Por el Comité de familiares amigas y amigos de la gente presa
04 julio 2014
El nerviosismo nos desborda, no logramos creerlo, el panorama se dibuja sombrío, el desasosiego ronda por pabellones y pasillos de la cárcel de El Inca, cientos de mujeres deberán dejar atrás sus hijhos, sus pertenencias y medios de vida, todo aquello que con tanta dificultad consiguieron, debido a los inminentes traslados de la Cárcel de El Inca al Centro Regional de Cotopaxi. La incertidumbre sobre el destino de las criaturas inunda el ambiente.
Desde los años ochenta, el Ecuador se une a la moral norteamericana del combate contra el narcotráfico, trayendo como consecuencia treinta años de encarcelamiento de mujeres, de feminización de la delincuencia. Como en tiempos de la inquisición, y so pretexto de que las vendedoras de pócimas ilegales inducen a la juventud al mal, los prejuicios más conservadores del orden instituido impulsan la cacería de brujas. Son ellas, las señaladas por los medios de comunicación y el Estado como malas mujeres, irresponsables, que se embarazan para librarse de la ley, pasando por alto que, hasta ahora, ninguna de ellas ha sido acreedora a las garantías constitucionales que son su derecho.
Bien sabemos que son las mujeres que habitan la fractura de la exclusión quienes con sus esfuerzos salvan las emergencias de todos los días, quienes asumen el trabajo de cuidar la enfermedad, dar la educación, la vivienda, el amparo y la protección que el Estado debería proveer. Son ellas quienes en las calles se arriesgan al comercio ilegal, enfrentan el chantaje y la persecución policial; quienes mientras dan de lactar y consuelan sus llantos, enseñan la supervivencia a sus pequeños o pequeñas en esta dura vida.
Al interior de las prisiones son ellas, con sus hijos afuera o adentro, quienes elaboran manualidades, lavan ropa, pasan noches enteras armando cajas para empresas multinacionales y recibiendo un centavo por unidad. La prisión es un lugar de sometimiento a la explotación laboral que impulsa la expropiación de la maternidad. Sin embargo, son ellas quienes se preocupan por saber si las familias sustitutas o las instituciones que asilan a sus infantes les dan suficiente de comer, les mandan a la escuela, les tratan bien. Desde la angustia, buscan mil maneras de solventar la separación familiar, pues bien saben que sin un lugar propio en el mundo sus hijas e hijos corren el peligro de perderse en las calles, expuestas y expuestos a todos los peligros.
Sabemos que la maternidad en la cárcel de El Inca ha implicado dividir las raciones de comidas entre hijas e hijos, compartir cama, encierro. Sin embargo, ha significado también el cuerpo a cuerpo, la cercanía de los afectos. En el 2008, horrorizado por la infancia que crece en las prisiones pero indolente ante las largas condenas que deben enfrentar las madres empobrecidas, el vicepresidente Lenin Moreno emprende el proyecto “Niños Libres”, entregando a familias ampliadas o sustitutas a infantes que han cumplido los tres años de edad. La ironía radica en que pese a los grandes esfuerzos estatales, los pequeños y pequeñas siguen escapando de asilos y familias impuestas para estar junto a sus madres, buscando quedarse con ellas, pues el vínculo afectivo es lo fundamental para el crecimiento y desarrollo de la identidad.
Avizoramos una crisis colectiva de la infancia, este nuevo traslado significa lejanía, posible callejización y abandono masivos de la infancia, criaturas sin madre; un nuevo despojo de la maternidad que hundirá en la soledad a los más desprotegidos, herida profunda en la relación de cariño entre las madres y sus pequeñas y pequeños: crueldad infinita. Nuestro temor no es vano, la promesa del gobierno de mejorar el sistema de rehabilitación social se ha convertido en la concentración de nuevas violaciones masivas y constantes a los derechos humanos.
Nosotras damos testimonio de la incesante desesperación que se sufre en los nuevos centros regionales. Damos cuenta de la escasez y baja calidad de alimentos, del cobijo y abrigo insuficientes; damos cuenta de la dificultad de comunicación, de la carencia de talleres para el aprendizaje de oficios, de trabajo, de educación, pero sobre todo de la restricción al tiempo de visitas. Es fundamental comprender que la tan renombrada rehabilitación y reinserción de las personas privadas de libertad no es posible si se destruyen los lazos que les hacen sentir parte del mismo del tejido social. ¡Confinamiento!, ¡martirio!, ¡encierro!, ¡pocas horas de sol! Sin una habitación para cocinar sus alimentos, ¿qué haremos cuando a nuestras criaturas les duela el estómago?, ¿cómo encontrarán el camino de regreso a sus madres aisladas en esos lugares remotos, cuando se cansen de sentirse recogidos en las instituciones de caridad social?
