28 abril 2014
Los movimientos conservadores están de regreso, y otra vez se alimentan de una religión de antes y de nacionalismo primario. No sólo es Reagan o el Tea Party en Estados Unidos que obligan al ya conservador partido Republicano a competir en quien afirma mas el pasado o Provida o tantos Partidos Conservadores en los gobiernos que son más conservadores que los de antaño, o la extrema derecha europea que se enraíza y hace gala del nacionalismo chauvinista de aquel que llevó a la segunda guerra mundial. La fuerza del neo-conservadorismo es que tiene nuevos atuendos de moderno y reivindica el futuro, antes de nada porque se vuelve parte de programas y acciones de partidos o de personas y organizaciones que antes se veían en garantes de lo contrario.
Ya no es sólo en el mundo islámico que en nombre de dios se quiere normas, gobiernos y sociedad a imagen del creyente que hipotéticamente vive según algún precepto divino, quiere sanciones para los que no son de su parecer y ve la amenaza a su sociedad en la presencia de los que no piensan ni son de su mismo origen. Crecen aquí y allá los grupos que quieren más ritos y textos sagrados antes que ética, o moral para el creyente que en principio define su comportamiento por exigencias religiosas o su nexo con la divinidad. Si esto se viviera en la privacidad sería parte del simple pluralismo social pero ahora todos quieren que el Estado y los gobernantes estén de su lado. El aborto que ha suscitado tanta organización, empuje del Vaticano y pasión, por ejemplo, al límite sirve de pretexto para justificar este envión conservador que gana a más gobernantes y organizaciones sociales.
De los diversos y fundamentales procesos para la convivencia social que están amenazados en esta creciente neo-conservadora, sobresalen el laicismo y los cambios sociales que se construyeron en los 60 y 70 europeos y norteamericanos.
Lentamente, en efecto, se desmonta la consolidación y valoración del individuo en tanto persona independiente, más allá de su pertenencia a una familia o de las herencias del pasado de sus antepasados; estuvo en particular en juego una verdadera revolución que significó que la mujer se liberé de ser simple reproductora, que salga del hogar, se gane un espacio en la sociedad pública y pueda no ser presa del matrimonio que era un círculo antes infranqueable para ella. No por azar una reivindicación del feminismo, el que fue con letras mayúsculas, sin miedos y con la certeza de tocar cuerdas sensibles y decisivas en la sociedad, afirmaba que el cuerpo de la mujer le pertenecía a ella, no a la familia, no al marido, ni menos a la sociedad.
Hoy con tanta facilidad, políticos y organizaciones de la sociedad consideran que esta revolución, de fondo en la sociedad de los 70, es secundaría, que no es tema de los importantes y no saben jugárselas frente a las corrientes y medidas que quieren volver la mujer al hogar, en lugar de cambiar al hombre a que participe de las responsabilidades familiares, o que más simplemente no ven mal alguno que los cleros, del Islam a los cristianos de todos los rezos, consideren que la solución a todos los “males sociales” está en el regreso de la familia tradicional y del rezo; todo ello sin que ni por azar se invoque a los muy negativos impactos de la sed de consumo tan ritualmente instalada como normal, a los cambios que la mundialización o la descomposición de las redes y organizaciones de la sociedad y los partidos implican, o aún más se olvidan el valor de la organización barrial que crea vecindad o del sindicato o las exigencias patronales que trivializan así la condición de trabajador sutilmente favoreciendo los diversos regresos a la desregulación del trabajo que crean inseguridad a todos. Ese neo-conservadurismo es pues una salida por la tangente que no quiere ver lo que la sociedad actual y sus acelerados cambios en el mundo implican.
Lo mismo acontece con el laicismo; se lo devalúa paralelamente al uso político de la religión. Ya es desde luego caricatural, el uso y reivindicación de vírgenes, santos, Dios y el Papa, por los gobernantes venezolanos para dar credibilidad a sus posiciones. Pero más ampliamente, ahora, se pone al laicismo en segundo lugar, cuando los Estados y sociedades que sitúan creencias religiosas en primer término, acaban destruyendo la tolerancia, el pluralismo y la convivencia social, es pues una visión dogmática que tiende entonces a predominar por encima de la razón. Aquellos creyentes que saben diferenciar entre sus creencias y el derecho de los demás, creyentes o no, a definir sus vidas y convicciones en cuanto no se impongan a los demás, terminan siendo minimizados y desplazados por los conservadores.
Con que facilidad en Ecuador, asistimos a la instalación confortable de ese conservadorismo, lo cual fue tan notorio en el abandono de debate y contraposición ante su emergencia por los que ayer reivindicaban el laicismo y los cambios de los 70, “justificado” en que el presidente tiene sus ideas y que hace en cambio otras cosas, consideradas ahora “superiores”. Con que facilidad no hubo sino un muy simbólico gesto de contadas personas en AP para no aprobar una norma que ni siquiera admitía el aborto en caso de violación; la vida y la condición de la madre y en el futuro de la criatura no importaban.
El silencio y la ausencia de debate persistente y de fondo al respeto revela bien la facilidad con que el conservadorismo se hace espacio, cuando un laicismo adecuadamente asumido hace tiempos que enseña a diferenciar entre convicciones religiosas y responsabilidades públicas, que debería asumir un Estado para todos, pues es claro que un Estado laico no puede asumir ni defender credo alguno, y que por lo mismo un gobernante no puede hacer causa de Estado a los aspectos de su fé. Al contrario, hay intereses de Estado, no de su juego político, que deben primar, y que pueden estar en discordancia con lo que su clero define.
