El 14 de diciembre se cumplen diez años de la muerte del escritor Alemán W. G. Sebald.
EL HOMBRE QUE CAMINABA
Un volumen recién publicado en inglés, “Saturn’s Moons”, recorre la vida de este profesor, crítico y escritor alemán amante de los paseos y la fotografía.
por Matias Serra Bradford. Revista Ñ <www. revistaenie.clarin.com>
LA HISTORIA SIN FIN. Desde la muerte del gran escritor alemán, se siguen desempolvando textos inéditos.
Uno de los misterios mayores de la literatura, y del arte en general, aparece en el momento en que se decide si una obra está terminada. En este sentido, una muerte prematura lo trastoca todo y acelera, paradójicamente, la publicación de obras inconclusas. Campo Santo de W. G. Sebald –editado hace unos años– reúne un buen número de trabajos inacabados y textos dispersos, pero el escritorio de Sebald debía de tener varios cajones secretos porque siguen surgiendo materiales apreciados. De cualquier modo, nunca una obra es tan breve como aparenta. El libro en homenaje a Sebald, Saturn’s Moons, incluye diversas piezas recuperadas del olvido, entre ellas un puñado de ensayos, un guión y tres entrevistas redescubiertas. El texto más sustancial, “Los ángeles tallados de East Anglia”, de 1974, ya denota su gusto por la prosa semi-documental, como él mismo la llamaba, por iglesias y casas de antigüedades, por regiones que resguardan un tiempo perdido. Otro notable documento es un guión jamás filmado sobre Ludwig Wittgenstein, proyecto que no consiguió fondos a pesar de la precariedad de la propuesta; la intención de Sebald era armar un filme con fotografías.
Considerable material inédito también contiene Across the Land and the Water, que recopila poemas escritos desde 1964 hasta su muerte. Son poemas breves, narrativos, recortados y retirados de la moviola de su prosa. Como suele pasar con sus relatos, lo más memorable es lo pasajero: un encuentro fortuito en un ferry, una confesión repentina, la forma de las hojas de un árbol extraño. No hay que olvidar que su primer libro fuera de los ensayos críticos fue Del natural, un largo poema que retrata a tres exploradores: el pintor Matthias Grünewald –“testigo del milagro de la nieve”–, el botánico Georg Steller y el propio autor. El año que apareció Austerlitz –su último año de vida– también publicó en una revista una serie de poemas sobre pueblos y paisajes del norte alemán y una serie de poemas brevísimos –For Years Now– del estilo de: “En los tiempos de Scipio / uno podía caminar / todo a lo largo / del norte de África / en la sombra”.
Otro libro póstumo, también de poesía, fue Sin contar, textos concisos que acompañan fotos de ojos célebres o queridos, entre otros Beckett, Borges y Onetti. Por ejemplo, debajo de los ojos de su perro Moritz leemos: “Por favor envíame // el abrigo marrón / del valle del Rhin / con el que en una época / hacía mis caminatas nocturnas”. Su incesante cercanía con la poesía vuelve a subrayar lo incómodo que resulta en su caso el mote de novelista. En sus versos se lo sorprende a Sebald –acaso porque era para él un género todavía más íntimo e inestable– en una posición más vulnerable, más novedosa. Allí se halla el Sebald más desconocido. (Es probable que no encontremos mejor lugar para conocer a alguien, pero también para desconocerlo, que un poema oculto, ocasional.) Los más difundidos de entre sus libros llegan con prestigio previo, adherido, antes incluso del obtenido por su autor, por los temas y nombres con que se involucra: Kafka, Stendhal, Thomas Browne. Cuando hay demasiada historia en Sebald, se ve más al montajista que al escritor. Por eso es más cautivante el Sebald personal, más dubitativo que informativo; cuando las cosas le suceden a él, no porque le pasen a Sebald sino a un personaje, a un anónimo que por momentos lleva su nombre.
Los anillos de Sebald
El gran tomo titulado Saturn’s Moons, que acaba de publicarse en inglés con la edición de Jo Catling y Richard Hibbitt, está dividido en secciones que retratan, sucesivamente, al Sebald niño, universitario, profesor, lector, crítico y escritor. El autor de Los emigrados pasó sus primeros ocho años de vida en Wertach im Allgäu, un pueblo de montaña en el límite norte de los Alpes, al sudoeste de Bavaria, sobre la frontera con Austria. Un paisaje de una peligrosa perfección postal. (Sebald coleccionaría postales de muy distinto tipo). La clase de lugar en el que en esa época trasladaban madera en trineo. De chico se entretenía con pedazos de piolín, con los que armaba telas de araña y se quedaba a esperar la próxima presa. Si este episodio suena profético –del método de trabajo que adoptaría Sebald– es porque el asunto es al revés: en algunos la infancia crea las prácticas que serán, precisamente, nuestra única posesión en los años por venir. Por la casi constante ausencia de su padre, el rol central lo asumió su abuelo, con quien realizó caminatas que, fiel a su carácter de interminables, no olvidaría jamás. Esas caminatas con su abuelo reaparecen en El paseante solitario y en Vértigo, la menos singular de sus narraciones, pero la más relevante desde el punto de vista autobiográfico. (La presencia fantasmática de la infancia en una biografía replica la clase de presencia que tiene cuando el sujeto ya la ha dejado atrás hace años.)
