29 agosto 2018
Pierdo el bus de las siete de la mañana y no hay otro hasta las once. Me toma por sorpresa dado que es día de feria y la feria de Simiatug, ubicada en el cantón Guaranda, provincia Bolívar, es grande, importante. Pero hay otro bus, me explica un chofer evidentemente ansioso por llenar su vehículo. Sale en cinco minutos, dice y me va a dejar cerca.
De ahí puedo tomar una camioneta que cuesta 50 centavos. No es ideal y no confío del todo en los motivos del chofer, pero está lloviendo, lo que también me sorprende dado que estamos a finales de julio y esto supuestamente es temporada seca, entonces quedarse esperando cuatro horas en el terminal sur de Ambato no parece la mejor opción. El bus finalmente sale una media hora tarde, pero no hay mucho sentido en quejarme. Son gajes del oficio, oficio sin mucho beneficio tengo que admitir, sobre todo cuando el principal medio de transporte es público.
El bus sube y sube – debemos estar a unos 3.500m – y es difícil ver dónde estamos debido a la niebla que oculta casi todo. El bus no tiene calefacción y hace tanto frío por dentro que por fuera. Pasajeros, principalmente mujeres indígenas, suben con sombreros, guantes y ponchos y se bajan en comunidades que están más cerca del cielo que la tierra, al menos en un sentido geográfico.
Llego a Simiatug unas dos horas tarde, pero dos horas antes de la llegada del bus de las once, lo que me hace contento. “Te estábamos llamando”, me dice Cornelia Kammermann, mi contacto principal en el pueblo, “pero no importa, ya podemos hacer las entrevistas que hablamos”.
De acuerdo, pero primero necesito un café y hay un restaurante básico frente a la Asociación de Mujeres Productores de Artesanías del Pueblo. Me sirven un café de frasco que solo cuesta veinte cinco centavos; sabe bien y calienta, cae bien después del frío del viaje.
Las casas que eran de los ‘mestizos’ se han caído en la ruina
Simiatug «La Boca del Lobo» no es un nombre para inspirar confianza, ni es difícil imaginar de qué se trata. Hace frío y viento aquí y mirando hacia abajo desde los dentados picos que rodean este pequeño pueblo de montaña, ubicado a unas dos horas al sur de Ambato, a una altitud de tres mil doscientos metros, es fácil imaginar cómo llegó a ser, pero no es la única explicación.
Para los indígenas del área hay otras: Shimijatun (pueblo desafiante y persistente) y Shimiatik (pueblo vencedor y rebelde) que para las personas de las comunidades ubicadas en lo alto de las montañas tienen más sentido, a la vez un vínculo con una historia que preside a la conquista Inca que ellos resistieron.
Ahora, el nombre moderno de Simiatug es una derivación española, es el nombre de un lugar que en la época Republicana ofrecía poca alegría a los indios locales: un lugar dominado por una población mestiza que, junto con los principales terratenientes de la zona y la iglesia ejercían un dominio casi total sobre sus vidas. La ciudad era un lugar pavoroso y peligroso donde el nivel de racismo era extremo; ir allí equivalía meter la cabeza en la boca del lobo y la única alegría se encontraba en salir.
Una mayoría dominada
La población mestiza de Simiatug siempre fue eclipsada por la cantidad de indígenas que vivían en las colinas circundantes. En 1990 fuentes oficiales, disputadas por los propios pueblos indígenas, estimaron que unas siete mil vivían en las comunidades lindantes, mientras que el pueblo en sí tenía una población de alrededor de mil[i], pero importaba poco la discrepancia. Los testimonios de los antiguos residentes indígenas confirman que el poder estaba en las manos de unos pocos, mientras los muchos sufrían las consecuencias.
Dicen que el sacerdote local no tomaba la molestia de visitar a las comunidades indígenas locales porque lo consideraba una pérdida de tiempo, pero no dudaba en asegurar que todos pagaran el Diezmo, la Primicia y la limosna durante la misa que, por supuesto, estaban obligados a asistir.
Maria Etelvina Yanchaliquín, una activista residente de Simiatug, me dice que si las familias indígenas no aportaban con la limosna durante la misa, se les quitaban los sombreros y solo se los devolvían cuando pagaban. “No sé de dónde sacó mi abuelo el dinero para pagar; no teníamos nada, no sabíamos nada de dinero”. “Solo éramos pequeños – agrega- pero nos colgamos de los sombreros como si fueran la vida misma”.
