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LA REVOLUCION BOLCHEVIQUE ¿REVOLUCIÓN DEL CAPITAL O CONSTRUCCIÓN DEL SOCIALISMO? Por: David Chávez*

25-10-2017

Primero es comer, después la moral.

Primero ha de poder también el pobre

Comer del gran pastel, no lo que sobre.

 

Bertolt Brecht

Frente al triunfo de la Revolución Bolchevique Kautsky hacía una pregunta inquietante: ¿es la primera revolución socialista o la última de las revoluciones burguesas? La pregunta es válida a pesar de los intereses reformistas de Kautsky. Y lo es precisamente porque esa revolución configuró el sentido histórico del «corto siglo XX», como fue llamado por el historiador Eric Hobsbawm, tanto que bien podríamos decir que ese fue el ‘siglo de la Revolución’. Pero también lo es porque este centenario se celebra luego de la derrota del proyecto social abierto por aquella revolución.

Esa dualidad de auge-crisis, triunfo-derrota, ascenso-fracaso, emancipación-opresión, etc., es prácticamente un signo distintivo de los procesos revolucionarios del siglo XX. La Revolución Bolchevique dio lugar a un tiempo histórico que configuró una verdadera ‘épica de los pobres’ y simultáneamente creó posibilidades históricas para la mundialización del capital. Un tiempo que hizo convivir el sentido de la insurrección de los oprimidos con el de la construcción de un orden social disciplinado y jerárquico. Son infructuosos los intentos por separar esas dicotomías y hacer del ‘lado bueno’ o el ‘lado malo’ de la revolución socialista la ‘verdadera naturaleza’ de aquella experiencia social para depurarla de ‘desviaciones’, ‘distorsiones’ o ‘malos entendidos’.

Una de las manifestaciones de esa dualidad ha sido señalada por el filósofo Slavoj Žižek, se trata del contraste entre el proceso revolucionario triunfante, la ‘toma del Palacio de Invierno’ y el ‘día después’, el inicio de la construcción del nuevo orden social. Zizek piensa que en nuestros días, la reflexión central para una izquierda que busque la reconstitución de un proyecto revolucionario es el segundo momento. Mi interés en estas líneas se centra en ese momento. La Revolución Bolchevique es la primera revolución triunfante que se plantea un proyecto socialista, es decir, la construcción de una sociedad nueva, conducida por los trabajadores y los campesinos, que llevaría a la superación de la opresión de clases y la desigualdad social. ¿Qué significó eso en términos de las relaciones sociales que surgieron de semejante tarea histórica?

Algunas pistas vienen de una fuente inesperada. César Vallejo cuenta en sus diarios de viaje que una cita con Yeva, miembro de la juventud femenina comunista, le obliga a esperarla en la calle, fuera de su hotel, en medio de una helada lluvia otoñal. Ella le había advertido que su pertenencia a la juventud le impedía entrar a un hotel a buscar a un hombre. Pero Vallejo nota que no es una conducta aislada, una rígida disciplina moral en sus relaciones sociales en la Rusia revolucionaria y, lejos de ser una herencia de la moral de la época zarista, es enteramente nueva, corresponde al nuevo orden soviético. «La revolución –dice Vallejo- necesita a veces un exceso de transparencia en las relaciones sociales, como medio de estimular con sanciones objetivas y ejemplarizantes el espíritu naciente del nuevo hombre moral.» Son los últimos años de la década del veinte, más de diez años han transcurrido desde el triunfo de la Revolución de Octubre. La crónica de Vallejo sugiere que los bolcheviques entendían perfectamente algo, lo suyo no era solamente una ‘revolución política’, se trataba de una ‘revolución social’ y eso implica transformar el fundamento mismo de todo orden social: la dinámica de la interacción social, las estructuras, pero –sobre todo- la dimensión práctica de las relaciones sociales.

Sin embargo, ese intento por instaurar un nuevo orden podría no representar otra cosa que el derrumbe de las relaciones sociales tradicionales frente al surgimiento de relaciones capitalistas. Una de las explicaciones recurrentes de este fenómeno es la tesis del «capitalismo de Estado», es decir, la idea de que en la URSS y los países socialistas no hubo ningún socialismo, sino la reproducción del orden capitalista en una variante histórica que se funda en el control estatal absoluto. Los teóricos de la Escuela de Frankfurt fueron de los primeros en plantearlo. Particularmente Max Horkheimer fue quien sostuvo –retomando algunas tesis de Engels- que la forma social que asumiría el capital en sus etapas más avanzadas sería monopólica, lo cual conducía inevitablemente a fusionar al capital con el Estado, el monopolio estatal del capital – y su forma política totalitaria- vendría a ser la forma depurada de esa tendencia del capitalismo. Se trataría del paso de los capitales particulares al capital general como forma social ‘realmente existente’, de ahí que la gestión burocrática totalitaria se asemeje tanto a la gestión corporativa de las empresas monopólicas. En suma, la forma política más desarrollada del capitalismo es el «Estado autoritario».

