Marzo 28 de 2017
Hace unas semanas, los medios oficiales difundieron ampliamente una declaración de Atilio Boron, intelectual de la izquierda alineada con los regímenes llamados bolivarianos o del socialismo siglo XXI, donde alertaba de la crucial situación de las elecciones que se celebraron en Ecuador el pasado 19 de Febrero, equiparándolas al rol que desempeñó la batalla de Stalingrado en el curso de la Segunda Guerra Mundial: la derrota del partido de gobierno marcaría un viraje irremediable hacia la derecha en la región. La advertencia de Boron, en parte parece haberse realizado. En medio de discutibles procedimientos que incluso alertaron sobre un posible fraude electoral, la opción de AP se ratificó como vencedora con una diferencia de más de 10 puntos sobre su contrincante de la centro-derecha Guillermo Lasso. Un triunfo que, sin embargo, no fue suficiente para evitar el camino de la segunda vuelta o balotaje. Según la normativa electoral ecuatoriana, para lograr ganar en primera vuelta, el vencedor requiere superar el margen del 40 % de la votación; Lenín Moreno de AP solamente alcanzó el 39.7 % de votos válidos, lo que le condujo necesariamente a tener que enfrentar nuevamente a Guillermo Lasso el próximo 2 de abril.
El sistema electoral está diseñado para producir la legitimidad de origen que todo gobernante requiere para impulsar su gestión de gobierno; la segunda vuelta, en regímenes electorales de voto obligatorio como el ecuatoriano, debería permitir esa acumulación de legitimidad al canalizar la votación de las fuerzas que en la primera vuelta electoral se repartieron entre 7 candidaturas. La segunda vuelta está pensada para lograr un mayor nivel de acuerdos y de alianzas, por tanto una mayor agregación de consensos entre las dos opciones finalistas. ¿Hasta dónde esta posibilidad es factible en el caso ecuatoriano? ¿Existe la posibilidad de algún nivel de acuerdos entre las dos opciones en juego, más allá de la natural belicosidad con la que se presentan en el escenario electoral?
Hasta el momento y seguramente hasta el día de las elecciones, el panorama sigue siendo incierto. Todo parecería indicar que la victoria de uno u otro contendiente no será suficientemente contundente como para legitimar a una de las opciones en competencia. Lo que está claro es que las candidaturas de Lasso y de Moreno responden a dos momentos del actual ciclo político electoral: ascendente el primero, en cuanto potencial catalizador y canalizador de fuerzas que quieren cambio e innovación respecto de las condiciones políticas dominantes en la última década; declinante el segundo, cargando consigo el creciente desapego y desencanto hacia el modelo que AP ha venido impulsando en esta década y a la cual se la endilga el creciente deterioro del empleo y las agudas condiciones de una crisis económica de graves dimensiones.
Pero ¿qué es lo que está en juego en las elecciones del 2 de abril, cuya trascendencia permite establecer el símil con la batalla de Stalingrado? ¿Por qué A. Boron ubica en esta dimensión al posible resultado de las elecciones ecuatorianas? Su trascendencia parecería radicar en que lo que está en juego, a más del impacto regional que tendría, es la definición entre dos modelos de gestión de la economía y de construcción institucional: el de una economía de concentración estatal y el de una economía de apertura y liberalización de mercado. En el debate ideológico, estos dos modelos aparecen como polaridades excluyentes, como rezagos/ecos de la vieja confrontación entre capitalismo y socialismo, propia del sistema de la guerra fría; seguramente a eso se alude con el símil de la batalla de Stalingrado.
El resultado electoral
Las elecciones de febrero 2017 marcan nítidamente una fase de crisis del ciclo político ascendente de la revolución ciudadana. Más allá de que en el resultado del 19F, AP mantenga su calidad de primera fuerza política del país, por primera vez en los últimos 10 años no fue capaz de definir el resultado electoral en una sola vuelta. La hegemonía clara de Alianza País se reduce en estas elecciones a 13 de las 24 provincias. En términos geográficos, hay una clara pérdida de liderazgo en las áreas con mayor incidencia de población indígena y de pobreza: las provincias de la Sierra centro-sur y de la Amazonía, esto es, en aquellas zonas donde el impacto negativo de la lógica extractivista sobre la cual gira el modelo económico y político es mas evidente.
