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FIN DE LOS SOCIALISTAS: FRANCIA. por Jorge León T.


03 Octubre 2014

La imagen decía mucho. En la mitad de la página del periódico Le Monde, el presidente francés, F. Hollande, sin siquiera su sombra, solo, íngrimo, caminaba bajo la lluvia de la Plazoleta de la Prefectura. En una revista, su expresión patética contrastaba con la sonrisa a penas disimulada de su acompañante el nuevo Primer Ministro, M. Valls. Hollande cedió todo a Valls.

Francia se encamina a lo que se llama el “Social-liberalismo”, al realizar una que otra política “social” pero se impregna al gobierno, en particular su política económica, de las ideas del liberalismo económico. No necesariamente al punto de lo que fue T. Blair: el discurso “Laborista” al servicio del “neoliberalismo” a la Tacher.

Hollande expresaba la soledad de un entierro; más allá de un derrota de lo que ha sido el P. Socialista, acaso en su soledad figuraba no sólo asumir la caída previsible de los socialistas en las venideras elecciones, sino un cambio de época que puede llevar al fin de los socialistas franceses. Valls quiere inclusive eliminar el nombre socialista del partido y no hacer más referencia a una corriente de izquierda. Puede ser también, el fin de una época de Francia; le tocó el turno de la “desregulación” y de la “flexibilización” en serio, pues, ha sido un mundo muy ordenado por la acción del Estado en la protección de la persona y de su economía. Francia es primero un Estado ordenador, segundo protector, hasta en el menor detalle, para hacer realidad el Estado de Bienestar, el cual mucho le debe a los socialistas. Su economía que fue la 5ta en el mundo mucho se benefició de todo un sistema de protección. El sistema funcionó por varias generaciones.

La derecha quiso “neoliberalizar” a Francia, pero había barreras sociales, culturales, políticas, defensas institucionales y de las mentalidades que lo limitaban. Ahora, el polo clave que lo frenaba cambia de orientación y hace un golpe de timón para volver aceptable que el Estado no puede seguir asumiendo tanto gasto de subvención social, tanta burocracia y que sin reducción del gasto público que implica impuestos varios a las personas (memos ahorro y consumo) o a las empresas (más costos, menos ganancia), la economía francesa que ya no es la 5ta sino la 8va o la 9na del mundo, no podía seguir siendo el peso pesado en Europa tras la Alemana. El social-liberalismo es así la puesta al día en las reformas “liberales” hechas por la izquierda, como en China lo hace el “comunismo” para adentrarse en el más burdo capitalismo, con casi cero Estado de Bienestar; o como en América Latina los gobiernos identificados de izquierda (Cuba no es la excepción) compiten ahora por reducir las políticas de equidad a un simple gasto generoso de redistribución de la riqueza en servicios caros y subvenciones, paralelamente a las concesiones a la empresa, empezando por las extractivistas. Tantos años y discursos de condena al capital para retomar su vía sin barrera real al frente, pues se esmeran en destruir a los contestatarios y el sentido de alternativa.

Que no se puede gastar sin garantizar las fuentes (entradas, ingresos) para tanto gasto, parece evidente. Que no se puede estirar los pies sino hasta dónde dan las sábanas igualmente. Pero en sociedad, el único camino no es el simple corte; o más aún, el camino y el cambio no vienen con el simple corte de los gatos públicos como los anglo-sajones y ahora los alemanes, con el Banco Central Europeo pregonan. A su vez, pretender que el crecimiento económico viene por el gasto público y que sin él todo se desmorona, como dicen los críticos a los primeros resulta otra simplificación. Los socialistas franceses habrían podido ser la innovación de una vía diferente, pero la derrota es clara. El principio de izquierda que gasto social no es contradictorio con crecimiento económico se desmoronó.