Dada su experiencia, no sorprende que Etelvina no sea ningún fan de la Iglesia. “La iglesia vivía explotando a la gente”, dice con algo de amargura. “Ellos recibían la Primicia diciendo que era para Dios, pero la vendieron para ellos mismos. Los indígenas llegarían humildes con la ofrenda y los mestizos comprarían todo, poniendo ellos mismos el precio, diciendo que no les dieran los costales de arveja y frejol, entonces irían al infierno.”
No es la única que cuenta esta clase de historia. Otros han descrito la condición de los pueblos indígenas en la zona como una forma de esclavitud, hecho solo posible se imagina debido a que, incluso en los años setenta y ochenta, el área permaneció aislada del mundo exterior. José Pío Eusebio Sigcha[ii], hombre mayor que sufrió durante esos años, recuerda que:
“Ellos (los mestizos) decían: a nosotros tienen que respetar, no deben ser resabiados, mal hablados, directamente ellos ordenaban, entonces todo era una vida tan maravilla para ellos (…) y en la Feria de Simiátug, llamando a cada uno le decían: ¡Cuidado, no se juntarán con esa gente porque es peligrosa, viendo que así siguen reuniendo, han de venir los gringos a quitar sus tierras, sus casas, hasta guaguas les han de ir quitando, esto es comunismo, organizando ellos ya no han de querer respetar a nosotros!”
El problema principal, explica, fue que: “Todos vivíamos en un atraso y a más de eso, tranquilos solamente culpando a Dios, diciendo ´así ha sido mi mala suerte de vivir de esta manera´. Todos pensábamos que esto era normal, pensábamos que por ser indios somos destinados a vivir así, todo conforme de lo que un mestizo le trataba mal. No podíamos decir nada si de repente alguien decía algo, ellos tranquilamente pegaban y sobre eso le mandaban a la cárcel, cobraban sus buenas multas y soltaban al siguiente día”.
Difícil imaginar, por tanto, que haya llegada de sorpresa cuando la mayoría indígena finalmente hizo sentir su presencia. El mismo, José Pío Eusebio observa que los mestizos se iban a la misma rezando que los indígenas no se organizaran y eso es lo que pasó. Una serie de ‘levantamientos’ desde los años sesenta en adelante y un cambio progresivo en las actitudes generales hacia los pueblos indígenas, condujeron al creciente poder de los pueblos originarios.
En 1968, hartas del constante maltrato, unas cien familias que trabajaban tierras de la hacienda Talahua, perteneciente a la familia Cordobés, se organizaron y en el marco de la Reforma Agraria fueron adjudicadas unas 35.000 ha. Fue un logro histórico, sin embargo, y como podría haberse imaginado, no era el final de la historia; los dueños reaccionaron y a través de unas maniobras sucias lograron revertir el proceso. Las comunidades se encontraron con solo 2.000 Ha., pero en 1980, liderado principalmente por Manuel Cornelio, marido de María Etelvina, la organización Runacunapac Yachana, protagonizó una ocupación de la hacienda durante tres meses. Se resolvió el problema.
Este evento, entre otros, condujo a que en los años ochenta, Simiatug se convirtiera en un punto focal no solo del movimiento indígena, sino de movimientos revolucionarios como el MRT (Movimiento Revolucionario del Trabajador) y el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario), la teología de la liberación de la Iglesia Católica y organizaciones internacionales de ‘desarrollo’.
Todos estaban convencidos de que Simiatug representaba un lugar ideal para apoyar y promover un cambio claramente necesario. La ciudad y las comunidades locales se convirtieron en un símbolo de la lucha por la justicia y el reconocimiento de los derechos indígenas, y en el terreno de prueba de teorías y prácticas de desarrollo, organización y educación popular. A su turno periodistas y documentalistas se interesaron en pueblo y sus problemas. Y la presencia de una ciudad largamente olvidada comenzó a crear olas en la conciencia nacional.
La condición de la mujer
Me casé cuando tenía 18 años, comenta María Etelvina mientras hablamos en su pequeño predio en Simiatug, entre los gatos, perros, gallina y unos pocos chanchitos. “Mi esposo, Manuel Cornelio, era un rebelde, un luchador; había visto tanta miseria y humillación que comenzó a ir de comunidad en comunidad señalando a la gente que no tenían que vivir dominada y humillada.
Los indígenas de aquí no teníamos ni presencia ni poder en ese tiempo y las mujeres menos aún. Las niñas fuimos discriminadas desde la infancia y como mujeres éramos de poca importancia; estábamos en el peldaño más bajo, solo los hombres valían. En una reunión familiar”, cuenta Etelvina. “Las mujeres solíamos comer sentadas en el suelo mientras los hombres se sentaban en los asientos. Los hombres comían con cucharas, nosotras usábamos las manos. Entonces sí, las cosas han cambiado para las mujeres. Ahora podemos hacer y ser muchas cosas: médicas, veterinarias, agrónomas, pero en aquellos tiempos no teníamos derecho alguno”.