La influencia de Alianza País se fortalece, en cambio, en la mayor parte de las provincias de la costa, especialmente Manabí y Los Ríos. Más allá de la utilización propagandística de la inversión pública para atender los efectos del terremoto, parecería que AP tiende a disputar clientelas de los partidos populistas y del socialcristianismo, los cuales reducen sus adhesiones. Por su parte, CREO se hace fuerte en los segmentos de clase media con expectativas de cerrar el ciclo de crisis y recuperar el crecimiento; a su vez, logra captar adhesiones entre los sectores de izquierda excluidos por el correísmo (indígenas, maestros, ecologistas, feministas) que lo ven como única opción para enfrentar los rasgos mas regresivos del modelo de la revolución ciudadana.
En definitiva, el resultado de la primera vuelta establece nuevas tendencias entre el electorado: Lasso gana en los distritos que antes votaban predominantemente a izquierda, la Sierra centro sur y la Amazonía; mientras AP recupera una fuerte votación en distritos electorales que antes votaban por la derecha socialcristiana y por el populismo, como son los de la Costa (Guayas, Manabí y Esmeraldas. Lo más sorprendente parecería ser el corrimiento de la votación de sectores medios que antes engrosaban las filas de AP volviendo mayoritaria la votación en el Distrito Norte de Quito, hacia la candidatura del centroderecha, mientras la votación del clientelismo y de la indistinción ideológica propia del populismo, parecería haber engrosado las filas de AP. El cambio del mismo perfil del candidato Moreno, débil formación ideológica y en su lugar una discursividad paternalista y dadivosa, parecería preparar la transmutación de AP en nueva versión del populismo con ribetes ideológicos tomados de la narrativa de la izquierda histórica.
En este escenario, la segunda vuelta electoral se presenta como una disputa cerrada entre ambos finalistas por ampliar sus adhesiones entre los electores que prefirieron a otros candidatos en la primera vuelta. En el caso de Moreno, la atracción de nuevos seguidores depende de su capacidad de distanciarse de la figura y el estilo de liderazgo de Rafael Correa, y neutralizar los escándalos de corrupción que han sacudido al gobierno durante el último año.
Para Lasso, el reto es presentarse como una alternativa fiable al régimen correísta, como la figura capaz de revertir la crisis del modelo económico, consolidar el desmontaje del modelo político autoritario, y, sobre todo, la posibilidad de cerrar un ciclo político que, de continuar, garantizaría la impunidad y la opacidad en la investigación sobre la corrupción.
Los modelos en juego
En América Latina, el ciclo expansivo de la política pública (incrementos de gasto en infraestructura y redistribución) debido a la disponibilidad de divisas derivado del boom de las comodities, generó un efecto de espejismo que se desbarató apenas el precio de las mismas empezó a caer en el mercado internacional. La ‘revuelta de las materias primas’ (M. Tronti) terminó por generar distorsiones y desequilibrios, que se traducen en una negativa relación entre deuda/PIB que afecta estructuralmente a las economías de la región; un débil crecimiento, acompañado de su correlato en el déficit público y una lógica de endeudamiento de difícil control. En el caso ecuatoriano, esta lógica se agrava aún más: el crecimiento estimado para el 2017 no supera ni en las estimaciones mas optimistas el 1%, mientras el ritmo de crecimiento del endeudamiento público (deuda interna y externa) se expande aceleradamente.
El incremento del gasto público ecuatoriano en relación al PIB es de los más altos de la región, lo que dificulta cualquier operación de ajuste; por otro lado, el débil crecimiento de la economía redunda en una caída tendencial de las recaudaciones, lo cual induce a mayor endeudamiento, cuyas condiciones se vuelven cada vez más onerosas, instaurando un ciclo de retroalimentación crítica de orden sistémico, de muy difícil gobierno.
Es este el resultado al cual ha conducido la gestión de la economía por parte de AP, en un contexto de amplia disposición de recursos económicos derivado justamente de la coyuntura favorable en los precios internacionales del petróleo, principal fuente de ingreso de divisas para la economía dolarizada del Ecuador. Si este es el resultado en materia económica, en materia política su lógica ha sido la de la concentración del poder bajo el régimen hiperpresidencialista definido en la Constitución de Montecristi. En la revolución ciudadana es clara la equivalencia funcional de modelo económico y modelo político; la línea de fuerte gasto público, seguramente el mayor en relación al PIB en toda América Latina, solamente pudo darse gracias a la concentración inapelable del poder en la figura de Rafael Correa; a su vez, la legitimación del modelo político, solo fue posible gracias a la ingente disposición de recursos proveniente de la renta petrolera (léase extractivismo), la cual actuó como motor del sistema de transferencia de rentas para la retroalimentación de su base social.
