EL DESAFÍO ES MANTENER EL IMPULSO FRENTE A LOS ESFUERZOS PARA ACALLAR EL DEBATE
La inclusión del tema de las drogas en la agenda de la VI Cumbre de las Américas tuvo bastante resonancia en la prensa internacional y entre sectores gubernamentales y no gubernamentales que se ocupan de estos temas. El bloque de países latinoamericanos se habría atrevido por fin a decirle francamente a Estados Unidos que el modelo de la guerra a las drogas ha sido un fracaso, y que ya es hora de comenzar a pensar en nuevas estrategias. En realidad el asunto es menos novedoso de lo que parece. A estas alturas América Latina tiene ya una relativamente larga tradición de manifiesta inconformidad con la política de control de drogas y ha venido aprovechando, por más de dos décadas, importantes foros internacionales para expresar dicho descontento.
La sugerencia del presidente de México, Felipe Calderón, de comenzar a considerar “alternativas de mercado” si los principales países consumidores no logran domesticar su propia demanda de drogas ilícitas; las declaraciones del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos a favor de un debate regional de alto nivel sobre los fracasos de la guerra a las drogas y las perspectivas de nuevos enfoques; la propuesta del presidente guatemalteco Otto Pérez Molina sobre ‘nuevas rutas contra el narcotráfico’ son sólo los hitos más recientes de una sucesión de episodios en los que los países ubicados al sur del río Grande se han atrevido a cuestionar el modelo de combate a las drogas impuesto por los Estados Unidos. Lo han hecho de manera tímida y solapada, pero lo han hecho.
De la “responsabilidad compartida” al cuestionamiento a la “guerra a las drogas”
En tanto que zona de producción y tráfico de sustancias ilícitas, los países andinos han debido soportar durante décadas los duros impactos sociales y económicos causados por el auge de estas actividades, y el aumento de los índices de criminalidad, corrupción y violencia generada por el narcotráfico y la guerra antidroga. Los problemas causados por el flujo ilícito de estupefacientes y las medidas para contenerlo fueron la motivación de otro encuentro internacional que casualmente tuvo lugar en la misma ciudad Cartagena de Indias hace 22 años. La Declaración de Cartagena de febrero 15 de 1990 suscrita por los entonces presidentes de Colombia, Perú, Bolivia y Estados Unidos se podría considerar como el tímido inicio de un proceso regional cuyo último paso ha sido el público cuestionamiento de varios presidentes a la efectividad de la guerra a las drogas.
La Declaración de 1990 aunque reconfirma la intervención de las fuerzas armadas en el control de la oferta, inicia su texto precisando que toda estrategia que comprometa a las “… Partes a poner en práctica o a consolidar un programa general intensificado contra las drogas ilícitas, ha de tomar en cuenta la reducción de la demanda…”. Con lo cual, se le asigna directamente al país consumidor – Estados Unidos en este caso – su parte de responsabilidad en el éxito o fracaso de las políticas. Este proceso ha conocido a lo largo de las dos últimas décadas varios momentos significativos que resultaron en declaraciones públicas en las que constan el malestar de los países latinoamericanos ante un problema que se les escapa de las manos, y su interés en cambiar lineamientos que no han dado resultados.
El siguiente paso lo podríamos ubicar en la “Declaración de San Antonio” de 1992 firmada también por Ecuador y México además de los anteriores países mencionados. Esta Declaración es un poco más explícita que la de dos años atrás al mencionar que, “Estamos convencidos de que nuestras acciones contra las drogas deben llevarse a cabo sobre la base del principio de las obligaciones compartidas y en forma equilibrada. Es esencial enfrentarnos al problema con un enfoque integral que incluya la demanda…”. Hace veinte años los países ya estaban pidiendo más ‘equilibrio’ en las políticas y la inclusión de la demanda para neutralizar el enfoque dominante fuertemente inclinado hacia el lado de la oferta.
En 1993, México, uno de los países del mundo más azotados por el fenómeno del narcotráfico y los efectos de la guerra a las drogas, comenzaría a buscar los apoyos necesarios para celebrar una conferencia internacional en el marco de la ONU con el fin de discutir diferentes aspectos relacionados con la política prohibicionista. Entre estos, la necesidad de revisión de las convenciones de drogas en lo concerniente a la clasificación del cannabis, opciones de despenalización, y las prácticas de reducción de daños que comenzaban a explorar algunos países europeos. Es decir, México sugería que había maneras distintas a la que imponía Estados Unidos para abordar el problema y valía la pena entrar a considerarlas.
