Opinión, Revista Semana. <www.semana.com>
05 January 2013
¿Quién va a atreverse a decir, por ejemplo, que la DEA, la Drug Enforcement Agency de los Estados Unidos, es la organización más corrompida y corruptora del universo?
A mediados de diciembre del año pasado – cuánto tiempo hace ya, y por lo visto ya nadie se acuerda, o nadie se dio cuenta – fue firmada la carta potencialmente más importante del último medio siglo. Una carta en la que unos cuantos responsables políticos (dos presidentes en ejercicio, Juan Manuel Santos de Colombia y Otto Pérez de Guatemala, y otro que ya iba de salida de su cargo, Felipe Calderón de México) y unos cuantos irresponsables (los que cuando mandaban en sus respectivos países no hicieron nada al respecto, como Carter y Clinton de los Estados Unidos, el mexicano Fox, el brasileño Cardoso, el polaco Walesa), así como varios intelectuales, un cantante y dos astrónomos, y, en fin, gente que por fin ha recuperado la sensatez, dicen que la guerra universal contra las drogas ha fracasado.
Es evidente. Y era obvio desde el momento en que fue declarada en 1961, hace ya más de 50 años, por la Convención Única de Estupefacientes de las Naciones Unidas: no era necesario esperar a ver sus resultados, porque se conocían de antemano y de sobra los de la igualmente insensata prohibición del alcohol en los Estados Unidos entre 1919 y 1933, cuando el presidente Franklin Roosevelt tuvo la sensatez de impulsar su revocación. Esa prohibición generó en ese país no solo la más grande corrupción de su historia, que ya es decir bastante, sino la existencia de una mafia criminal organizada como no había existido nunca.
Y mucho cine, eso sí. Tal vez dentro de otros 50 años Colombia pueda enorgullecerse de haber producido excelentes series de televisión sobre el narcotráfico.
Dice más la carta cuya principal promotora es, sea dicho de pasada, una extravagante aristócrata inglesa que se hizo personalmente una trepanación del cráneo con una broca eléctrica para tener en forma permanente la sensación de expansión mental que procuran drogas como la mescalina o el LSD?, dice más la carta. Firmada, vale la pena señalar, únicamente por occidentales, pese a que en Oriente también están prohibidas las mismas drogas: pero no la firman chinos, ni árabes, ni hindúes, ni rusos; del Japón, solo la inevitable Yoko Ono. Dice también la carta que la guerra contra las drogas no solo ha fracasado, sino que “ha tenido inmensas consecuencias involuntarias y devastadoras a nivel mundial”.
Devastadoras, sin duda. Involuntarias, no sé. No creo que se pueda calificar de “involuntaria” una consecuencia completamente previsible y que fue prevista por muchos, como fueron todas las que tuvo la prohibición. Que fueran ilegales las drogas de consumo masivo implicaba las mafias, los presos, la adulteración del producto, la corrupción de aduaneros, policías y políticos. Y los muertos, claro.
La carta dice que eso ocurrió “especialmente en los países productores y de tránsito”. No lo creo. Dicen eso los firmantes, a sabiendas de que no es cierto, porque ellos mismos provienen en su mayoría de países productores o de tránsito, y quieren hacerse perdonar esa circunstancia por los consumidores: como si el mercado de la droga fuera uno de oferta, y no de demanda. Pero ¿quién va a atreverse a decir, por ejemplo, que la DEA, la Drug Enforcement Agency de los Estados Unidos, es la organización más corrompida y corruptora del universo?
No. Los firmantes se atreven a firmar, pero no a acusar ni a señalar con el dedo. Aunque saben que es del lado de los consumidores donde está la culpa: no solo por el consumo mismo, que es el motor del problema, sino porque fueron los gobernantes de los países consumidores los que inventaron la prohibición.
La carta concluye diciendo: “es el momento de actuar”. Pero no han actuado.