Nuestro testimonio es aquel que no quiere ser escuchado por las instancias del Estado, por la tibia Defensoría del Pueblo y su Mecanismo de Prevención contra la Tortura, que hasta ahora no se ha manifestado. Nuestro testimonio, es la evidencia de un mundo subalterno, desconocido, de terror penitenciario. Preguntamos acerca de la perversidad del diseño y la construcción de una ciudad entera para el castigo y con gesto de orgullo y dependencia colonial, nos dicen que se ha seguido el ejemplo del modelo penitenciario francés, del estadounidense. No es de extrañarse pues en estos países de políticas implacables se castiga a la gente negra, a nuestros migrantes y, en este último, existe cadena perpetua e incluso pena de muerte. Nos asalta la duda ¿Quiénes se enriquecen con todo el dinero invertido en la construcción de estos gigantescos infiernos?
Nosotras, la población superflua, que sobra, que no calza en sus modelos más que a través del palo y la pobreza, bajo el riesgo de que con nuestra protesta nos castiguen con más garrote o quitándonos el derecho a la visita, nos preguntamos ¿cómo calza esta nueva arquitectura del dolor en los planes del buen vivir? Quienes están en las prisiones no son los hijos de las élites, empresarios, dueños o administradores de trasnacionales, altos funcionarios del Estado sino los hijos e hijas de la desigualdad histórica.
Nuestros corazones palpitan, nos pesan. El futuro es incierto. ¿Deberán habitar nuestros pequeños y pequeñas estos centros de la infelicidad pura? ¿Dónde les dejaremos?, ¿con la abuela, la madre, la tía, la amiga? Todas ellas también empobrecidas. ¿Acaso con las familias impuestas por el Estado?, ¿en que nueva institución de caridad?, ¿con quiénes irán a parar?, ¿bajo qué condiciones? En esa cárcel incomunicada, ¿cómo hacer una llamada?, para escuchar de sus bocas ¿cómo están?, ¿qué les pasa?, para reclamar por los abusos que se comenten sobre ellas y ellos.
Nuevamente, la pérdida del control de sus circunstancias de vida se vuelve parte de la condena a nuestra pobreza. El Estado no entiende que los niños y las niñas necesitan se les garantice un mundo bueno, que después de los tres años ellas y ellos siguen siendo nuestras hijas e hijos porque donde quiera que estemos las madres seguimos siendo la añoranza humana del hogar. El Nuevo Código Penal integral prevé ocho años de sanción para adolescentes infractores. ¿Serán estas nuevas ciudades del castigo el futuro de nuestros hijos? La cárcel es matriz de la producción del dolor que se perpetúa por generaciones. Nuestros hijos e hijas, caras de la exclusión más radical, son quienes acumulan la injusticia y la violencia del Estado. La ciudadanía debe atreverse a pensar las razones del crecimiento penitenciario.
Exigimos justicia social, protección, amparo. Sólo así tendremos una sociedad libre de miedos y una ciudadanía segura. Exigimos que se permitan veedurías independientes que observen la actual situación penitenciaria sin restricciones, sin colocar la seguridad por sobre la humanidad de las personas. Exigimos que se garanticen todos los derechos, no sólo agua, luz eléctrica y natural, cobijo, educación y empleo digno para mujeres y hombres, pues legalmente estar preso o presa solo implica la restricción a la libertad física. Pero, sobre todo, exigimos que se reguarde el vínculo afectivo materno-infantil, y para ello es necesario se detengan los traslados penitenciaros de las mujeres privadas de libertad, pues, ¡no es posible tener pueblos libres, niños libres, sin madres libres! Es necesario entender que el encarcelamiento de las mujeres es el martirio de nuestra infancia, que otro modelo de desarrollo no es posible sin un futuro post-carcelario.
[…] Fuente: lalineadefuego.info […]
Una profunda reflexión. Vivimos un momento político y cultural sombrío. El modelo de la prisión es un indicador de lo sombrío. Lo humano en la escala inferior. La plebe, las mujeres pobres, son las que pueblan las prisiones. Es decir las excluidas de siempre. Pero lo más perverso es el ropaje del modelo, que más temprano que tarde serán hilachas.