El cambio viene, pero a veces llega lento, aunque en estos días las mujeres indígenas de aquí están claramente mejor tanto económicamente como en términos de los derechos y su lugar dentro de sus propias familias y comunidades, todavía hay camino por recorrer. Al igual que muchas comunidades indígenas, Simiatug y sus alrededores todavía son tradicionales y los hombres siguen dominantes[iii]. Etelvina aún usa la ‘de’ para denotar su estado de casado. Sin embargo, es luchadora y su hija, la única mujer en un grupo de siete hijos, actualmente estudia para convertirse en agrónoma.
“Qué una joven tenga oportunidades como las de la hija de Etelvina fue casi inimaginable cuando yo llegué aquí en los años ochenta”, dice Cornelia Kammermann, una voluntaria Suiza que llegó a Simiatug, y que se quedó. “Cuando vine aquí, la condición de las mujeres era casi medieval”. Le dio iras y decidió hacer lo que pudo para cambiar la situación. Junto con el Padre Sandro Chiecca, párroco de Simiatug, Cornelia comenzó a trabajar con las jóvenes más avanzadas de las comunidades. Pretendían asegurarse de que al menos estas tendrían la oportunidad de estudiar, calculando que así el cambio permearía a las comunidades y llevar a una mejor educación y mejores condiciones de vida para todas las mujeres.
Pero la dificultad no solo radicaba en la falta de educación, sino también en la falta de dinero. Simiatug es la tercera parroquia económicamente más ‘pobre’ de la provincia de Bolívar[iv], que en turno es la tercera provincia más pobre del país y como en toda situación de pobreza, las mujeres sufrían más. Una avenida para superar la carencia fue la producción de artesanías: las canastas, shigras y tapices que las mujeres de la zona siempre habían producido.
En 2014 se formó una Asociación de Mujeres Artesanas, Tejedoras[v] y Granjeras – la Asociación de Producción y Comercialización SIMIATUG LLAKTA – cuyo objetivo es mejorar las condiciones de vida de las mujeres en Simiatug y las comunidades circundantes. Es un proyecto independiente y comercial, dice Cornelia: los beneficios sociales provendrán del trabajo y los ingresos que reciben las mujeres. La Asociación comenzó con 13 mujeres locales que se interesaban en trabajar de manera colectiva. Actualmente el grupo funciona en tres niveles: primero las mujeres que tejen con hilo de algodón de color o con la paja que ellas mismas cosechan, secan y tiñen. En la senda fase esta materia prima se utiliza para fabricar productos terminados tales como zapatos de moda, bolsos, mochilas, guantes de cocina, delantales, etc. El tercer nivel es la distribución y la venta.
El negocio de la artesanía
En el mercado, dos hombres con costales grandes trabajan por separado comprando las shigras que las mujeres de las comunidades vienen a vender en Simiatug cada miércoles. Ellos dicen representar una fuente de ingresos y estar ayudando a las mujeres a vender artesanías que de otra forma no encontrarían mercado. En parte es cierto.
La Asociación de Mujeres Artesanas sabe colocar una gran cantidad de artesanías a nivel nacional, y a un precio razonable para las productoras, pero la producción supera a la demanda. Hay unas 1.400 mujeres artesanas en el área, cuenta Cornelia y la Asociación solo tiene la capacidad para trabajar con unas 600. Y es ahí donde entran los forasteros. “Vienen de lugares como Otavalo, Ambato o Guayaquil y toman nuestra materia prima”, protesta Cornelia. “Es frustrante no poder usar todo lo que las mujeres de las comunidades producen y darles un rendimiento decente, y por eso tener que ver a estos tiburones entrando y comprando a precio de huevo”.
Es el otro lado de la moneda. Los forasteros que vienen aquí para comprar Shigras pagan muy poco por ellas, sobre todo si se considera el tiempo necesario para producir estas bolsas tejidas a mano. Luego las revenden a talleres de marca. Escucho a varias mujeres entregando por tres o cuatro dólares bolsas que debían haber tomado días en elaborar.
