El País
Hace una década quien atravesaba la provincia de Santiago del Estero, en el noroeste de Argentina, podía ver kilómetros y kilómetros de tierras llanas y áridas, con arbustos, cabras y niños en la carretera vendiendo tortugas. Años después en esos mismos campos olía a quemado: ardía la vegetación y se advertían humaredas allí y aquí. Era el primer paso que daban los nuevos terratenientes para despejar la tierra y después plantar allí soja transgénica, resistente a climas menos húmedos. Este desplazamiento de pequeños campesinos que llevaban décadas viviendo en parcelas sin título de propiedad por grandes inversores del negocio agrícola no es patrimonio exclusivo de Santiago del Estero sino un fenómeno mundial.
En la última década, en todo el mundo han sido vendidas unas 203 millones de hectáreas, un tamaño cuatro veces mayor al territorio español y suficiente para cultivar alimentos para 1.000 millones de personas, precisamente el número de hambrientos que en la actualidad cobija el plantea, según ha denunciado esta semana Oxfam. Más de la mitad de esas operaciones con tierras agrícolas, unas 106 millones de hectáreas, ha sido protagonizada por inversores extranjeros en países en vías de desarrollo con graves problemas de inseguridad alimentaria, según la organización no gubernamental. “Dos tercios de estos inversores prevén exportar lo que producen, en muchos casos cultivos destinados a la producción de biocombustibles”, añade Oxfam.
La ONG no está en contra de la gran inversión en agricultura, pero reclama que se respeten los derechos de los campesinos que han vivido en sus tierras de generación en generación, aunque muchas veces carezcan de títulos de propiedad. “Un punto clave es si la inversión fomenta la producción de alimentos para su comercio en los mercados locales. Es fundamental analizar si esa inversión refuerza o perjudica los derechos sobre la tierra y otros recursos relacionados de la población local más vulnerable”, reclama Oxfam, que también pide que estos grandes proyectos creen empleo de calidad y respeten el medio ambiente.
“Esta compra masiva de tierras sin precedentes no ha sido regulada o legislada de forma adecuada, de manera que sea posible evitar el acaparamiento de tierras”, advierte la ONG. En los últimos años, algunos países han intentado introducir controles a las transacciones de tierras a gran escala, en algunos casos, con el objetivo de evitar la extranjerización del recurso. Son los casos de Brasil, Argentina, Mozambique, Laos, Tanzania, Indonesia, Papúa Nueva Guinea y Camboya. En Argentina, por ejemplo, el Gobierno difundió el pasado jueves datos parciales del relevamiento que está haciendo sobre la nacionalidad de los propietarios de las fincas: el 2,7% de las 278 millones de hectáreas censadas, es decir, unas 7,5 millones, pertenece a extranjeros. En este país una ley de 2011 ha prohibido que las empresas o ciudadanos foráneos cuenten con más del 20% del territorio de un municipio, una provincia o del país entero, pero no fija límites a la concentración de la propiedad de los argentinos.
Más allá de ciertas regulaciones en determinados países, la situación en general es otra y aún en esos sitios donde se ha regulado tampoco se ha solucionado definitivamente el problema. “Las personas que viven en la pobreza continúan siendo expulsadas de sus tierras, a menudo de forma violenta, sin haber sido consultadas o sin recibir compensación alguna. Muchas pierden sus hogares y se ven sumidas en la miseria, sin tener acceso a la tierra de la que dependen para comer y ganarse la vida”, describe Oxfam la situación global.
En los países pobres, cada seis días se vende una superficie de terreno del tamaño equivalente a toda el área metropolitana de Madrid (1.700 kilómetros cuadrados) a inversores extranjeros. Oxfam calcula que las adquisiciones de tierra se triplicaron durante la crisis de los precios de los alimentos de 2008 y 2009, momento en que la tierra empezó a considerarse una inversión cada vez más rentable. Los alimentos han vuelto a encarecerse en la actualidad hasta alcanzar cotizaciones máximas.
En Liberia, en cinco años el 30% de la superficie del país ha sido objeto de transacciones de tierra. En Honduras, el conflicto por la tierra en la región del Bajo Aguán se ha saldado con 60 víctimas mortales hasta el momento. En esa región, en 2009 la Corporación Financiera Internacional, el brazo del Banco Mundial para financiar al sector privado, concedió un préstamo de 23 millones de euros a la empresa de aceite de palma Dinant. Ante acusaciones de las organizaciones locales sobre violaciones de los derechos humanos y desalojos forzosos provocados por la inversión de Dinant, el Defensor del Pueblo del Banco Mundial encargó en agosto de 2012 una auditoría para analizar en profundidad el apoyo de la CFI.
No es el único caso en el que el Banco Mundial está acusado de financiar proyectos que presuntamente violarían el derecho a la tierra. Ha recibido otras tres quejas formales en Latinoamérica, 12 en la región Asia-Pacífico y cinco en África.
El Banco Mundial es un actor importante en materia agrícola. Ha elevado sus préstamos al sector desde los 1.900 millones de euros en 2002 hasta los 4.600/6.100 millones en 2012. Estos créditos incluyen aquellos dirigidos a los grandes inversores agrícolas, pero también a las iniciativas a favor de la reforma agrícola, como los proyectos que Oxfam ha reconocido como positivos en México, Indonesia o Ruanda. El Banco Mundial celebrará del 12 al 14 de octubre en Tokio su reunión anual y por eso la ONG ha aprovechado este momento, con apoyo de escritores y artistas como Anjelique Kidjo, Gael García Bernal o Kristin Davis, para reclamarle que detuviese su política de financiamiento y asesoría a favor de la concentración de tierras. A finales del año pasado ya la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, según sus siglas en inglés) había alertado sobre el acaparamiento y la extranjerización de la propiedad rural en Latinoamérica