Siguiendo la interpretación de Horkheimer se diría que en la experiencia del «socialismo real» tuvo lugar el paso de sociedades con fuertes rasgos pre-capitalistas a sociedades capitalistas en su fase monopólica, saltando la etapa del ‘capitalismo liberal’. La centralidad de la ‘intervención política’ y su forma específicamente autoritaria serían el resultado de esta peculiar condición histórica. Es lógico suponer, entonces, que las relaciones sociales que se fueron configurando en este proceso fueron de tipo capitalista. De modo que, en la estructura básica de las relaciones sociales lo que se reprodujo fue una forma específica de la contradicción capitalista de clase. Esta es precisamente la tesis propuesta por el filósofo y economista Charles Bettelheim en su trabajo La lucha de clases en la URSS. Tanto Horkheimer como Bettelheim coinciden en la extendida noción de que en el «capitalismo de Estado» la burocracia pasa a cumplir las funciones de la burguesía y subordina a la clase trabajadora.[1]

A pesar de su popularidad estas interpretaciones parecen insuficientes. Todo parece responder a la «personalidad autoritaria» de los líderes del Partido y del Estado. Exploremos otras posibilidades explicativas. ¿De dónde viene la descomposición del mundo tradicional y la emergencia del mundo social capitalista? Pues de la expansión de las nuevas relaciones sociales surgidas del crecimiento de esa milenaria institución que es el mercado. Pero, el mercado tiene una especificidad histórica inédita en el mundo moderno: su universalización como estructura de organización de las relaciones sociales. Este ‘mercado universal’ tiene un doble carácter paradójico. La primera paradoja es más general, la universalización moderna del mercado viene de la mano del capitalismo que es el «anti-mercado» como lo definía con lucidez Fernand Braudel. La segunda, más específica de realidades capitalistas periféricas como la rusa, esa expansión mercantil se deriva de la lógica de acumulación del ‘capitalismo antediluviano’ –para decirlo con Marx esta vez- es decir, de la formas del capital comercial, financiero y rentista, no del capital productivo. No olvidemos que el capital controla la vida social de modo hegemónico cuando ocupa la estructura de producción de la vida material. Estas paradojas son las que dejan el espacio abierto a la política moderna, en particular, al Estado. Ocurre siempre, siempre el capital necesita del Estado. La intervención política estatal –entendida como disputa y ejercicio del poder legitimado en la moderna ‘esfera pública’- es la otra gran fuerza de universalización de la sociedad capitalista.

Hay que mirar a la compleja dialéctica capital-Estado para ensayar interpretaciones sobre la revolución social en el mundo capitalista. En la Revolución francesa, por ejemplo, las relaciones sociales burguesas se hallaban restringidas al angosto mundo burgués, el Estado absolutista parece haber logrado un equilibrio entre el viejo orden aristocrático y esas ínsulas de vida burguesa. Los burgueses deciden intervenir políticamente y provocan el desmoronamiento de las viejas relaciones sociales empujando la expansión de las nuevas relaciones burguesas. Lo que no está del todo configurado en la vida material –aún no plenamente una sociedad capitalista en este plano- se moldea en las formas políticas.

Volvamos sobre la pregunta de Kautsky y los teóricos del «capitalismo de Estado». ¿La Revolución Bolchevique es la versión rusa de la transformación social burguesa? La experiencia de Vallejo insinúa que no, ahí estaba ocurriendo algo diferente. Las dos grandes revoluciones de la modernidad capitalista se parecen mucho en un aspecto: la importancia de la intervención política para la reconfiguración de las relaciones sociales, pero –al mismo tiempo- se distinguen enormemente en el carácter de esa transformación. Los bolcheviques echan mano de una especie de “creatividad política radical”, exacerban las posibilidades de creación, buscan instaurar las nuevas relaciones socialistas ex nihilo. Pero no solo eso, la revolución soviética se ve enfrentada también a la necesidad de liberar y expandir las relaciones sociales capitalistas. La deriva de la Revolución en el siglo XX radica en esa pasmosa contradicción: desplegar relaciones capitalistas y crear relaciones socialistas. Para las sociedades del llamado «socialismo real», enfrentar esa profunda contradicción constituyó el centro de su configuración histórica, los avances democratizadores y las gestas heroicas, las tragedias y las atrocidades parecen responder a las colosales dificultades de semejante tarea.

Podría haber una respuesta diferente que parece dar cuenta de esa compleja situación. Y es que los propios bolcheviques prestan atención a la dualidad contradictoria que el proceso tiene desde sus primeros años. Como bien apunta Ernest Mandel la preocupación de Trotsky acerca de la «revolución permanente» deja ver que estaban conscientes de los límites severos que la construcción del socialismo tenía en sociedades que, producto del «desarrollo geográfico desigual» tenían un escaso desarrollo capitalista. Tanto él como Lenin, al decir de Mandel, sabían que la tarea era desarrollar las condiciones de reproducción de la vida material del capitalismo al mismo tiempo que las formas sociales del socialismo. El intelectual ecuatoriano Alejandro Moreano, en su libro El Apocalipsis perpetuo, lo explica de modo brillante: la cuestión central radica en que la experiencia social de los países socialistas en el siglo XX supuso una enorme paradoja histórica que –en cierto modo- revertía la convencional formulación de Marx sobre la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción. Como es harto conocido, este planteamiento señala que las fuerzas productivas, en cierto punto, avanzan mucho más lejos que las relaciones sociales de producción y es entonces cuando ocurre la revolución social que libera las nuevas relaciones sociales ya contenidas en la ‘vieja sociedad’. Según Moreano, en la URSS y los países socialistas ocurrió lo contrario, el intento por crear las nuevas relaciones sociales socialistas iba más allá del desarrollo de las fuerzas productivas que tenían un carácter capitalista. Se puede decir que la belleza trágica de la revolución del siglo XX proviene de esa paradoja.

Si se piensa en la Unión Soviética se puede decir que la trayectoria histórica que se traza de los soviets al «comunismo de guerra», a la NEP, a la colectivización estalinista, al postestalinismo y a la perestroika, puede explicarse desde esa dialéctica de las relaciones sociales. Una posibilidad es decir que las etapas ‘sovietizantes’, ‘colectivizantes’ o ‘estatizantes’ responden al predominio de las relaciones socialistas de producción, mientras que las ‘liberalizantes’ e ‘individualizantes’ a la preeminencia de las fuerzas productivas capitalistas. Es más, se podría concluir que, al final del día, estas últimas terminaron por derrotar a aquellas. Sin embargo, hay un equívoco fundamental en una interpretación así: no es posible separar a fuerzas productivas de relaciones de producción. Si observamos detenidamente el modo en que Marx lo entiende, se puede ver que la estructura de relaciones sociales capitalistas es contradictoria debido al contraste entre la tendencia a la «socialización del trabajo», con las consecuencias de una expandida productividad del trabajo, y la necesidad de «producción de plusvalor». Esto dista mucho de ser una mera formulación ‘economicista’, es el contraste entre una tendencia democrática hacia la igualdad y otra despótica –«despotismo de la fábrica» le llamaba Marx- que se sostiene en la opresión de clases y la desigualdad social.

El «socialismo real» es la respuesta más excéntrica y radical a esa contradicción porque ensaya su posible superación. El intento por ‘crear’ nuevas relaciones socialistas al mismo tiempo que se desarrollan las relaciones capitalistas consiste –en realidad- en la generalización de las relaciones sociales capitalistas pero en una dinámica inversa, mientras en el capitalismo prima la «dictadura del capital» o el «despotismo de la fábrica», en los países socialistas predomina la socialización del trabajo. El estatismo y la violencia autoritaria se derivan de allí, el Estado sustituye al mercado y al monopolio corporativo en la expansión de las relaciones capitalistas, es cierto, pero no sólo eso, también busca que ese proceso se sustente en la socialización del trabajo. Sus límites son el resultado de que esa socialización no puede desprenderse de la relación social fundamental del capitalismo: la relación salarial.

El impresionante proceso de ‘socialización universal del trabajo’, que para Marx es la condición para la emancipación definitiva del trabajo y la enajenación, descansa en un hecho fundamental: la progresiva expansión del «trabajo objetivado», del capital que se materializa en máquinas, herramientas, etc. Por este motivo, esa socialización siempre está subordinada a la explotación que le impone el capital. Los países socialistas buscan subsanar la falta de «capital objetivado» con el otro lado de las fuerzas productivas, el «factor subjetivo», la fuerza de trabajo. Esa que puede entenderse como ‘narrativa heroica’ de la «acumulación originaria socialista» alude a esa particular condición histórica. De cualquier modo, este proceso se distingue sustancialmente del desarrollo capitalista ‘normal’. El capital estatal no es igual al capital monopólico privado, de lo contrario no se explicarían de ningún modo los avances sociales de los países socialistas y las enormes diferencias en cuanto a la estratificación social en relación con los países capitalistas desarrollados. Es sencillamente absurdo suponer que la concentración de riqueza de la burguesía mundial es comparable a los privilegios de la alta dirección del Estado o el Partido en los países socialistas.

Las distintas posiciones y movimientos que se piensan a sí mismos como ‘nueva izquierda’ han tenido enormes dificultades en reconciliarse con la tradición revolucionaria del siglo XX. Repetir las acusaciones liberales contra la experiencia del socialismo real ha sido la tónica. A los cien años de la Revolución Bolchevique conviene volver a ver sobre esa experiencia haciendo un esfuerzo por interpretar su complejidad, sus luces y sus horrores, para dejar de avergonzarnos y recobrar la capacidad estratégica de los revolucionarios del siglo pasado, reconocernos en la ‘imaginación política’ de Lenin y los bolcheviques.

[1] Es importante decir que cuando Bettelheim hace su investigación –en los setenta- sobre la URSS, distingue la situación de este país respecto de la de China y Cuba. De acuerdo a este autor, en estos países no estaría ocurriendo lo mismo que en la Unión Soviética.

*Docente Universitario

Director de la Escuela de Sociología y Ciencias Políticas de la Universidad Central del Ecuador

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