Sebald era muy buen nadador y participaba del coro y del grupo de teatro del colegio. Ya de chico dependía del clima como le sucedía a su admirado Wieland. El clima a menudo proveyó a Sebald, como a tantos melancólicos, del ánimo conveniente, o funcionaba como conciliador entre extremos. En una ocasión admitió: “El reverso de la melancolía es siempre la ironía. A veces a uno le da risa la propia angustia y son dos estados de ánimo complementarios.” A esa clase de ironía correspondería lo que notó uno de los alumnos: Sebald usaba un reloj en cada mano, uno digital y otro análogo. Algunos recuerdan que el profesor Sebald era introvertido, amable, un buen narrador oral, y que los recibía en su oficina sentado en una silla baja, “casi oculto detrás de los sacos colgados”. Una de sus palabras favoritas, dicen, era “imposible”. Puntuado por datos como éste, o revelaciones como la que asegura que su nombre cotidiano (Max) era un nombre adoptado por su incomodidad con el origen demasiado ario de sus dos nombres de pila legales (Winfried Georg), Saturn’s Moons va delineando el lento trayecto de Sebald. De profesor a crítico, de crítico a poeta, de poeta a narrador, sin abandonar nunca ninguna de estas vocaciones (el método era siempre el mismo).
En Sebald, vida y obra tienen una relación oblicua, clandestina, similar a la de un texto y una imagen que conviven en una misma página. Nunca dejó de admitir que las biografías y las vidas ajenas eran de lo que más lo fascinaba, al igual que las coincidencias entre una vida y otra, entre otra vida y la propia. Encontrar en la vida de otro algo inesperado de la propia. Lo que hace Sebald es lo que él mismo dijo que hacía tan bien su adorado Robert Walser: “la invención de todo un pueblo de pobres almas, un desfile ininterrumpido de máscaras funcionales a la mistificación autobiográfica”. No sorprende que a la larga diera con Pessoa, precursor absoluto del ocultismo de los heterónimos. La obra de Sebald parece suscribir al credo de Michael Holroyd: toda biografía nos da la oportunidad de un trabajo en colaboración con los muertos. Sebald empezó y terminó escribiendo sobre otros. Evitando por todos los medios de caer en aquello que el pintor Frank Auerbach –transformado en Max Ferber en Los emigrados– le dijo a un alumno a modo de crítica: “Le has puesto rouge a un cadáver”. Seguramente este experto en legados y herencias, restos y ruinas, comulgara con Edwin Panofsky cuando este se preguntaba por qué debemos estar interesados en el pasado: “Porque estamos interesados en la realidad. No hay nada menos real que el presente. Una hora atrás, esta conferencia pertenecía al futuro. En cuatro minutos, pertenecerá al pasado.”
Luces y sombras
Además de proporcionar raros retratos del propio Sebald, Saturn’s Moons tiene una sección enteramente dedicada a su conexión con la fotografía. Su obra parece, de hecho, una serie de epígrafes inagotables a las imágenes que vemos en sus libros y a otras aludidas, al punto que el texto casi hace de cuenta que las imágenes no existen. Acaso por eso la foto con texto alrededor funciona mejor que aislada en una página. Las fotos ajenas que Sebald fue coleccionando para su posterior uso en sus libros no dejan de tener un costado heroico, y parecen representar las vidas que otros vivieron por nosotros, una vida utópica, pasada o futura. Es como si Sebald creyera que el tiempo de olvido que acumula una vieja foto compensara las pocas milésimas de segundo de exhibición que se necesitaron para sacarla, e indujera a quien la encuentra a una contemplación más prolongada. Esas cosas sucedieron, pero no pasaron, no terminaron de pasar. Sebald aparenta seguir el dogma de la luz disponible: no trabajar con luz artificial (en la imagen, en el texto). Al modo de Gerhard Richter desde la pintura, a veces se siente que por escrito Sebald está rehaciendo fotografías que luego pasan a ser no las copias sino los originales. Y que estuviera procurándole a lo azaroso aquello que sugería Richter: “La fotografía asumió una función religiosa. Todos produjeron sus propias ‘imágenes devotas’ que cuelgan o exhiben en sus casas: son los retratos de familiares y amigos que se guardan en su memoria”. Por momentos hay una transacción tragicómica entre texto e imagen, como una nueva variante de las investigaciones de Wittgenstein acerca de la relación sinuosa entre decir y mostrar.