En el contexto de esta cruzada mexicana por el cambio, ese año el Gobierno mexicano envió una carta a la Asamblea General de la ONU que se encontraba en esos momentos examinando la cooperación internacional en materia de control de drogas. Esa carta causó gran revuelo y marcó la pauta de dicha reunión. En ella México solicita dar más atención a la demanda porque “el consumo de drogas constituye la fuerza generadora de la producción y el tráfico de las mismas”. Además, hace una fuerte crítica a las operaciones antidroga de Estados Unidos en territorio mexicano, y critica asimismo el mecanismo unilateral estadounidense de certificación de estupefacientes. México censura también las “imposiciones hegemónicas” y el “maniqueísmo geográfico”. Finalmente, la carta aboga por un “enfoque equilibrado” en el manejo del problema.
La idea de México culminaría varios años más tarde, en 1998, con la Sesión especial sobre drogas de la Asamblea General de la ONU (UNGASS). Las manipulaciones de Washington lograron impedir que México presidiera esa reunión, como se esperaba, dado el rol predominante de este país en el impulso de dicha sesión.
Lamentablemente, al final lo que salió de esa asamblea fue una reconfirmación del enfoque prohibicionista, y de la rigidez de las políticas en vigor, justamente lo que México había cuestionado desde el comienzo. Pero en el proceso previo, México y otros países latinoamericanos – como Perú y Bolivia en defensa del uso tradicional de la coca – pudieron expresar ampliamente su frustración sobre el desequilibrio inherente al sistema internacional de control de drogas, cuestionando el prohibicionismo sobre el que se basa este sistema.
En 1996, la Organización de Estados Americanos OEA adopta una Estrategia Antidrogas del Hemisferio firmada en Montevideo que incorpora el concepto de ‘responsabilidad compartida’. Este concepto es esencial para el argumento moral sobre la injusticia de que los países productores y de tráfico tengan que pagar el precio más alto, y pretende, aunque sólo sea nominalmente, corregir el ‘desequilibrio’ del enfoque. A partir de ahora los países consumidores llevan también su parte de la responsabilidad y por tanto se espera que actúen en consecuencia. Es decir, la mira no sólo estará puesta en la ejecución de las políticas diseñadas para la oferta, sino también en la ejecución de las políticas para la demanda, en las responsabilidades de los países consumidores del Norte, y en medidas de control que incluyen el flujo de precursores químicos, y el lavado de dineros, entre otros.
Será pues en el marco institucional de la OEA en el que los países latinoamericanos continuarán dando algunos pasos concretos para poner de manifiesto sus tensiones con Estados Unidos e intentar avanzar en otra dirección. Uno de estos pasos concretos, una vez más a iniciativa de México, fue la creación en 1999 del Mecanismo de Evaluación Multilateral (MEM) cuyo objetivo es contrarrestar la evaluación unilateral del proceso de certificación por drogas que hacen los EEUU anualmente. Un proceso extremadamente politizado por el cual, cuando EEUU mantiene con un país relaciones tensas, muy probablemente este país resulte ‘descertificado’ por su falta de cooperación en el control de drogas. De hecho el MEM fue el resultado de la Segunda Cumbre de las Américas, en Santiago, Chile, abril de 1998. Y surgió como resultado del reconocimiento del carácter complejo y transnacional del problema de las drogas, que “requiere … una respuesta amplia y equilibrada, en una acción concertada conforme al principio de responsabilidad compartida”.
Esta disensiones, aunque importantes, son débiles por cuanto han surgido y se han institucionalizado en un terreno en el que los países latinoamericanos, aunque mayoritarios, no tienen un control significativo. Por eso el MEM aún no ha logrado sustituir el proceso unilateral de certificación por drogas que hacen los EEUU, a pesar de que éste era desde el comienzo su principal objetivo. Como país que aporta la mayor cantidad de fondos a la OEA y a la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas CICAD, Estados Unidos es quien tiene la última palabra. De hecho el director de la CICAD es tradicionalmente un estadounidense. En esta medida el debate sobre alternativas a la guerra a las drogas surgido en las semanas precedentes y durante la VI Cumbre de las Américas en abril de 2012 reviste un carácter particularmente importante. No sólo porque se dio en el contexto de la OEA sino porque por primera vez la mayoría de países descalificó abiertamente la política estadounidense para las drogas. Esto es lo verdaderamente nuevo.
Otras instancias, otras voces… y otro discurso
Por el momento son todavía los países del Sur los que siguen pagando los más altos costos políticos, sociales y económicos de la guerra a las drogas, cuyos escenarios más notorios son hoy México y los países centroamericanos. Además, con los años, el discurso de “reducción de la demanda” como exigencia de los países del Sur a los del Norte para garantizar el equilibrio pudo haberse incluso debilitado al convertirse los primeros también en importantes consumidores. Los años 2000 han visto un surgimiento y auge del consumo del paco, particularmente en los países del Cono Sur, y un aumento del consumo de otras sustancias en países típicamente productores. Una de las derivaciones del prohibicionismo fue que propició en los países de la región la promulgación de legislaciones duras con penas de cárcel desproporcionadas para los delitos asociados con la producción, el tráfico y el consumo de estupefacientes. Esto conllevó a una explosión de la población carcelaria y a una crisis del sistema debido al hacinamiento en las prisiones.
