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LOS RIESGOS DE LA GRAN REGRESIÓN Por Horacio González *

Página 12

02 diciembre 2014

 

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¿Siguen vigentes las antiguas denominaciones de izquierdas y derechas? ¿Permanecen las clases sociales que imperaron en el mundo moderno clásico? ¿Son conflictos más importantes los que nos legaron los tiempos ya antiguos, los de la máquina de vapor y el telégrafo? ¿O los que se insinúan ahora, contemporáneos a los tiempos del 4G y el “triple play”? Si en un caso se mantenía perfectamente discernible una estructura social de propietarios y de “los que sólo poseen su fuerza de trabajo”, en el otro los usos culturales se califican creando categorías que aluden menos a la producción de mercancías que al consumo de símbolos. Y se llamará incluidos o excluidos a los que se incorporan o se desafilian o aún no han conseguido ser contemplados por los artefactos tecnológicos de conexión social. Palabras como “los pobres de la tierra” de José Martí, son sustituidas en la misma y noble intención reparadora por expresiones como conectividad e inclusión, o conectar igualdad, que cuando se pronuncian juntas ejercen una respetable percepción que relaciona un concepto central de la revolución técnica (la globalización informática) con otro del pensamiento político clásico (la igualdad).

Dándole un giro inopinadamente existencialista, muchos utilizan la expresión “precarización” para señalar las condiciones habitacionales, laborales y educacionales negativas, pero, según los casos, acentuándose más o menos el sostenimiento o “achicamiento” de la denominada “brecha digital”. En esos casos, se habla de la disparidad entre precarizados en la esfera laboral o en modestas meritocracias del proletariado white collar de las corporaciones, que sin embargo están titulados y participan del mundo de la “conectividad”, aunque con el carácter agrietado de los que ven a diario cerradas sus oportunidades. Muchos de ellos son los que producen los actuales movimientos de insatisfacción urbana, combinándose un macizo de temas que adjuntan muchas reivindicaciones progresistas (sobre el transporte, por ejemplo), con soterradas epistemologías del miedo (la inseguridad, la corrupción, la inflación).

En tiempos en que las guerras y las tecnologías hacen aparecer como lejanos, los pensamientos sobre las necesarias gratificaciones de los productores sociales solían calificarse con la cuestión kantiana pero también marxista de la satisfacción de “intereses”. Pero la satisfacción surgía no sólo de superar la precariedad social, sino de modificar las estructuras de la historia. Parecía claro que la construcción del mundo histórico real debía regirse por los “intereses del sujeto laboral”, los proletarios, que condensaban en su existencia el haber sido producidos por las necesidades del capitalismo y al mismo tiempo estar destinados a superarlo como herederos sociales de sus fuerzas productivas ya liberadas. ¿Pero qué era el “interés”? Se presentaba el complejo dilema de la “conciencia de clase”. No podía presuponerse, como los acontecimientos históricos relevantes del siglo XIX lo demostrarían, que la noción de proletariado ya nacía con la conciencia de una situación opresiva totalmente simultánea con su comprensión transparente y completa de su condición de oprimido. De ahí que, de a poco, en estos grandes panoramas reivindicativos, se iban imponiendo observaciones en relación con que la condición de proletario no correspondía exactamente a intereses explícitos de comprensión y acción que saturaban por completo una conciencia revolucionaria ya dada.