Estos aspectos configuran un marco general de vida, un sistema que se construyó luego de siglos de perseguidos, de muertes y guerras sin fin, de una ausencia de convivencia y de clandestinos que no lograban conciliar su derecho de ser y de pertenecer a algún lugar y país, pues alguna mayoría poderosa y fanatizada con su fé quería imponer su credo a como de lugar.
En Québec, en Canadá, acaba de ganar unas elecciones anticipadas el Partido Liberal, el mismo que perdió hace dos años, carcomido por la corrupción, la ausencia de ideas y propuestas, sin dirigentes dignos de respeto público; otra vez ahora hizo buena figura con un discurso socialmente conservador y demagógico. Hábilmente utilizó que el Partido Quebequense promovió una Carta de la Laicidad, para acusarlo de atentar a las libertades y querer imponer normas contra las minorías de la provincia francófona, porque al igual que en Francia consideraba que en las entidades estatales como en las escuelas públicas ni profesores ni alumnos debían promover ni ostentar signos religiosos. Como lo ha dicho un defensor de las ideas de laicidad en la provincia, (A.L.) “el debate perdió todo sentido de racionalidad, fue en realidad un choque cultural hábilmente usado en las elecciones y más ampliamente en la política, pues, la idea de la Carta fue tergiversada desde el inicio en un enfrentamiento entre una visión “republicana” (francesa), que quiere garantizar la libertad de cultos pero que el Estado sea completamente al exterior del juego religioso y por lo mismo, en los entes del Estado, en la escuela por ejemplo, no se promueva ni permita símbolos religiosos de nadie.
Al frente teníamos la tradición anglosajona que no capta este sentido y se fundamenta en otra visión”. “En la tradición anglosajona, en cambio, estos aspectos de religión no son del orden del Estado en relación a la sociedad, sino hacen parte de los derechos de las libertades y por lo mismo se ve como una amenaza que el Estado intervenga en ello”, inclusive para garantizarlos pero reglamentando su funcionamiento, incluido en el espacio gubernamental. Choque de dos culturas que permite visualizar a maravilla que el laicismo, en franco retroceso, tiene ahora dificultades a ser comprendido y defendido; no se ve la pertinencia a pesar del conservadurismo creciente. Plantear el problema ya suscita problema cuando en los hechos el neo-conservadurismo lo ha vuelto un tema indispensable a afirmar y definir.
Es raro que estas corrientes de recuperación del pasado y de negación de cambios de fondo en las condiciones de vida de cada cual o en las reglas de vida del pasado, puedan ser contrarrestadas o llegar a otra posición sin un claro debate de ideas y de construcción de renovadas definiciones para lo cual el debate es la materia prima, así como de actores en la sociedad que sepan encarnar las posiciones diferentes. Por razones políticas unos retroceden, otros por concepciones culturales o por evitar la confrontación prefieren el silencio o la simple salida por la tangente, lo cual es darle campo legitimado al conservadorismo. Con el tiempo pueden haber muchos arrepentidos, cuando una visión republicana del laicismo, para los pueblos que no son de la tradición anglosajona, ha significado el derecho a la convivencia gracias a la paz social que la definición de un Estado Laico implicó para que proteja a todas las creencias sin promover o defender ninguna.
De hecho, además de estos antecedentes, vale recordar que los países anglosajones han sido por lo general confesionales y tienen el predominio cultural de una tendencia religiosa, y las minorías que se han integrado como los judíos, han vivido la suya en una dinámica de minoría exótica. Un derecho al exotismo que, bien vemos hora, implica otras dimensiones cuando crece la presencia de creyentes que consideran indispensable promover su religión como la única buena o su número se multiplica y deja de ser un sector exótico que se asimilaría luego de una generación. Convivir con la diversidad cuando esta toma proporciones y no sigue la matriz anterior es otra cosa.
Si vemos a fenómenos de larga duración, podemos captar que del mismo modo que esta época de tránsito a algún sentido del siglo XXI deshace las conquistas de igualdad social consagradas en un Estado de Bienestar, también se tiende a devaluar las conquistas de la persona y los derechos de libertades, como en el pasado, por tendencias sociales que reivindican un orden antiguo de una seguridad narcisista de querer que todos comulguen del mismo modo de ser y actuar. Es contradictorio que esta afirmación del pasado o de lo que ya fue arcaico con el neoconservadurismo se lo haga precisamente en nombre de las libertades cuando se alimenta lo que las niega en nombre de la fé.
Que los neoconservadores no acepten más los consensos sociales de fines del XIX y del XX puede resultar comprensible, lo es menos que la gente que no reivindica el pasado siga el mismo camino. La izquierda en Québec le hizo coro a la derecha calificando de racista el hecho de prohibir esos símbolos religiosos, no en la sociedad, en el espacio de todos sino en los entes estatales. Fue pues un modo de olvidar que la laicidad republicana, en los espacios de fuertes confrontaciones religiosas y aún más etno-religiosas, permitió la integración de todos, la no discriminación y el derecho de ser y pertenecer a todos, a condición que el Estado no sea favorable a unos. Algo similar acontece con las izquierdas latinoamericanas que sin juicio de inventario reivindican ahora un Estado y gobernantes que hacen del catolicismo no una práctica personal o privada, sino política y pública. Retroceso de la razón que a la postre tiene otros ganadores en la sociedad más no a la izquierda. Revela a la vez la ausencia de visión de sociedad de una izquierda que sigue presa de la dicotomía ricos y pobres, nacionalismo e imperialismo. Pobreza de proyecto de sociedad que la vuelve primaria, fácil presa de los populismos, proclive a un neoconservadurismo.