Lo sustantivo es que las recetas del pasado funcionan mal para un mundo tan integrado y con diferencias de condiciones de economías entrelazadas con manejos diversos, y es el marco decisivo. Sí, es otra época, no solo en Europa, de un mundo integrado internacionalmente, que impone apertura y menos protección, que ha hecho de la competitividad la nueva religión; a menos que se quiera construir sociedades y economías más centradas en sí mismas; que cada cual muestre interés en que su calzado o el pan diario o el medio de movilización inevitable no cuente con insumos foráneos. Ante esta realidad, los anatemas contra el capitalismo no hacen nada y las demonizaciones contra el capital financiero, al cual todo se achaca, terminan siendo retórica simple. El mundo es otro, acaso no captamos cual es, pero no es el que se pensó y racionalizó en teorías diversas en el XIX y se lo repensó en el XX, porque ha cambiado tanto que mal podemos enfrentarlo sin ver sus imperativos, pero tampoco es creatividad simplemente aceptar una sola visión de cómo enfrentar sus crisis y pequeñas crisis de déficits de caja y de consumo, de subidas y bajadas de crecimiento económico. Y, ante todo, es aún menos solución el resolver sus crisis reinstalando y peor aún valorizando la desigualdad social. El XXI es hasta ahora el que anula la victoria social del XIX y XX de haber reducido la desigualdad social.

Sin embargo, más allá de rehusar los hechos o de la adaptación de los intereses dominantes con las nuevas medidas económicas de gobiernos de todos los colores, lo llamativo es la ausencia de alternativa de izquierda. Pues, ésta reitera simplemente que no se puede realizar los cortes, que no serían la solución, y que el Estado en su desesperación de no alimentar la crisis económica no puede favorecer otra vez al capital financiero o a las empresas de mayor concentración del capital. Los verdes a su vez pregonan que la economía cualquiera sea, no puede continuar con la depredación de recursos naturales ni menos alimentando la destrucción del planeta, lo cual para algunos de los ambientalistas respondería a la lógica del capital. De una u otra manera, se concibe así frenos a las medidas que los gobiernos toman o se invoca otro mundo como meta sin que se pueda avizorar el camino para llegar a él, más allá de condenas al mundo actual y evocar posibles paraísos si no fuera lo que ahora es.

La izquierda es así, primero, una fuente de critica al sistema, pero en la vida política se requiere algo más que implica un programa con sueños y metas más viables y que puedan suscitar creación de proyectos de futuro.

Antes, la izquierda, desde que frente a la emergencia del capitalismo se constituyó en una búsqueda de alternativas, se definió a sí misma como un sistema alternativo a construir, es decir de un tipo de sociedad, de economía y poder, y no raramente de cultura. Por ahora, la izquierda está huérfana de esa visión e incrementa más bien esa concepción que todo reduce a la dinámica capitalista (el cine, el arte, la vida intima, la ciudad, etc..) y se considera radical por las sanciones al mundo del capital (como a la banca..) que evoca, compensadas con propuestas que se consideran alternativas porque se dicen diferentes. Pero en esto no se percibe que haya un sistema diferente o alternativo a construir, hay más bien demanda de diferencia, inclusive la afirmación de tener un toque de diferencia, lo que es otra cosa.

Las izquierdas europeas y aún más latinoamericanas se han vuelto simples “papá noeles” que pretenden tomar la riqueza y redistribuirla, sin que se conciba el construirla o concebir un nuevo sistema que en sí mismo sea más igualitario. En los hechos esto implica la acción de Robin-Hoods que no duran sino una corta navidad, el tiempo de terminar o destruir las fortunas del momento. No es un nuevo sistema la prioridad, éste implica una sociedad, una economía, un sistema de poder que a la vez generen nuevas economías, otras condiciones de vida, un sistema diferente de vida. El desafío como pensaban las primeras izquierdas de los últimos siglos, es un sistema alternativo a construir, pero debe ser pensado en la precariedad. El mundo del consumismo no es viable, es más tiempo de abandonar toda traza de las visiones de “papá noel y “robin hood” y concebir un mundo alternativo desde la precariedad. Resulta un contrasentido, o simplismo, esos discursos de ciertas izquierdas según los cuales no habría más pobres si se distribuiría la riqueza actual. Como si ese mana fuera eterno y como si eso fuera un sistema de sociedad alternativo. Vale insistir que este mundo no sería un sistema sustentable, lo cual debe ser una premisa de lo alternativo, no basta simplemente definir el milagro de un momento. Sacarse la lotería y ser generoso con la familia ampliada no hace sistema y al terminarse la fortuna circunstancial bien se puede regresar al pasado. Concebir el sistema alternativo que se inserta en el mundo actual, sin el milagro del decreto de una gran noche, es el desafío.

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