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martes, noviembre 5, 2024

40 AÑOS DE UN LARGO TRAYECTO DE IDAS Y VUELTAS. Por Mario Unda

En los 40 años de “democracia” el Ecuador ha sido una sucesión de momentos difíciles: crisis económica, empobrecimiento, pérdida de la soberanía monetaria, inestabilidad política, masivas protestas sociales, caída estrepitosa de tres presidentes, rol dirimente de las fuerzas armadas, escándalos de corrupción, exgobernantes presos o enjuiciados, neoliberalismo y populismo.

Si buscamos una constante, la encontraremos en la palabra “crisis”, que ha marcado todo este trayecto. Crisis y ciclos neoliberales y populistas que entran en crisis y se relevan mutuamente.

La experiencia trunca de un populismo modernizante

En el inicio, tras el fin de los gobiernos militares, se expresó una suerte de populismo modernizante, con Jaime Roldós Aguilera. Era el tiempo de la expectativa en el cambio, en la presencia de la juventud, en el mejoramiento de las condiciones de vida, en la participación. Pero la experiencia fue corta y comenzó a mostrar claroscuros con los primeros ajustes y las primeras muestras de descontento y finalmente quedó trunca por una muerte sospechosa y la crisis de la deuda.

25 años de neoliberalismo y de resistencia popular

Ese fue el inicio de un cuarto de siglo de neoliberalismo, el sometimiento a los dictados del “consenso de Washington”, las políticas económicas impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC), las políticas sociales dependientes del Banco Internacional de Desarrollo (BID) y del BM, la reforma del Estado a cargo del BM y del BID.

Recetarios que se imponían en todas partes igual. Reformas laborales para, a través de la “flexibilización”, someter a la clase trabajadora a la tiranía del capital; consecuencias: desempleo, precarización y caída de los salarios. Reformas del Estado para, privatizaciones mediante, entregar las empresas públicas a la voracidad de los grandes monopolios, nacionales y transnacionales; “reducción” del Estado, “desregulaciones”, “liberalizaciones” y “desinversiones” para poner las empresas públicas al borde de la quiebra y malbaratarlas, para despedir trabajadores públicos, para reducir el “gasto público” afectando gravemente la educación y la salud; para dejar libres las manos a la ambición del capital, al incremento de los precios, a la subida de las tasas de interés, a los “préstamos vinculados”, a la fuga de capitales al exterior. Y a la crisis bancaria. Preocupación obsesiva por mantener el “equilibrio de las variables macroeconómicas a costa del empobrecimiento de las mayorías, del ensanchamiento de las diferencias sociales, de la ruptura de los lazos y las redes sociales.

Pero fueron también 25 años de resistencias, de luchas, a veces dispersas y aisladas, muchas veces conjuntas y masivas. La primera oleada de resistencia al neoliberalismo  se aglutinó alrededor del Frente Unitario de los Trabajadores, apenas Hurtado lanzó los primeros paquetazos; la lucha atravesó el febrescorderato y su reino del miedo y se mantuvo hasta inicios del gobierno de Rodrigo Borja. En seguida, la movilización fue asumida por los trabajadores públicos, especialmente los energéticos, los maestros y los de la salud. Estas dos primeras oleadas volvieron más lenta y modesta la implementación del programa neoliberal, en comparación con lo que ocurrió en el resto de América Latina.

A esta segunda oleada le sucedió la movilización indígena, que a partir de 1993-94 se convirtió en el nuevo eje de las luchas populares. Por último entraron en acción sectores cuya presencia había sido leve o inexistente hasta entonces: los taxistas y las clases medias urbanas. Los escarceos de la firma del Tratado del Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos sirvieron para mostrar que incluso en la propia burguesía existían disensos.

De este modo, los últimos 10 años del ciclo neoliberal estuvieron marcados por una profunda crisis política: a partir de 1996, ninguno de los presidentes elegidos logró terminar su mandato, los partidos políticos perdieron credibilidad y legitimidad, y lo mismo ocurrió con las instituciones estatales: el gobierno, el parlamento, el sistema judicial, la Policía, las Fuerzas Armadas; incluso la Iglesia y la prensa se encontraban en los puntos más bajos de aceptación. En fin, crisis de hegemonía, crisis de la democracia liberal.

El descalabro neoliberal, sin embargo, se combinó con un cierto agotamiento de las luchas sociales y, sobre todo, de su capacidad de confluencia. La “rebelión de los forajidos” fue el último acto de esos 25 años de lucha, pero fue también la ruptura del bloque popular. Se produjo un vacío político, y ese vacío fue llenado por el correísmo.