Clive Scott repasa las marcas y anotaciones de Sebald en los libros seminales de Berger, Barthes y Sontag sobre la fotografía, y el capítulo siguiente está consagrado a la biblioteca de Sebald, parte de la cual se conserva en el archivo de Marbach. Saturn’s Moons provee curiosidades como la lista de libros favoritos de Sebald: Modos de ver, de John Berger, Habla, memoria de Nabokov, Vidas breves de John Aubrey, un Bernhard, un Stifter, un Hrabal, La marquesa de O de Von Kleist, Tres cuentos de Flaubert, W. o el recuerdo de la infancia de Perec, El jardín botánico de Claude Simon. Y un catálogo de la biblioteca revela la insistente presencia de Canetti, Enzensberger, Handke, Hölderlin, Hofmannsthal, Hamburger, Kluge, Koeppen, Ransmayr, Arno Schmidt, Peter Weiss, Michel Butor, Frank Kermode, Levi-Strauss. Los más subrayados son Adorno, Benjamin, Proust y Wittgenstein. Es evidente que algunos gustos literarios funcionan como catalizadores de otros, o como agentes que neutralizan la excesiva potencia de un vecino. Releyendo, se descubre que repetidas veces en Sebald la levitación funciona como la descripción suprema del efecto de la lectura.
La cuestión del ritmo
Saturn’s Moons ofrece diversas entrevistas inéditas y uno de los principales asuntos de discusión es la traducción. A Sebald le preocupaba la cuestión del ritmo en una traducción, le parecía que los traductores menospreciaban esa cuestión: “Quizá nunca la leyeron en voz alta; creo que es bastante importante, incluso cuando uno escribe, murmurar la mayor parte del tiempo”. Las páginas reproducidas con las correcciones de Sebald a las traducciones al inglés demuestran que la infinita cantidad de modificaciones las convertía en otro manuscrito, otro original. Esa inestabilidad del texto es fiel a su metodología, que bien pueden describir expresiones a las que el propio Sebald recurre en Los anillos de Saturno: “en círculos”, “a tientas”, “a campo traviesa”. La desorientación como procedimiento. (Hay algo inconfesable en ciertos métodos de trabajo, que de conocerse cabalmente serían tildados de demenciales.) La hibernación, el montaje lento, tardígrado, para dar con su llave maestra, la sincronicidad: “el modo en que incidentes y experiencias bastante distanciadas terminan estando ligados, aunque no podamos explicar cómo”.
El narrador de Sebald es una primera persona en estado de borrador, afantasmada, un Thomas Bernhard en contexto histórico, más erudito, medicado. Un narrador que podría definirse con algunas indicaciones de Debussy a sus preludios: lento y grave, dulcemente expresivo, profundamente calmo. Recurre con frecuencia, sí, a la hipérbole deliberada, para lograr un efecto entre catastrófico y casi cómico. Sebald tiene debilidad por la exageración y la dramatización de momentos estáticos, a medias reales –como una aparición– que culminan en un instante de enmudecimiento. En Sebald, la menor cosa causa la máxima impresión y deja huellas imborrables.
Una prosa anacrónica
La contracara de la deriva exploratoria, preliminar, es el férreo control de los textos en Sebald (no es casual que a cada rato un personaje tema caer en la locura). Sebald tiene debilidad por las cosas que no sabe por qué motivo se hicieron o sucedieron, pero las cuenta con una claridad meridiana. En su afán por desaparecer el narrador recurre a citas –una obra hecha de citas, como quería Benjamin– y repudia sus propias fantasías. La de Sebald es, podría decirse, una prosa anacrónica puntuada por una técnica moderna (fotos intercaladas); moderna en cuanto a que es una herramienta con margen para seguir explorándose aun décadas después de la Najda de André Breton. Es una prosa adornada con imágenes, pero del modo en que alguien adornaría un árbol de Navidad con granadas. Sembrada por una galería de personajes en los que es difícil encontrar uno solo que carezca de algún grado de excentricidad.
La idea de un escritor como Sebald parece ser atractiva per se y la literatura contemporánea más visible, en general, se ve tan poco fecunda, que se tiende a exagerar el elogio de aquello que cobra otro relieve. En 1990, a los cuarenta y seis años, publicó Vértigo, su primera narración. Diez años después ya había publicado cuatro extensas narraciones y enseguida un accidente clausuró su obra. Otros diez años más tarde está considerado un clásico contemporáneo. De pronto –paradójicamente, dado su temperamento y su trayectoria– a Sebald las cosas le sucedieron demasiado rápido. La vida y la obra de Sebald han viajado a contracorriente, de lo tardío a lo prematuro. La hora cambiada podría verse, entonces, como la cifra de su trabajo. El personaje Max Ferber de Los emigrados cuenta que el padre, que se acostaba más temprano, siempre le decía a la madre: “No es saludable leer tan tarde en la noche”. Son los lectores los que sabrán aportar su lentitud, siempre providencial. Caminando, como no pocas criaturas de Sebald, inclinados hacia el viento.