En busca de una solución a estos problemas, varios países de la región (Brasil, Ecuador, Argentina, México) han modificado o están modificando sus leyes de drogas en un intento de dar un trato más lenitivo para los delitos menores de drogas que son los que actualmente más contribuyen a los encarcelamientos. Se podría decir que estas reformas a las leyes de drogas representan hoy día un gesto concreto y más efectivo por parte de estos países en contra de la visión guerrerista y altamente represiva que impone EEUU en el continente desde hace décadas. En este sentido, la humanización de las leyes de drogas que promueven estos países es una de las posiciones de facto más contundentes contra la política estadounidense.
Lo que se nota en la última década es que el discurso ha cambiado. Ya no se trata solamente de hacer hincapié en la responsabilidad compartida, sino en presentar a la misma política antidrogas como una de las causa de los problemas actuales. Hoy es la política la que está siendo cuestionada. La región está sufriendo debido a los enfoques impuestos en el lado de la oferta. Esto se puede observar en declaraciones, y documentos de los últimos años en los que se manifiesta claramente que con esta estrategia son mucho mayores los daños obtenidos que los beneficios.
Paralelamente a la OEA y a las instancias que se ocupan del tema de los estupefacientes en Naciones Unidas, los países latinoamericanos cuentan también con una cantidad de diversas estructuras institucionales en las cuales los temas de drogas y seguridad han ido ganando con los años un espacio cada vez más relevante. Sobresale entre estas, el Mecanismo de Diálogo y Concertación de Tuxtla del que hacen partes los países centroamericanos además de México, Colombia y la República Dominicana. La última Declaración del Mecanismo de Tuxtla que tuvo lugar en diciembre de 2011 destacó de manera prominente la necesidad de que EEUU y demás países consumidores adopten medidas drásticas y eficaces contra el lavado de dineros. Volvió a insistir en la ‘reducción de la demanda’ precisando de manera novedosa que si la reducción de la demanda no es eficiente los países consumidores deberían entonces considerar incluir “opciones regulatorias o de mercado orientadas a ese propósito”. El Mecanismo incluyó también un tema que desde fechas recientes vienen esgrimiendo los países de la región a propósito del ‘equilibrio’, el de la introducción de medidas efectivas para controlar el tráfico de armas de Estados Unidos hacia México.
Los países latinoamericanos tienen a su disposición, además, numerosos espacios regionales multilaterales dentro de los cuales comienza también a promoverse el debate sobre las políticas de drogas y nuevas alternativas. Los países son conscientes de que en estos espacios hay un fuerte potencial de acción para plantear otros enfoques contra las drogas ilícitas sin la sombra de Washington. Entre estos, el Grupo de Países Latinoamericanos y del Caribe en las Naciones Unidas (GRULAC); el Grupo de Río; la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños CELAC y UNASUR. La próxima reunión de UNASUR en mayo de este año tratará el tema de la descriminalización de los consumidores de drogas ilegales con la perspectiva de unificar una política regional en este ámbito. En la última década se ha visto que es sobre todo en el campo de la demanda en el que la región podría avanzar más para imponer sus propias políticas.
Como lo hemos señalado antes, México ha tenido un papel relevante en la larga historia de tensiones entre el norte y el sur del continente debido a la estrategia antidrogas. Con el debate que se generó alrededor de la Proposición 19 (que legalizaría el consumo recreativo de la marihuana en California) que fue votada en las elecciones estadounidenses de noviembre de 2010, el Gobierno mexicano preguntó públicamente por qué el país debía continuar atacando a los cultivadores y traficantes de marihuana si al otro lado de la frontera la sustancia sería apenas controlada. Como dijera un alto militar mexicano en esos días, la marihuana de México llega a los Estados Unidos empapada en la sangre de los residentes de Tijuana. Mientras Washington seguía presionando al presidente Calderón para que continuara aplicando una costosa y sangrienta campaña militar contra las mafias, ya había 16 estados de EEUU en donde la marihuana para usos médicos era legal.
Hoy son numerosas las voces de prominentes figuras latinoamericanas en cargos gubernamentales activos que han asumido voluntariamente un rol a favor de un cambio de paradigma. A comienzos de la decada de 2000, el presidente uruguayo Jorge Batlle habló públicamente de la posibilidad de legalizar el consumo de ‘drogas blandas‘. Más tarde se pronunciaría a favor de la legalización de todas las drogas. En 2008, el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, habló públicamente de la legalización del consumo de drogas. Lo más interesante fue que lo hizo en el marco de una Reunión de Jefes de Organismos Encargados de Combatir el Tráfico Ilícito de Drogas en América Latina y el Caribe (HONLEA). No encontró mucho eco, es verdad, pero la propuesta quedó registrada como precedente.