Le pregunto a una mujer claramente muy pobre, cuánto quiere por el bolso que pretende vender. Siete dólares, me dice de forma tentativa, a lo mejor pensando que voy a regatear, ofrecerle menos, ya que siete probablemente representa el doble de lo que hubiera recibido del ‘comprador’. Le doy el dinero y ella se aleja rápidamente con su niño pequeño, mirando hacia atrás furtivamente, quizás por miedo de que me cambie de opinión. Es casi trágico. Es definitivamente desgarrador.
Si bien la cantidad de dinero que la Asociación recauda no basta para trabajar con todas las tejedoras, aun cuando hubiera no es que vender artesanías sea exactamente una ocupación lucrativa, incluso en las mejores condiciones. Se trata de lo que el mercado aguante, en otras palabras, lo que la gente pagará en una tienda donde el precio del producto original es en el mejor de los casos, un 50% más alto y en algunos casos mucho más. Esas tiendas tampoco se encuentran por todo lado, solo en ciudades como Cuenca, Quito y Guayaquil, el número es limitado.
María Ángel Asaz es una de las mujeres comprometidas con el proyecto de Simiatug Llakta. Junto con su marido y una persona más trabaja en un pequeño taller en el centro del pueblo. Aquí convierten la materia prima – los bordados y shigras producidas por las tejedoras – en productos terminados que la Asociación puede colocar en el mercado. Cuando intento conversar con ella apenas logro meterme entre la gente y las máquinas. Mejor más tarde, me dice y fuera del taller. Parece razonable.
Es joven y de soto voce, pero no es ninguna sumisa tradicional. Representa la nueva generación de mujeres de aquí que tienen ideas propias y la fuerza de ponerlas en práctica; es el resultado quizás de los años de resistencia indígena y el apoyo de gente como Cornelia. Vive en una de las comunidades alrededor del pueblo y cada día camina una hora para llegar y regresar del taller. Viene trabajando dos años en el proyecto con su esposo, que dejó su oficio anterior de sastrería para las esperanzas del negocio de las artesanías.
Lo que les animó, explican, fue ver que las compañeras de las comunidades no tenían donde vender sus Shigras y pensaron que podrían ayudar. No pudimos dejarles sin trabajo dicen. Cuando les pregunto cómo va el negocio, dicen que sí, las ventas están en aumento, pero no tanto como quieren o quizás esperaban. Faltan más sitios en donde vender, ofrece María Ángel.
Le sugiero que con la economía actual en modo austeridad, no está mal. Van en contra corriente. De todos modos está convencida de que el trabajo de la Asociación ha ayudado a mejorar el nivel de vida de las mujeres y familias de la zona, aun cuando la mayoría sigue siendo pobre, de ingresos bajos. Ella estima por ejemplo que una mujer tejedora de shigras podría ganar unos $20 al mes.
Según Cornelia la respuesta es exportar, abrir mercados en el exterior, en los países europeos sobre todo, en donde la clase de artesanía producida en Simiatug es más preciada, pero no es una opción fácil. Los productos que veo en el taller de María Ángel y en la tienda de la Asociación son bien hechos y atractivos, de alta calidad y por tanto no deben tener tantas dificultades en ser vendidos en el exterior. El problema explica Cornelia, cuyo trabajo es encontrar mercados para los productos de la Asociación, es la distancia y la compleja logística implicada en la distribución. “Todo esto resulta en elevados costos de comercialización. Además” explica, “hasta ahora existe una falta de conocimientos sobre cómo acceder a nuevos mercados”.
¿Una salida de la Boca del Lobo o simplemente otro plan de desarrollo?
Es difícil saber si todos los proyectos de ‘desarrollo’ que se han lanzado aquí en Simiatug y en los alrededores durante las últimas décadas han tenido el efecto deseado. Es obvio, por ejemplo, que la mayoría de la gente aquí todavía es pobre y vive en lo que muchos llamarían ‘condiciones difíciles’. Tampoco se sabe si este nuevo proyecto de artesanías sería la respuesta definitiva. Si bien producir Shigras y otros productos a mano puede ayudar en un área donde los ingresos por persona a lo mejor no superan los ochenta por mes[vi] – difícilmente cambiará la situación de forma profunda. La mayoría de las familias aquí dependen de hombres que trabajan como jornaleros en ciudades cercanas o en la agricultura. Y el principal problema de la agricultura a pequeña escala es que rinde poco y no cuenta con el apoyo de un gobierno más interesado en agroindustria y las divisas que productos como brócoli, mangos o flores pueden traer para sostener una economía dolarizada.
Pero eso, tal vez, es ver la situación con un solo ojo. Uno de los aspectos más positivos de la Asociación y la creciente producción y venta de artesanías es que no solo trae ingresos a las mujeres, sino también sube su prestigio e independencia dentro de sus familias y la comunidad. El proyecto cambia la dinámica de las familias y da a las mujeres una voz que casi nunca tuvieron. Eso, me imagino, es lo que se llamaría un éxito.
