Tapa y contratapa: Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) es socióloga y economista, con un máster en Estudios de Género; ha sido redactora, guionista, reportera y editora. Fundadora de Enjambre Literario, un proyecto editorial enfocado en publicar a mujeres. Casas vacías es su primera novela.
¿Otro libro sobre maternidades? sí. Porque hay tantas formas de ser mamá como de ser mujer, o ser humano, a pesar de circunstancias no tan alentadoras pero cada vez más universales, y de contextos semejantes, los vínculos afectivos se construyen desde la experiencia personal, y esto es lo que nos cuenta Brenda Navarro en Casas vacías: un hijo, un parque y dos madres.
“¿Qué hubiera pasado? Que mi dolor se hubiera vuelto real, que tendría que haberme enfrentado al hecho de nombrar lo que no existe. No hay palabra que defina a una madre sin un hijo que ya parió, porque no soy amátrida ya que Daniel sigue vivo y yo soy la madre, soy algo peor, algo innombrable, algo que no se ha conceptualizado, algo que solo el silencio hace llevadero”.
Algo brilla desde el inicio en Casas vacías, es como si al avanzar en la lectura una fuese encontrándose con un sonido lejano, el crujir de la madera, y es que está escrita con la sintaxis del desconcierto y del desconsuelo, del dolor, de la pérdida y también de la culpa; sentimientos que coexisten en las dos madres, porque mientras una de las mujeres pierde a su hijo la otra lo acoge, una sin desear ser madre se reprocha, la otra deseando serlo tiene miedo. Dos reveses de la maternidad.
De un lado, el ejercicio mecánico de la respiración como mantra, como una pregunta o como método de respuesta que dan cuenta del personaje y su entorno menos hostil, pero no por eso menos violento. Del otro, el mandato “piensa” como una muletilla que una de las madres usa para repasar el mismo acontecimiento, pero desde la carencia y la obligatoriedad. Un relato exasperante que te hace ir y volver por la escena que las une. Un niño con autismo, estando y faltando completa las vidas de estas mujeres.
En ese ir y volver al centro de la historia, al parque, a la figura del niño, se cruzan las dos mujeres y sus reflexiones más amorosas y sórdidas, sus encuentros amenazantes con las demás personas de su entorno, las demandas a ellas y a sus estados de ánimo respectivos, el reproche a sus acciones, es decir el acoso a sus vidas. En ese giro de ser madre y dejar de serlo a cada una se le va la vida.
“…metiéndose los dedos en la boca, todo entretenido, como si fuera feliz, yo limpiándome las lágrimas que se me escurrían solas. Así estaba iniciando el año, como con la esperanza de que aquella tarde no me hubiera dado el arrebato de abrir la sombrilla roja y pasar como si nada por el parque y llevarme al niño más bonito que había visto en la vida”.
Mientras vamos a pasos entrecortados para comprender la historia que se conecta desde dos habitaciones que parecen contiguas, y al mismo tiempo distantes, de las dos mujeres protagonistas, nos encontramos en la construcción de la novela misma. Una arquitectura que parece modelar las cotidianidades femeninas: paredes invisibles, pisos que no son firmes, y tal vez casas sin techo, abiertas y libres para que los miedos salgan, o el mundo entre, que es lo que sucede en las vidas de estas personajes, mientras viven sus deseos o cumplen aquellos que les ha tocado vivir.
Pero es también un libro sobre otras circunstancias de ser mujer: hijas adoptadas, suegras, hermanas muertas, madres, amigas; feminidades que confluyen para dar cuenta de cómo sus historias de vida están vinculadas con la violencia estructurada que confabula en contra suyo de maneras distintas. No es gratuito que los personajes hombres de esta historia aparezcan para dar cuenta de los abandonos, los golpes, los traumas y hasta las muertes de quienes cuidan o son responsables.
Casas vacías edifica sobre la ternura y la frustración que encierran las maternidades, sobre tener un hijo desde el deseo o desde la imposición; sobre perder un hijo, ya sea desde el olvido, o en el fondo del recuerdo, en un parque o a manos de su pareja, y finalmente reconocerse en esa pérdida, en esa grieta abierta en medio de un muro.
Brenda Navarro se estrena sin ningún titubeo con esta novela fulminante, en un ejercicio nada sencillo dada la coyuntura con el que el tema de la maternidad ha sido tratado por sus pares contemporáneas, algunas dejando menos rastro en el gusto lector que otras.
“Pegué algunas papeletas cerca de la casa y del parque donde Daniel desapareció. No faltaba el curioso que irrumpía en el duelo con el que me desprendía de la imagen de mi hijo. Miraban pero no miraban, nunca miran y cuando lo hacen es para reafirmarse que ellos están bien. La desgracia del otro es la oblicuidad de nuestro propio eje”.
-Brenda Navarro
*Natalia Enríquez es comunicadora social, máster en Estudios de la Cultura – Políticas Culturales. Es madre de un niño de 6 años, tiene un gato negro y ama la literatura, tanto que piensa que su vida es una ficción.