Pero lo que desde una cierta óptica aparece como cúmulo de logros, en particular en creación de infraestructura y en política redistributiva y que se presenta como ‘década ganada’, es también, visto ya en su fase declinante, como derrota del modelo, de su agotamiento, de su insostenibilidad y vulnerabilidad. El haber depositado toda la fuerza dinámica de la economía en el gasto público soportada sobre el precio favorable del petróleo en el mercado internacional, el no haber definido una línea de política económica que pudiera advertir la ciclicidad de esa coyuntura favorable, develó la inconsistencia e insostenibilidad de la revolución para enfrentar la fase declinante del ciclo. En el último período, el gobierno de AP acudió a mayor endeudamiento en condiciones altamente onerosas, a tasas de interés en torno al 10%, cuando las economías vecinas contratan deuda al 2, al 4 y en casos extremos al 6% de interés. El panorama de la crisis se agrava de manera incontenible dentro de los parámetros definidos por el paradigma revolucionario.
Esta compenetración de modelo económico y político sobre la cual se sustenta la revolución ha sido la responsable de sus logros, pero también la que ha demostrado sus más grandes limitaciones. Aquí lo que entra en juego es el perfil ideológico del modelo, al presentarse como representación de la izquierda histórica latinoamericana y proclamarse como expresión de su versión actualizada al siglo XXI. La concentración de poder inapelable que ha construido AP se ha realizado sobre una colosal tarea de neutralización y eliminación del tejido organizativo de la sociedad civil y de sus principales actores, mediante expedientes de distinta naturaleza, desde la persecución implacable a los opositores mediante la utilización del aparato de justicia, a lo que se conoce como ‘criminalización de la protesta’; a la anulación de las libertades fundamentales, en particular la libertad de expresión y comunicación, pieza central de las democracias modernas. La adscripción de sectores de izquierda como el movimiento indígena o el de los servidores públicos del magisterio, así como de organizaciones de izquierda y de la socialdemocracia, a la figura del opositor Guillermo Lasso en la campaña de la segunda vuelta, pone al descubierto esta situación.
El sistema regional de corrupción
Pero lo más grave del resultado del 19F y la más grande expectativa acerca de sus derivaciones posibles ya para la elección del 2A, tiene que ver con algo que en la última parte de la campaña electoral de la primera vuelta ocupó la atención de la opinión pública y que el evento electoral ha dejado en segundo plano: las graves denuncias de corrupción del gobierno de AP a partir del mecanismo de coimas otorgadas por la empresa brasilera Odebrecht.
Lo que sorprende a más de un observador es la opacidad en la información sobre las denuncias de corrupción en el caso ecuatoriano, en comparación con otros países donde se ha logrado establecer ya responsables puntuales; en el caso ecuatoriano solamente se sabe que un monto de 33.5 millones de dólares han sido distribuidos en calidad de coimas por Odebrecht a funcionarios públicos, pero no se conocen aún sus nombres. Sin embargo, la trama del sistema de corrupción está ya claramente identificada; lo que resta ahora, a más de conocer sus beneficiarios con nombre y apellido, es esclarecer su lógica y sus dimensiones causales específicas, las cuales se encuentran justamente en la modalidad de compenetración entre modelo económico y modelo político que ya hemos advertido y que caracteriza a los distintos gobiernos llamados progresistas, con diversos matices y especificidades.
El modelo político de los socialismos del siglo XXI en sus distintas versiones se ha caracterizado por una dinámica de acelerada concentración de poder en los ejecutivos (hiperpresidencialismo), y por el consecuente debilitamiento del sistema de partidos y de las legislaturas. En la mayoría de los casos esta orientación se ha producido mediante radicales reformas constitucionales. Al debilitarse las legislaturas (y pasar todas a ser férreamente dependientes de los ejecutivos), se redujo drásticamente la capacidad de fiscalización de los sistemas políticos. Igual aconteció con las instituciones de control (Fiscalía y Contraloría) piezas centrales del llamado quinto poder o Función de participación y control, en la versión ecuatoriana; instancias encargadas de exigir rendición de cuentas de los gobernantes.
Una ‘revolucionaria’ ingeniería institucional que está presente en las distintas constituciones ‘progresistas’ y que en el caso ecuatoriano se encuentra claramente delineada en el modelo institucional sancionado en la Constitución de Montecristi. Una ingeniería que se configura a partir de un propio vicio de origen: la conformación de órganos de control mediante mecanismos de sujeción al poder de los Ejecutivos; las autoridades de control se conforman con representantes (delegados) de las funciones del Estado (o sea de aquellas funciones que deberían ser sujetas a control) y/o por representantes ciudadanos escogidos mediante sorteo y discutibles procedimientos “meritocráticos”.