Durante un buen tramo del siglo XX, Georg Lukács consiguió establecer los alcances y dificultades del problema. Había una posición que presuponía en el proletariado una conciencia “autoatribuida” que lo dirigía sin intermediarios hacia la revolución, cuando en verdad la conciencia proletaria estaba sumergida en un mundo opaco de prácticas y sofismas, e incluso sus propias representaciones partidarias no eran capaces de investigar sus implícitas lógicas de poder, que permanecían en las penumbras. Era necesario volver a pensar la manera de reunir esa fuerza práctica con la realidad efectiva de sus sujetos proletarios, que ignoraban que a esa fuerza, sin saberlo, la tenían. Todo el siglo XX puede resumirse, en cuanto al tema de la conciencia obrera, en los numerosos intentos de interpretar esos “intereses de clase” en los más diversos cuadros históricos y culturales. Así, la socialdemocracia alemana –los herederos de Engels– crearon el más grande partido socialista de la época reconociendo en la conciencia obrera intereses tanto democráticos, como nacionales, comunitarios, acuerdistas, destinales, desarrollistas y profesionales (Bernstein, Kautsky, Otto Bauer) sin por ello resignar la creación de un gran partido obrero teóricamente separado de las representaciones burguesas. La clase obrera perdía su gran papel de actor y testigo del gran derrumbe del capitalismo –tema en que había insistido la tan sugestiva Rosa Luxemburgo–, pero podía moderarlo desde sus numerosas bancas legislativas, obteniendo asimismo algo más concreto que lo que Marx había ofrecido como “la herencia de la filosofía alemana”. Ahora iban a recibir como legado el formidable andamiaje técnico del capital, quizás, ilusoriamente, sin las relaciones sociales coercitivas que éste había tejido en varios siglos.

La guerra permitió en cambio que hubiera otros destinatarios o sentidos de la técnica. Esta había intentado su versión social proletaria con Lenin (socialismo y electricidad, otra conjunción entre ideas políticas y razón técnica) y su versión estetizadora de la guerra con el nazismo. Y así como este movimiento albergaba en sus comienzos una franja de “izquierda”, también ciertas fracciones de la izquierda soviética, ante la gran convulsión, originaron el amplio gesto político conocido como “nacional-bolcheviquismo”. Ya para las poderosas socialdemocracias, la herencia de la filosofía iba pareciéndose a un republicanismo social de leyes y garantías –muy distinto de lo que nuestros pobres socialismos llaman republicanismo como recurso para desnutrir todo atisbo de reflexión y escritura novedosa–, mientras que las tecnologías usualmente llamadas industrias culturales surgían como productoras de un ideal de hombre moderno que parecía cargar la convincente síntesis entre el goce artístico de masas y un modelo productivo capitalista de bienes de mercado. Y así, heredaban el arquetipo cultural clásico a través de readaptaciones de grandes textos, con batallones de divulgadores y expertos en detectar gustos proliferantes de públicos, a los que previamente extirpaban de su vínculo con los grandes mitos, los que forman el modo agonal y colectivo del existir.

“Hoy, la industria cultural ha “creado” o “inventado”, como gran acontecimiento conceptual de la segunda mitad del siglo XX, nuevos tipos colectivos de segmentos poblacionales, habitacionales y simbólicos.”

Si la idea de clase media surge con la de la “industria cultural y profesional”, la del proletariado había surgido fáusticamente del primitivo goce pedagógico de la naturaleza, para asignarle la tarea de desplazar la ilusión fetichista, tanto aldeana como religiosa. Y por cierto, emancipado de la “mercancía” que amenazaba homologar, sustituir y capturar su conciencia. Hoy, la industria cultural ha “creado” o “inventado”, como gran acontecimiento conceptual de la segunda mitad del siglo XX, nuevos tipos colectivos de segmentos poblacionales, habitacionales y simbólicos. Son grupos humanos fraccionados por la “crítica del gusto” a cargo de “gerentes empresariales de contenido”, que forjan y pululan dentro de las maquinarias visuales, comunicacionales y lingüísticas más notables que hayan aparecido desde la invención de los tipos móviles de imprenta, la máquina de calcular de Leibniz, la locomotora y el motor de explosión, en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. El progresivo ascenso de la industria editorial, que comienza redefiniendo el espacio público con los periódicos y la radio, favorecía entonces la adquisición de una “conciencia social”, pero en ciertos casos hacía que la noción de proletariado perdiese su resonancia insurgente. Walter Benjamin había señalado esa pérdida incluso desde 1871, coincidente con el fin de la Comuna y la muerte de Auguste Blanqui. El bolchevismo descubre el cine, dándole una eminencia luego difícil de igualar, y Trotsky llega a alegrarse de que los viejos templos se conviertan en salas de exhibición de imágenes (lo que un siglo después se ha invertido totalmente, aunque ya es lo religioso con rebordes de industria cultural).

No podía sorprender que Marcuse afirmara, en 1968, que ya asistíamos a la culminación de “la inclusión del trabajador al sistema, como propietario de su autito Renault” y que la nueva insurgencia contaba con un sustituto espectral, con el proletariado estudiantil, utópico, adverso a las máquinas de aire acondicionado y el devenir progresista del “hombre unidimensional”. Simultáneamente, el mejor Habermas señalaba que la ciencia y la técnica “eran ideologías”, más cerca del Heidegger que luego condenaría. El ascenso de las teorías políticas de fines del siglo XX consagró el examen del “trabajo inmaterial” (el proletariado juvenil de la industria cultural) y el republicanismo desvitalizado (cuyo tema central es la crítica a la impostura y la corrupción). Estos últimos temas en Maquiavelo significan una meditación amarga y atrevida sobre el ser político clásico, y ahora son un conjunto de arietes judiciales que mantienen a la política con un ritmo folletinesco, no como Balzac o Eugenio Sue, sino como parte de una completa maquinaria narrativa sobre el poder, que deja nuevamente a la industria cultural como juez en última instancia de “casos” que pueden ir desde la grave cuestión de los fondos buitre (nombre esencialmente folletinesco), hasta los diversos movimientos estudiantiles latinoamericanos reclamando “seguridad en el campus”, arrastrados tanto por la realidad de un problema como por la designación contundente que las derechas renovadas le han conferido. Por el momento, suele resumirse todo en la investigación de Bonadio, parte de un genérico uso de la Justicia como cañonazos semiológicos, lo que equivale más a la noción de “escándalo” en el folletín romántico francés del siglo XIX que a una reposición del papel de las artes jurídicas como parte de la reproducción social de la verdad.

Las clases obreras del realismo social del siglo XX –el peronismo, por ejemplo, pese a su vocación teatral, espectacular, entre la felicidad social y la tragedia política– han sido totalmente astilladas por el corporativismo sindical, las mutaciones técnicas en la producción, su absorción como productores pasivos de “industria cultural” y las teorías sociológicas que igualan “ascenso social” a una adquisición de las gnoseologías del miedo urbano. Las clases medias son entes portadores de signos de lenguaje (conversación, consumo publicitario, simulacros de “personality”) y son creadas por estratificaciones de expendios industrializados por grandes maquinarias inductoras de “habladurías”. Término que no significa mentira o lenguaje despreciable, sino la forma en que se constituye el arraigo ficticio de los remanentes de las viejas clases sociales a los nuevos poderes regimentados del “sea usted libre”, reclamados por personas seducidas por los propios signos que las consumen y creen que así definen “su identidad”. Son los síntomas de la Gran Regresión. No sólo en una escala civilizatoria, sino que es también la que afecta a los gobiernos populares –en Venezuela, Brasil, Argentina–, que en nombre de sus efectivas transformaciones, han pasado por alto muchos de los problemas que aquí comentamos, y que no siempre suelen explicarse con mayor hondura. Porque emerge –aflojados ciertos soportes económicos que parecían dados por un mundo proveedor de mayores facilidades– una nueva gran derecha social que sustancialmente les es exterior a ellos. Pero a la que no pocas veces la incorporan silenciosamente entre sus temas. Así, son obligados los gobiernos populares a tentarse para hurtar las contraseñas más exitosas de esas mismas derechas, alimentándose a último momento con el plato caliente del conservadorismo cultural en vez de reexaminar lo que son sus propias zonas indecisas o indefinidas. De ese nuevo examen puede surgir su propia crítica ante la Gran Regresión.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-261063-2014-12-02.html

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