El proceso emprendido por el Gobierno boliviano de Evo Morales en busca del retiro de la hoja de coca de las convenciones de droga de la ONU es quizás el acto más contundente contra la rigidez del sistema de fiscalización de estupefacientes por parte de un Gobierno regional. Desde que Bolivia dio inicio a este proceso, Estados Unidos ha manipulado todas sus fichas en el ámbito de la ONU (hasta ahora con éxito) para impedirle al país andino avanzar en este objetivo.
La militarización ha hecho parte durante décadas de las políticas para la oferta impulsada por EEUU. Esta política ha sido particularmente nociva en los países andinos, en los países de tránsito de Centroamérica y en México en donde los problemas de seguridad hacen de algunos de ellos los países más violentos del mundo. En su discurso de junio de 2011 en Guatemala durante la Conferencia Internacional de Apoyo a la Estrategia de Seguridad de Centroamérica, la presidente de Costa Rica, Laura Chinchilla, pidió a la comunidad internacional contribuir más para subsanar las consecuencias negativas en Centroamérica del combate a las drogas. Esto explica por qué los países centroamericanos, que sufren en carne propia los excesos a los que ha llevado la guerra a las drogas, estén siendo particularmente activos en esta materia, llegando incluso a las propuestas más recientes del presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, de comenzar a considerar una “despenalización y legalización” de las drogas.
Las declaraciones a la prensa internacional del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, sobre la necesidad de iniciar un examen de las actuales políticas y comenzar a considerar alternativas han tenido un gran impacto mediático, especialmente cuando Santos anunció que incluiría el punto en la agenda de la Cumbre de abril en Cartagena. Esta postura, que recibió el respaldo de la mayoría de Gobiernos presentes, causó sin duda malestar en Washington que se apuró a desestimar el asunto. Pero la importancia de la propuesta de Santos y de Pérez Molina radica ya en la mera formulación de la necesidad del debate al interior de una instancia controlada por EEUU. Como lo hemos señalado antes, la Cumbre produjo en este sentido al menos un resultado concreto: la OEA tiene ahora la misión de realizar un análisis de las políticas actuales y de buscar enfoques alternativos más efectivos. Es decir, la OEA ha puesto en su agenda un tema considerado hasta ahora tabú – la guerra estadounidense a las drogas – y va a examinar nuevas estrategias, incluyendo mercados legales y regulados.
La voz de la sociedad civil
Pero además de las instancias oficiales, han sido sobre todo las organizaciones de la sociedad civil latinoamericana quienes han desempeñado un papel detonante en el impulso al debate sobre nuevos enfoques pragmáticos y la desideologización de las políticas para las drogas.
La Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia creada por los ex presidentes César Gaviria, Fernando Henrique Cardoso y Ernesto Zedillo, a la que se fueron sumando en el curso de los años numerosas personalidades de la política, las artes y del mundo empresarial internacional, ha tenido un papel clave en la toma de conciencia y aceptación de que la “guerra contra las drogas” es una “guerra perdida” y la región está padeciendo sus efectos nocivos.
Un proceso menos visible a la luz pública pero cuyo desarrollo ha sido constante es el que vienen llevando a cabo desde hace años importantes ONG y centros de investigación de las políticas de drogas enfocados en la región. El trabajo realizado por los Diálogos latinoamericanos, conferencias, seminarios de expertos, etc. organizados por WOLA y el TNI junto con organizaciones locales latinoamericanas, ha producido una masa crítica de información que hoy tienen en su consideración los que se encargan del diseño de políticas públicas en materia de drogas. Organizaciones como Intercambios (Argentina), DeJusticia y Acción Andina (Colombia), el Colectivo por una Política Integral hacia las Drogas CUPIDH (México), el Centro de Investigación “Drogas y Derechos Humanos” CIDDH (Perú), entre otras, han preparado el terreno para cambios legislativos en materia de drogas, y han promovido el debate a nivel de los medios para la apertura política hasta los niveles que hemos visto recientemente en Cartagena.
América Latina ha hecho saber que quiere despojarse del modelo ideologizado impuesto por los Estados Unidos. El desafío ahora es poder mantener ese impulso frente a los esfuerzos para acallar el debate por parte de Washington y de los sectores más conservadores en las entidades internacionales que se ocupan de las drogas y en los mismos países.
* Amira Armenta, asistente de investigación con foco en Colombia, es graduada en historia Latinoamericana en la Universidad de Jussieu (Paris). Fuente: http://www.tni.org/node/71154