Esta pieza institucional es seguramente la ‘gran innovación’ de estos modelos políticos, la ‘obra maestra’ que sustituye las prerrogativas que antes poseía la representación política y las legislaturas. Al imposibilitarse un efectivo control debido a la escasa autonomía institucional (por su mismo vicio de origen en su conformación), se generan las condiciones para el debilitamiento de los controles administrativos en contratos y uso de bienes públicos, lo cual produce sistemáticamente condiciones de impunidad.
El sistema regional de corrupción está encabezado por la economía más potente de la región, Brasil, que en una versión esa sí ‘revolucionaria’, de nexos o coaliciones entre gobierno y empresa, promovió la presencia de Odebrecht en los países socios. Aparato central en esta conjunción socialista de Estado y mercado, la desempeñó el Banco do Brasil dispuesto para el financiamiento de mega obras de infraestructura en toda la región.
Las investigaciones que señalaron a los gobiernos dirigidos por el Partido de los Trabajadores (Lula da Silva y Dilma Rousseuf) como beneficiarios de esta trama de corrupción (el caso Lava Jato), fue la punta del ovillo cuyos detalles fue develándose progresivamente en países y regímenes del continente (Argentina, Ecuador, Venezuela, pero también Colombia y Perú). Es significativo reconocer que tanto en Colombia como en Perú, donde el funcionamiento de las instituciones republicanas (división de poderes y autonomía judicial) es más alta que en países como Venezuela o Ecuador, las investigaciones sobre esta trama de corrupción, estén avanzando con mayor certeza y celeridad.
En el caso de los regímenes llamados bolivarianos, la trama de la corrupción funciona con mayor consistencia sistémica. Las relaciones Estado à Odebrecht à Banco de desarrollo à País Amigo, se configura como entramado organizacional del sistema de corrupción. En todos estos países las instancias institucionales de control debilitadas y sometidas a los poderes ejecutivos, actúan como generadoras de impunidad, la cual retroalimenta las condiciones de la corrupción.
El sistema es ‘innovador’ al descubrir las virtudes de la negociación de gobierno a gobierno, las cuales permiten evadir los controles administrativos que en las economías ‘capitalistas’ rigen para los gobiernos en las negociaciones con empresas privadas y organismos de financiamiento, como son la obligatoriedad de concursos públicos para otorgar contratos y la exigencia de que estos sean transparentes en sus procedimientos y regulaciones, así como en el destino y uso de sus fondos.
La laxitud de procesos institucionales de fiscalización y los poderes extraordinarios de los ejecutivos para la firma de contratos, características dominantes en estos regímenes, otorgaron amplias facultades para cerrar negocios millonarios y jugosas coimas a funcionarios, a cambio de ingentes ganancias al complejo estatal empresarial; una versión aggiornata del conocido capitalismo de Estado, ahora promovido a escala global por la economía china.
Conclusiones
Puesto en estos términos, el resultado electoral en Ecuador termina siendo crucial tanto para la definición del escenario geopolítico regional, como para la consolidación del ‘giro a la derecha’ de países y economías que como las de Brasil o de Argentina hacían parte del llamado ‘bloque progresista’ y que se inspiraban en los parámetros o paradigmas del “socialismo del siglo XXI”. Una derrota de Lenín Moreno significaría un golpe tal vez definitivo a esa línea política regional.
En cualquier caso, la significación del proceso y su posible desenlace abre una discusión fundamental para la región relativa a la definición de la misma semántica histórica y de sus conceptos fundamentales, los de izquierda y derecha, que siguen, a pesar que no se lo quiera, orientando los enfrentamientos ideológicos y políticos. Ya en la misma discusión electoral se aprecian estas redefiniciones; la llamada izquierda representada por Moreno, y la llamada derecha representada por Lasso, han modificado seriamente sus perfiles ideológicos y políticos al punto de que sus cartas así como sus mismos apoyos y sus coaliciones sociales de referencia, tienden a confundirse.
Ello se hace evidente en el caso del apoyo que la candidatura de Lasso ha recibido de la representación indígena o de las organizaciones corporativas de los educadores, antes firmes aliados y soportes de las posturas de izquierda; la recuperación a su vez, por parte de Lasso, de reivindicaciones radicales que antes hacían parte del discurso de la izquierda, como son los derechos de los pueblos frente al extractivismo minero, o la defensa de los perseguidos políticos por la denominada política de ‘criminalización de la protesta’ impulsada por el gobierno de Correa.
