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DE BUCARAM A LASSO: variaciones para una estrategia de división del movimiento indígena. Por Juan Cuvi

Noviembre 9, 2012

Dividir es una estrategia tan antigua como la misma política. Es consubstancial al poder, más no necesariamente al gobierno. Un gobierno puede estar en tales condiciones de debilidad que a duras pena tiene la capacidad para sostenerse. El poder, en cambio, actúa de manera permanente y eficaz, especialmente cuando es fáctico, cuando no está obligado a exhibirse, cuando utiliza las sombras para escurrirse hábilmente.

En su corta pero intensa trayectoria política, el movimiento indígena ecuatoriano ha debido hacerle frente a distintas formas de hostigamiento y agresión. Unas desde el poder, otras desde los gobiernos de turno. Y aunque muchas de ellas han servido de acicate para consolidar la organización, para profundizar las propuestas o para fortalecer las luchas, ninguna ha sido tan devastadora como la confrontación interna. Infiltración, intrigas, cooptación y sobornos han ido de la mano en esta cruzada orientada a desmantelar una de las mayores amenazas –si no la única– para el sistema capitalista a nivel regional.

En efecto, el movimiento indígena ecuatoriano ha sido reconocido mundialmente como una manifestación relevante y pionera en los procesos emancipatorios de los pueblos originarios; ha marcado una pauta de lucha social y política fundamental para la construcción de una democracia radical; ha cuestionado de raíz un modelo de Estado ajeno a la realidad plurinacional y multicultural de nuestros países; ha desnudado una concepción del desarrollo basada en la acumulación desenfrenada e irresponsable de riqueza; y, sobre todo, ha reivindicado la posibilidad de construir una sociedad diferente y alternativa, asentada en preceptos como la solidaridad, la reciprocidad, el equilibrio y la equidad. