02 de julio 2016
Es difícil hablar de Colombia fuera de los parámetros de la violencia, no sólo por los enfrentamientos armados, el crimen organizado, paramilitarismo y narcotráfico que han sido parte de su historia por más de medio siglo, sino porque es un país marcado por una representación mediática que ha sido incapaz de aportar al espíritu crítico de la opinión pública y la convivencia pacífica de su sociedad.
La violencia se ha convertido en la principal forma de narración en Colombia, una muestra de ello son las narcoseries que en el Ecuador se consumen desde hace una década. El sórdido mundo del narcotráfico, con sus espectaculares balaceras, paupérrimas y fastuosas vidas, asesinatos y corrupción, se transformó en un enlatado mediático bastante rentable para las cadenas televisivas y en una extraña forma de entretenimiento que logró cautivar a un importante número de televidentes.
Las narcoseries se caracterizan por mostrar diversos ámbitos del poder corruptor y violento del narcotráfico y desde la mirada de sus creadores significan un aporte para el debate de los problemas sociales que aquejan a Colombia. Sin duda, los altos niveles de audiencia que generaron estas producciones, son una muestra de que efectivamente se tomaron muy en cuenta las inquietudes de una sociedad ansiosa por encontrar explicaciones y salidas al círculo de violencia que la agobia, pero ¿qué nivel de reflexión puede alcanzar una sociedad profundamente violentada que encuentra en la televisión un retrato espectacularizado de su realidad?
En las sociedades mediatizadas la supremacía de la imagen crea una especie de vínculo entre el espectador y lo que ve, el cerebro cree en lo que ve y parecería que solo existe lo que puede ser captado por el lente de una cámara. La televisión es capaz de crear confusión entre la observación y la observación mediada, tal es así que ya no basta con vivir a diario el conflicto, ahora se puede ver el reprise por televisión; si no entendemos lo que vemos con nuestros ojos, la teleserie nos explica con el show.
Cuando la realidad se convierte en espectáculo y los ciudadanos en consumidores de su propia historia, es difícil pensar que la impactante exhibición de violencia puede significar un aporte para la comprensión del trasfondo estructural del conflicto y la construcción de una opinión pública reflexiva y conciliadora, por el contrario el juego mediático invoca constantemente un discurso que apela a nuestras emociones y a la responsabilidad individual. Generalmente los protagonistas son personajes ambiciosos que en su afán de conseguir sus propósitos se enrumban por un camino de codicia, traiciones y dinero fácil y al final terminan pagando precios muy altos por sus deseos, como la muerte o la cárcel. Es así que las narcoseries se limitan a masificar una lectura moral que está lejos de examinar las raíces de sus contradicciones y tragedias.
Muchas producciones de este tipo han manejado el esquema de la criminalización de la pobreza, a partir de la fórmula: pobreza + ambición = violencia. Si consideramos que los medios graban los estereotipos mediante innumerables repeticiones, es otra forma de afirmar que todo pobre es un potencial delincuente y perturbador del orden; estos estereotipos que niegan al otro, lejos de generar cohesión, fragmentan aún más el tejido social.
El beneficio de explotar la violencia no es únicamente comercial, existen interacciones en donde los campos político y mediático suelen coincidir en función de la uniformidad y el condicionamiento social. En Colombia, la violencia se ha convertido en ejercicio político de normalización y construcción de significaciones, en este caso, la televisión puso su capital simbólico a disposición de la legitimación del statu-quo y la lucha contra el terrorismo. Frente a un escenario tan convulsionado, el tirano poder puede purificarse detrás del velo de un discurso moral; que al amparo de una “justicia” legitima su ejercicio brutal, construyendo de esta manera una lucha aparente de dominación del bien sobre el mal.
Nos hemos acostumbrado a ver a Colombia a través del espejo de la sangre y de un drama que parece no tener fin, sin embargo la historia de este país hoy busca otro rumbo. El fin del conflicto armado entre el Estado colombiano y las FARC-EP intenta abrir horizontes de esperanza para las nuevas generaciones y en ese camino por la paz hay todavía mucho que hacer; por otro lado, sigue latente el desafío de reconstruir el imaginario colombiano desde la esperanza, reinventar las maneras de contar desde narrativas y representaciones que le den protagonismo al amor, la alegría de lo cotidiano, la ética, el respeto a las diferencias, los derechos humanos para no seguir reforzando los estereotipos del narcotráfico y que en la historia a futuro el único desplazado sea el miedo.
El modelo liberal de información ha creado la apariencia de neutralidad frente a los hechos, por tanto parecería que los medios de comunicación no tuvieran una responsabilidad sobre los relatos que construyen el imaginario colectivo en la sociedad; sin embargo, son un escenario clave para la proyección simbólica de un país que necesita reconstruirse, imaginarse y proyectarse a futuro. La opinión pública no puede cimentarse mediante una práctica periodística y comunicacional que no se compromete con la formación de públicos en el sentido político del término y que solo busca la conformación de audiencias rentables.
En Así habló Zaratustra, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche menciona tres transformaciones del espíritu: la del espíritu en camello, la del camello en león y la del león en niño. El camello representa el espíritu fuerte, sufrido y reverente del ser humano que soporta pacientemente pesadas cargas de la moral. El león representa el ser humano crítico y activo, decidido a enfrentarse con todo lo establecido hasta consigo mismo para conquistar la libertad. El león es capaz de alcanzar su libertad pero no de crear nuevos valores, es por eso que debe trascender a niño. El niño, en la metáfora de Nietzsche, es inocencia, olvido, un nuevo principio, un juego, una rueda que se pone en movimiento por sí misma, un echar a andar inicial, un santo decir sí.
Podríamos pensar que Colombia como el camello cargado, internado en el desierto de la violencia, ha trascendido su espíritu en el león ansioso por conquistar su libertad y empieza a enfrentarse con asertividad a sus propios demonios. Ahora es preciso que el espíritu colombiano asuma su transformación más importante y trascienda a niño, para construir los nuevos valores en el desafiante juego de crear y contar.
La narrativa actual busca conectar con un público que no ve más allá de la identificación con la historia de los personajes, pero también con los anhelos de poder y de dinero, con la prepotencia de la posesión y el uso de las armas, del enfrentamiento y la confrontación con la ley, la ley que les parece incongruente y cínica. Todo ello envuelto en un manto justiciero y cuasirevolucionario; un perverso torcimiento de la realidad que engaña y embrutece, que se adhiere al pasado como brea para que no podamos avanzar.