Si esto acontece con la derecha y sus reformulaciones ideológico programáticas, las cuales están por verificarse en el caso de que Lasso sea el vencedor de la contienda electoral, algo parecido acontece con la izquierda de AP, la cual por ejemplo, ha transformado su perfil ideológico al punto de impulsar con decisión líneas de política que antes eran seriamente criticadas y endilgadas a la derecha, como la firma de tratados de libre comercio, impulsado por el gobierno de Correa con la Unión Europea.
Igual se puede afirmar sobre los llamados ‘logros de la revolución’: en política de reducción de pobreza las cifras no son tan alentadoras como podría sugerirse y la tendencia es a su incremento mientras más avanza la crisis; igual podría afirmarse de la política de equidad, la estructura de reproducción de la riqueza no se ha transformado sustancialmente, los mismos grupos monopólicos han consolidado su presencia en la lógica rentista, al volverse ‘administradores eficientes’ de la masa de capital que ha fluido por las estructuras del sistema de la economía; no se ha producido una ampliación y diversificación del cuadro empresarial ni se ha avanzado en construir valor agregado, en una economía que sigue en sus líneas fundamentales siendo de carácter primario exportadora.
Tiene razón Atilio Boron; las elecciones del 19 de febrero fueron, efectivamente, una circunstancia crucial para definir el rumbo no solo de la política ecuatoriana sino también de la región. De repetirse en la segunda vuelta el resultado del 19F, se dificultará develar esta lógica de retroalimentación de la corrupción generada por la impunidad. La victoria de la candidatura de Lasso permitiría, en cambio, romper esta conexión, o al menos abrir la posibilidad de hacerlo. Desde esta perspectiva, el resultado de la elección de segunda vuelta es de alta relevancia no solo para el Ecuador sino para América latina, ya que de su desenlace depende el reforzamiento o el debilitamiento del sistema regional de corrupción.
La única posibilidad de debilitar o reducir a control esta conjunción entre impunidad y corrupción, solamente podría darse mediante una radical reingeniería institucional, que recupere el principio y la práctica de la división e independencia de las legislaturas y de la administración de justicia, de su sujeción a la voluntad del modelo hiperpresidencialista dominante en estos regímenes.
Esta aparece como una línea de entendimiento a la cual pueden confluir posturas tanto de las derechas como de las izquierdas, es ello seguramente lo que explica el apoyo a la candidatura de Guillermo Lasso por parte de sectores de izquierda y de la socialdemocracia. Es este el posible punto de confluencia que se requiere para lograr un frente político que permita la salida de la crisis y el enfrentamiento a la corrupción. Una línea de política que sería deseable aparezca también de entre las filas de AP, para detener o neutralizar la deriva neopopulista que la figura paternalista y dadivosa de la candidatura de Moreno parece definir y consolidar.
Existen muchas batallas aún por librar en el continente para detener y erradicar los gérmenes y las estructuras que reproducen la corrupción; los gobiernos que se autodenominan de izquierda han sido los adalides, en esta última década, en la construcción de estos sistemas institucionales; es de esperar que sean las izquierdas aquellas que demuestren capacidad de autoobservación y asuman con rigor su necesaria autocrítica.
En el caso de la victoria del oficialismo en Ecuador, el escenario futuro no es para nada alentador, el control de las instancias de justicia y de los organismos de control por parte del ejecutivo será aún más férreo, porque ahora se trata de ocultar o administrar la impunidad de funcionarios seriamente comprometidos en los procesos de corrupción denunciados. El triunfo del continuismo significaría la consolidación y blindaje del modelo político hiperpresidencialista que priva de autonomía a los organismos de control y debilita los mecanismos administrativos de rendición de cuentas.
Si la victoria en cambio es de la oposición, la tarea será ardua, en particular en acometer un proceso de reforma político institucional que solamente podrá darse mediante una Asamblea constituyente que introduzca radicales reformas en el actual diseño constitucional, tarea que exige un esfuerzo por acumular consensos para lograr una amplia participación ciudadana que presione a los actores políticos en esa dirección. El resultado del 19F expresa este nivel de maduración de una oposición que tiene diversas vertientes tanto de izquierda como de derecha; una reivindicación de recuperación de la democracia y de la institucionalidad por parte de un espectro plural de actores políticos. Este parece ser el desafío más importante de las elecciones del próximo 2 de abril.