En los años 60 del siglo pasado, la confrontación entre católicos y protestantes era inclemente. Había curas que, frontalmente, acusaban a los segundos de ser impíos representantes del diablo en la Tierra. En más de un caso esta estigmatización se saldó con actos de violencia.
En el Ecuador agrario y atrasado de esos años había terreno para reeditar los enfrentamientos que en la Europa de los siglos XVII y XVIII se saldaron con guerras y carnicerías. Pero dos décadas después, la iglesia católica tuvo que admitir no solo la ampliación de la presencia del protestantismo en nuestra sociedad, sino la incómoda irrupción de innumerables sectas que distorsionaron el sentido de la religiosidad.
No obstante, la posmodernidad forzó cambios ineludibles. Uno de ellos fue la tolerancia –y luego el diálogo– entre religiones. El ecumenismo se impuso como una nueva forma de relacionamiento entre las iglesias históricas, es decir, entre aquellas congregaciones confesionales con principios sólidos, con doctrinas coherentes, con estructuras formales y reconocimiento público. Las sectas de cualquier color quedaron excluidas de este acuerdo tácito.
En este nuevo contexto, la Iglesia católica ecuatoriana, mayoritaria, tuvo que aprender a moverse entre la universalidad de la fe y la condena al sectarismo. Ventajosamente, los diálogos entre cultos diferentes encontraron preocupaciones comunes, a tal extremo que varios problemas sociales y económicos transversalizaron por igual a las distintas iglesias. Por ejemplo, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, la migración, el desempleo.
La forma de responder a estos problemas definió posturas ideológicas particulares. En muchos casos, miembros de la iglesia católica podían sentirse más cercanos a miembros de las iglesias protestantes que a sus propios condiscípulos. Las diferencias entre iniciativas avanzadas y conservadoras respecto de ciertos asuntos fueron obvias. Basta citar la condena a la deuda externa, al capitalismo salvaje o a la depredación ambiental para encontrar estas diferencias, con frecuencia irreconciliables.
Podría decirse que la teología de la liberación también tocó, a su manera, a ciertos sectores de las iglesias protestantes y en ese proceso de sensibilización política tendieron puentes con sus homólogos católicos.
Pero en la ofensiva en contra del matrimonio igualitario parece que esas diferencias desaparecieron, pese a que, en principio, deberían provocar también una ubicación distinta en el plano ideológico porque se trata de la reivindicación de unos derechos civiles que cuestionan la imposición punitiva y discriminatoria de los grupos más retrógrados de la sociedad.
Sin embargo, las iglesias católicas y protestante decidieron confluir en una cerrada defensa del concepto de familia más convencional y estática. Se acaban de alinear con una cruzada moralizadora incompatible con la contemporaneidad, con la diversidad y con la democracia. Juntas convocan a las mismas expresiones de rechazo al matrimonio igualitario.
¿Tanto pesan los prejuicios sexuales que obligan a cerrar filas a estas dos comunidades religiosas alrededor de una postura cuya intransigencia linda con una condenación digna del más férreo oscurantismo?
*Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum – Cuenca. Ex dirigente de Alfaro Vive Carajo.