De tanto en tanto, vuelve a la discusión la relación entre los movimientos sociales y la política. Ahora también. Sabido es que el gobierno de Correa no podría haber existido sin los 25 años de resistencia al neoliberalismo emprendido por los movimientos populares; una lucha extensa entre cuyos productos estuvieron dificultar la aplicación del modelo neoliberal y –lo que acá nos interesa particularmente– la politización de la conciencia social. Se construyeron así elementos de politicidad autónoma, quizás uno de los hallazgos más importantes de la lucha popular.
Ahora bien, lo característico del correísmo es que, apenas estabilizado en el poder, emprendió una lucha frontal contra la politicidad popular. Allí, por ejemplo, los constantes discursos de Correa para devolver la política al escenario puramente electoral (“si quieren hacer política, armen un partido político y participen en elecciones”, viene a decir a cada rato). Allí la búsqueda de deslegitimación, de control, de división, de cooptación, de persecución y, en último término, de destrucción de los espacios que el pueblo movilizado había construido para generar sus propias formas de politicidad: las organizaciones y las luchas.
Como muestra un botón: en el marco de las últimas movilizaciones sociales, el ministro de Relaciones Laborales, Carlos Carrasco, salió a decir que las organizaciones sindicales no deben participar en política. Vale recordar que una de las primeras acusaciones del gobierno y de sus intelectuales contra los movimientos sociales fue la de “corporativismo”… ¡y resulta que cuando las organizaciones rebasan ese horizonte, el gobierno quiere a la fuerza devolverlos a la jaula corporativa!
(Valga una pequeña digresión sobre esta cruzada contra el corporativismo que, en su momento, fue presentada como marca de fábrica de una “izquierda moderna”. La misma cantaleta fue utilizada por los neoliberales cuando comenzaron su guerra contra los sindicatos, en la época de Margaret Thatcher; pero la acusación viene de más atrás: entronca con la afirmación del liberalismo y de los Estados capitalistas. Como dice Bolívar Echeverría (Bolívar Echeverría, prólogo a Estado autoritario, de Horkheimer, p. 14): “En nombre de la abolición de los gremios y las corporaciones, los liberales dificultaron la asociación de los trabajadores, aunque finalmente no pudieron impedirla”.)
En este breve artículo veremos cómo dos momentos de ascenso de la lucha social dieron origen a dos experiencias de politicidad autónoma de las clases populares. La politicidad autónoma es fruto de la lucha social y, al mismo tiempo, condición para que esa lucha avance, se extienda, se profundice y se radicalice; por eso los gobiernos burgueses (incluidos los gobiernos populistas, como el de Correa) pugnan por deshacerse de ella. Uno de los ejes centrales de los conflictos sociopolíticos de hoy es justamente ese: lo que está en juego es si el gobierno de Correa logrará aplastar los elementos autónomos de politicidad popular, o si el pueblo, en medio de su movilización y de sus luchas, podrá sostener sus espacios propios de construcción política y su espíritu autónomo.
Las huelgas del Frente Unitario de Trabajadores (1981-1986)
La implementación del neoliberalismo comienza en Ecuador en 1981, cuando asume Oswaldo Hurtado tras la muerte de Jaime Roldós. En poco tiempo esto produjo un “desencanto con la democracia”, que acompañaría todo el período neoliberal: Es que el “retorno a la constitucionalidad” había logrado una rápida y amplia adhesión de la mayoría de la población gracias a la promesa de cambio social que aparecía con la cara de políticos jóvenes que ofrecían modificar la “vieja política” que dominaba antes del paréntesis de los regímenes militares de la era petrolera. Dos promesas parecían concretar el cambio ofrecido: por un lado, el mejoramiento de las condiciones de vida, cumplido, en cierto sentido, con el incremento salarial de 100%, de 2.000 a 4.000 sucres por mes y la creación de dos nuevos sobresueldos (bien que con las reservas de Roldós); por otro lado, la democratización de la sociedad, que parecía cumplirse con el impulso a la organización popular y a la participación social.
Pero la imposición del modelo neoliberal echó por tierra estas conquistas sociales tan rápidamente como se habían obtenido. La respuesta social provino inicialmente del movimiento sindical. El Frente Unitario de Trabajadores (FUT), conformado entonces por las tres centrales sindicales más grandes del país (CEOSLS, CTE y CEDOC –luego CEDOCUT–) convocó a lo que sería una serie de huelgas generales que, en un inicio, lograron la adhesión (y no completa) del movimiento sindical pero que, luego, e inesperadamente, concitaron la participación activa de una amplia gama de sectores sociales, especialmente urbanos.
La ampliación de la base social de la protesta fue acompañada por la politización del movimiento, que reclamaba igual la democratización de la sociedad (una “real democracia”, frente a la que se había develado como “falsa”) que del movimiento popular que se iba constituyendo al calor de la movilización (buscando que los sectores populares no obreros que se habían sumado a las acciones de protesta se incorporen al FUT) y del propio movimiento obrero (exigiendo que las dirigencias nacionales se adecúen a los planteamiento que iban adelantando desde las bases los sindicatos de fábrica, y que se den pasos reales y efectivos hacia la conformación de una Central Única de Trabajadores). El movimiento de politización que empujaba desde abajo no se detenía allí: los trabajadores y las trabajadoras que se movilizaban en las huelgas fueron desarrollando la conciencia de la necesidad de crear ellos mismos la unidad política de los trabajadores, emancipándose de la tutela política burocrática de los partidos de izquierda. “Ustedes crían que estaban construyendo sus partidos”, nos dijo más tarde una obrera, “y no se daban cuenta de que nosotros estábamos construyendo la unidad de los trabajadores”.
La formación del movimiento Pachakutik (1994-1995)
El movimiento Pachakutik comienza a formarse en 1994, quizás un poco antes, a iniciativa de la Conaie, la principal organización indígena, que rápidamente consigue acercamientos y adhesiones con otras organizaciones populares de distinto tipo: trabajadores públicos, moradores urbanos, grupos cristianos, ecologistas. Pequeñas organizaciones de izquierda radical se sumaron también al proyecto. Tras la derrota de las huelgas del FUT, el modelo neoliberal se había impuesto como política de Estado, aplicado más allá de los gobiernos. Su implementación parecía arrasar con el capitalismo desarrollista y con su Estado al mismo tiempo que con las redes sociales y con toda resistencia popular.
Pero, tras de las apariencias, el campo político se iba trastornando: la legitimidad del sistema político y de la democracia formal se estaba carcomiendo de modo ineluctable, aunque por entonces aún no lo parecía. No obstante, el propio surgimiento de Pachakutik era un síntoma, porque expresaba que los instrumentos políticos que pretendidamente realizaban la intermediación “natural” entre la sociedad y el Estado, ya no podían cumplir a satisfacción con esa función. Al propio tiempo, el enflaquecimiento de las intermediaciones políticas era una seña del debilitamiento de la democracia. Y éste, a su vez, no era sino la consecuencia de la crisis de hegemonía de la clase capitalista que (parafraseando a Trotsky) “dominaba, pero no dirigía” a la sociedad. Pero esto sería un proceso largo, que demoraría aún una década en manifestarse en toda su crudeza.
Además otro elemento del campo político se hallaba en crisis: los partidos de izquierda, que sumaron crisis sucesivas de las distintas corrientes, determinadas, en unos casos por la incapacidad política de enfrentar la democracia burguesa desde una perspectiva de transformación revolucionaria; en otros casos, por haber caído en la rutina parlamentaria del sistema político; en otros por los efectos de la caída del muro de Berlín. Finalmente, por las derrotas de las luchas sociales, que dejaron a la izquierda “en el aire”, sin el anclaje social que le da vida.
En este vacío de representación política los movimientos sociales buscan generar su propia expresión política, impulsados por el descontento que causaba la implementación del neoliberalismo y por el empuje que significaba el proceso de autoconstitución del movimiento indígena.
Si eso expresaba Pachakutik en su ascenso, también sus crisis reflejan las vicisitudes que atraviesan los procesos de politización popular. En un primer momento, las disputas internas expresaron la pugna de sectores “políticos” que buscaban controlar la dirección por encima del movimiento social. En un segundo momento, expresaron la resistencia del movimiento indígena de someterse a esas directrices “externas”, en la medida en que, más allá de las debilidades políticas, se afirmaba un proceso de autorepresentación política de lo social. Finalmente, en un tercer momento, expresaron las dificultades de mantener aglutinado al conjunto de la movilización social de resistencia al neoliberalismo, lo que sería el prólogo del aparecimiento de Alianza Pais como proceso de reconstitución de la hegemonía burguesa sobre el pueblo (pero esto ya es motivo de otra reflexión).
Politicidad subalterna vs. politicidad autónoma
Las experiencias brevemente reseñadas muestran momentos de construcción de la politicidad popular desde la dinámica de los movimientos de protesta y de las posibilidades de confluencia que presenta la movilización social. La movilización y la confluencia generan un tipo específico de politicidad que es fundamentalmente distinta de la politización generada desde la reproducción normal de la sociedad y de los instrumentos que componen su campo político.
La politicidad que se amolda a la reproducción normal del campo político y de la sociedad en su conjunto, se imposibilita de remontar sus límites y se condena, en el mejor de los casos, a contribuir, incluso con reformas, al remozamiento de las formas de dominación
Por el contrario, la politicidad impulsada por la movilización autónoma se convierte en un movimiento profundamente democrático, porque busca la democratización tanto de la sociedad cuanto de las expresiones representativas del pueblo. Pero, al mismo tiempo, se trata de un movimiento que no se detiene en la reforma de la democracia burguesa.
Debe entenderse, en este marco, que ambas politicidades conviven en lucha al interior de los propios movimientos populares y de sus vicisitudes. Es en este sentido que entendemos la potencialidad contrahegmónica de los movimientos populares; o, en otras palabras, su capacidad de constituirse en contrapoder. ¿Por qué? Porque esta nueva politicidad es, en cierto sentido, coyuntural, pues únicamente se despliega en coyunturas específicas de ascenso de la protesta y de la lucha social. En otro sentido, en cambio, es estructural, en la medida en que expresa una imposibilidad de la democracia liberal representativa: la de sellar completamente la separación entre lo social y lo político.
Fotos: diariomeridianoec.com; ICC.org.ec