También, en la parte de atrás de la tienda un horno está trabajando en secar las varias clases de hierbas que serán los ingredientes del PlantAndina, una alineo que la Asociación pretende vender a nivel nacional. Lo pruebo, pienso que podría funcionar. “Va a depender de algunas factores” dice Cornelia, “primero mejorar la maquinaria productiva, ojalá con la ayuda del Ministerio de Industrias y Productividad (MIPRO) y conseguir el Registro Sanitario del Ministerio de Salud Pública”. Es otro producto con posibilidades se me ocurre que con la dedicación y trabajo de las mujeres involucradas, apoyo institucional y un poco de suerte, tal vez hay, después de todo, cómo salir de la Boca del Lobo.
[i] Se estima que en la actualidad viven unos 14,000 personas indígenas, Kichwa hablantes, en Simiatug y 38 comunidades alrededores. Esto representa el 99% de la población del área.
[ii] 1986. José Pío, Eusebio Sigcha † LA HISTORIA DE MI COMUNIDAD, SEGUNDO CONCURSO DE TESTIMONIOS, CEDEP, 1987 https://bit.ly/2N3jowA
[iii] No es implicar que el resto del Ecuador, o el mundo en general, es un paraíso donde existe igualdad de género y el pleno respeto por los derechos de la mujer sus derechos.
[iv] Según el censo de 2010 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC): ‘de acuerdo al cálculo de pobreza por Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), in la existe un 99% de personas que viven en hogares en condición de pobreza…. El acceso a servicios básicos tiene el siguiente comportamiento: un 68% de viviendas cuenta con servicio de energía eléctrica de servicio público, el 47% se abastece de agua mediante red pública y un 25% lo hace de pozo y un 26% mediante río, vertiente, acequia o canal y apenas el 7% cuenta con servicio de alcantarillado’. https://bit.ly/2C2Xy8m
[v] Tejer y hacer canastas no es nuevo, Las mujeres de Simiatug se dedican a producir artesanías desde hace mucho tiempo. https://bit.ly/2PeqhbK
[vi] INEC 2010
Estuve en Simiatug hace unos cinco años. La dinámica que describes es la misma que la evidencié. La convicencia poco armoniosa entre los habitantes mestizos e indígenas es tan ostensible como la pobreza que se pasea por todo el territorio.
Encuentro que si bien el empeño por aprovechar los canales de comercialización es interesante, no deja de ser marginal. Después de tantos años de la presencia de esta organización que apoya a las mujeres, son tan exiguos los resultados que, quizá la salida no sea apostar al gran comercio. Es lamentable que justamente la casa con la mejor infraestructura sea la que pertenece a la comunidad salesiana y, que las mujeres que laboran allí, manteniendo los huertos o sirviendo a los turistas, mantengan unas condiciones tan precarias en sus propias viviendas.
Tanto la casi ausente dotación de servicios básicos como el deterioro del paisaje no han sido consideradas problemáticas que requieran una preocupación real, entonces, surge la pregunta, cómo abrir nuevos mercados cuando la gente carece de agua potable, alcantarillado o recolección de residuos sólidos, cuánto más van a esperar a que las entidades competentes les asignen los recursos necesarios para mejorar sus condiciones de vida, qué tan posible sería un canal de riego, entre otras.
Mientras no se resuelvan cuestiones de fondo como la propiedad de la tierra o la pobreza estructural, difìcilmente la desigualdad de género podrá ser confrontada. Por otra parte, a veces el afán por adentrarse en el mercado tiende a distraer a las comunidades de temáticas trascendetales como la equidad, la reforma agraria, el fortalecimiento organizativo, la lucha por la disponibilidad del agua o las demandas históricas del movimiento indígena…
Espero que Simiatug no se convierta en otra Salinas de Guaranda, en donde por cultivar hongos, se plantaron pinos sin tomar en cuenta los efectos ecológicos adversos de esta especie sobre los ecosistemas y el agua;o donde viviendas preciosas de barro fueron reemplazadas por paredes grises de bloque y techos de cinc, que la cuestión sea mejorar las condiciones de vida y no la imposición de un modelo de “desarrollo” arbitrario que nada tiene que ver con la realidad.
Ojalá que los pajonales sean protegidos y no terminen convirtiéndose en pastizales exóticos, que las mujeres y sus hábiles manos continuen tejiendo no solo sus maravillosos atavios sino también el tejido organizativo.