujo al régimen a contratacar con sus flancos más débiles y vulnerables, y eso en política es desastroso. Al pretender responder desde la solemnidad y el acartonamiento del poder, el gobierno se ha precipitado en las arenas movedizas de la impotencia: mientras más se agita más se hunde. En tales circunstancias, la única salida para neutralizar el humor, al menos dentro del país, es la coerción con sus distintas facetas, tal como ya lo estamos presenciando. Esta práctica autoritaria puede ir desde la persecución judicial y la sanción administrativa hasta la amenaza velada, como denunció Crudo Ecuador.
Por ahora, la improvisada reacción de indiferencia con que el gobierno ha respondido a los programas de Oliver podría interpretarse como un receso táctico previo a la contraofensiva. En realidad, se trata de una retirada humillante. El espacio de la comedia internacional luce como un campo minado para el estilo político de Correa. Más conveniente le resulta echar tierra sobre el incidente, aun a costa de una derrota, antes que seguir insistiendo en la confrontación. Lo que no puede permitir, desde ningún punto de vista, es que el episodio de marras tenga mayores repercusiones dentro del país, puesto que amenazaría la imagen de omnisciencia, infalibilidad y prepotencia que se ha levantado alrededor de la figura del Presidente de cara a los sectores populares. El efecto Tico Tico puede desgastar al gobierno por el lado menos esperado. Sería el ocaso del ídolo.
Bibliografía
Echeverría, Bolívar, Modernidad y blanquitud, Era, México, 2010.
Echeverría, Bolívar, Las ilusiones de la modernidad, Tramasocial, Quito, 2001.
Hadamovsky, Eugen, Propaganda und national Macht, 1933.
NOTAS
[1] “Lo barroco se desarrolló en América […] sobre la base de un mundo económico informal cuya informalidad aprovechaba la vigencia de la economía formal con sus límites estrechos”. Echeverría, p. 189.
[2] Hadamovsky, p. 189.
[…] Fuente: lalineadefuego.info […]