La nueva hora populista

El correísmo se presenta como el árbitro vindicador de todos los conflictos, se sitúa por sobre ellos y de ellos adquiere su fuerza. No representa, en principio, a ninguna de las facciones de las clases dominantes, negocia con ellas, presiona y concede; y justo por eso puede representar sus intereses estratégicos: oferta de condiciones generales de la producción (carreteras, puertos, aeropuertos, energía), dinero barato, expansión de las relaciones mercantiles, inserción en la globalización en condiciones de disputa entre los centros, paz social, sometimiento del trabajo, normalización de la competencia capitalista, igualación de las condiciones de explotación. Pero, a cambio, le exigió compartir el excedente: cierta regularización en el pago de los impuestos, los pagos silenciosos de la corrupción y aquiescencia –así sea a regañadientes–de su dominio. Para poder negociar con ventaja, se hizo de dos herramientas: el fortalecimiento del Estado –incluida la concentración del poder en el Ejecutivo y en la persona del presidente– y el control político de las masas subalternas.

Las políticas sociales, la mejora en el acceso a la educación y a la salud, el mejoramiento de sueldos y de ingresos remedian al inicio las demandas desatendidas y las necesidades insatisfechas de la mayoría de la población sin afectar las grandes ganancias. Pero el populismo necesita que los sectores populares no sean capaces de representarse por sí mismos: así se encomendarán al caudillo. Pero como en el Ecuador los 25 años de resistencia al neoliberalismo habían producido elementos de representación autónoma, el correísmo necesitaba destruirlos o, cuando menos, desactivarlos: ese es el origen de la criminalización de la protesta, las persecuciones, los juicios por terrorismo y sabotaje, la creación de organizaciones paralelas, la corrupción de dirigentes. El populismo es ambas caras, no sólo una de ellas.

Mientras todo esto ocurría, los negocios de las grandes empresas iban de viento en popa: se profundizó la concentración del capital, el desbordamiento transnacional de los grandes grupos monopólicos locales y la transnacionalización de la economía y del mercado interno. La burguesía comenzó a recomponer su representación política y a traer de vuelta a su redil a sectores importantes de las inestables clases medias.

La mentalidad social se reanudó conservadora. La crisis de los precios de las materias primas en el mercado mundial mostró los límites de un proyecto que no transformó la estructura productiva, ni el modelo de acumulación ni las relaciones de poder, más que poniéndose como intermediario de las contradicciones sociales. Debilitado, el correísmo tomó prestadas armas del arsenal neoliberal: la relación con el FMI, el endeudamiento, los tratados de libre comercio, las alianzas público-privadas, las privatizaciones, la flexibilización del trabajo.

El populismo en crisis y de nuevo al neoliberalismo

El gobierno de Lenín Moreno es el populismo en crisis. Triunfó, pero debilitado, y la debilidad de sus contendientes en lo que le permitió gozar de una cierta estabilidad al inicio. Debilitado por la fuga de votos y de credibilidad, se debilitó aún más por la pugna entre Rafael Correa y Lenín Moreno, la ruptura de Alianza País y el estallido del campo político que lo sustentaba. Trató de recomponerse en el juego de equilibrios, gobernando al mismo tiempo con la “centroizquierda” y con la “centroderecha”. Pero sus equilibrios son imposibles: profundizó la ruta abierta por el último correísmo, se deslizó por la pendiente neoliberal, hizo propio el programa de los gremios empresariales, cuyo único horizonte es el retorno inmediato al neoliberalismo.

El equilibrista procura mantener su posición yendo más lento, evitando entregar todas las vituallas; pero la entrega y las vacilaciones no hacen más que alimentar las ansias de la derecha, que preferiría que la transición al neoliberalismo sea realizada por su aliado advenedizo, para poder gobernar con las cuentas “saneadas”. Esto se traduce en recesión, en incremento de la precariedad laboral (desempleo, subempleo, “empleos inadecuados”), en ensanchamiento de las brechas sociales, en empobrecimiento. Así que las políticas sociales no pueden ser más que un leve barniz que no alcanza a cubrir la impudicia de las ambiciones del capital.

Esto agudiza las carencias y las penurias, y seguirá haciéndolo. El extractivismo y la sobreexplotación del trabajo se encuentran en el ojo de la tormenta. Cierto que las organizaciones sociales quedaron debilitadas tras la década correísta; cierto que la mentalidad social se ha conservadurizado y desmovilizado; cierto que los movimientos y los pequeños círculos activistas se encuentran marcados por el solipsismo; cierto que algunos sectores despistados o intencionados se han dedicado a buscar el enemigo en las propias organizaciones sociales. Sin embargo, la experiencia pasada nos muestra que, pese a todo, las reservas morales pueden encontrar los caminos de la reactivación. Las condiciones son ahora más difíciles, pero la lucha habrá de darse.

*Sociólogo, docente de la Universidad Central del Ecuador.

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