En América Latina todos los gobiernos proclaman sus deseos de industrializarse, pero en sus prácticas siguen atrapados en los extractivismos
16 marzo 2014.
Y si el petróleo se agota, intentarán exportar cobre, carbón o soya. Por lo tanto, es necesario tanto un cambio cultural como uno político.
Las defensas de los extractivismos, como las explotaciones mineras o petroleras, han estado íntimamente relacionadas con las concepciones del desarrollo. Es más, en el caso latinoamericano, parecería que no es posible pensar sobre el desarrollo sin pasar por la intensa explotación de la naturaleza.
En el siglo XIX, cuando todavía no se usa el concepto de desarrollo tal como es entendido en la actualidad, y se hablaba de “progreso”, todos coincidían en que se lo lograría exportando recursos naturales. Salitre y caucho, o café y cacao, expresan éxitos exportadores de materias primas que generaban milagros económicos que se desplomaban al poco tiempo.
No faltaron quienes alertaban sobre la necesidad de utilizar esas bonanzas exportadoras con fines más duraderos. Un buen ejemplo de esto se refleja en el eslogan de “sembrar el petróleo”, planteado por primera vez por el venezolano Arturo Uslar Pietri en la década de 1930. Su idea era simple: las ganancias obtenidas por las exportaciones petroleras debían financiar una diversificación productiva basada en la industria. La historia nos dice que la demanda de Uslar Pietri fue muchas veces repetida, pero nunca cumplida. Venezuela ha caído en fases de petro-crecimiento seguidas de caídas, tanto económicas como políticas.
En las décadas siguientes del siglo XX, cuando el concepto de “desarrollo” reemplazó al de “progreso”, comenzó a considerarse que los sectores primarios, tales como minería o agricultura, expresaban un estado atrasado o inicial. Se entendía que la dependencia en exportar materias primas era una de las causas del atraso social y económico. Otavio Ianni, un lúcido intelectual brasileño, señaló esa particularidad en 1991 en su excelente análisis sobre los populismos latinoamericanos.
En aquellos tiempos, los sectores que podríamos llamar de “izquierda” no celebraban que una nación fuese exportadora de commodities. Por el contrario, se “creía que un país exportador de materias primas e importador de manufacturas no está emancipado económicamente; no posee autonomía de decisiones sobre sus problemas económicos básicos”, agregaba Ianni. La industria, la tecnificación agrícola, la proletarización de las condiciones de trabajo y procesos similares eran vistos como expresión de la modernización deseada.
Surge entonces una equivalencia entre industrialización y emancipación que alimentó la idea de un capitalismo nacional propio. Se buscaba romper con un ordenamiento económico liberal y para ello se defendía el protagonismo del Estado, tanto en las decisiones y regulaciones, sino también como empresario.
Bajo ese tipo de sensibilidades se lanzaron, en distintos países, intentos de industrialización, donde los extractivismos quedaban en un segundo plano. Esos esfuerzos en unos casos fueron más democráticos que en otros, a veces lograron crear el núcleo de industrias nacionales y en otras ocasiones fueron más limitados. Esos ímpetus se encontrarán, por ejemplo, en Getulio Vargas en Brasil (desde 1930), Lázaro Cárdenas en México (desde 1934), Juan D. Perón en Argentina (1945), hasta cierto punto con los programas del APRA peruano Perú o de la revolución del MNR en Bolivia en los años 50.
Muchos en la izquierda de aquellos años reclamaban abandonar esa dependencia en las materias primas, forzar la industrialización mediante la sustitución de importaciones, y comenzaron a explorar opciones de integración continental. Se defendía la nacionalización de los recursos naturales y el papel de un Estado empresario, entendiendo que esa ampliación estatal, al sumar nuevos sectores sociales, generaba un camino estatista hacia el socialismo. Hoy sabemos que en aquellos años esa izquierda no visibilizaba límites ecológicos a este programa y de hecho, cuando las advertencias ambientales surgieron en la década de 1970, las interpretaron como obstáculos imperialistas o burgueses a esa expansión estatista del desarrollo.
Lo sorprendente es que este mismo tipo de debate sigue presente hasta nuestros días. Hoy se suman nuevos ingredientes, como el papel de la financiarización internacional o las condicionalidades comerciales de la globalización. Pero más allá de eso, persiste la misma tensión entre exportar materias primas o industrializarse.
Actualmente, todos los gobiernos, cada uno a su manera, por izquierda como por derecha, proclaman la importancia de la industrialización. La asocian a nuevas cuestiones, como la competitividad global, la conectividad o la innovación. Hasta repiten eslogan similares al viejo “sembrar el petróleo” de inicios del siglo pasado.
Los gobiernos conservadores construyen su consenso sobre una industrialización soñada, basada en inversiones privadas y librada al mercado global, y por lo tanto inspirada en las maquilas mexicanas. Los gobiernos progresistas, con diferentes tonos, también prometen la industrialización, apelando al Estado, usando esquemas de financiamiento público como en Brasil, o apoyando a empresas nacionales o recuperadas en manos de los trabajadores.
A pesar de este consenso con la industrialización, en las prácticas concretas sigue prevaleciendo la exportación de materias primas. Por ejemplo, la participación de ellas en las exportaciones totales pasó del 75,2% en el año 2000, a 97,4% en la Comunidad Andina. Ese estilo de desarrollo se ha vuelto tan resistente a los cambios, que incluso en un país como Brasil, bajo la administración de Lula da Silva, la industria retrocedió frente a la minería y agroexportadores (las materias primas subieron del 48% al 66% durante su presidencia).
Ya no estamos frente a una cuestión política, propia de disputas ideológicas entre corrientes partidarias. Nos encontramos con ideas todavía más profundamente arraigadas, que son previas a esas opciones por un partido o por otro, o por el gusto o disgusto con los candidatos a presidentes. El drama es que casi todos quieren “sembrar el petróleo”, pero terminan vendiéndolo. Y si el petróleo se agota, intentarán exportar cobre, carbón o soya. Por lo tanto, es necesario tanto un cambio cultural como uno político.
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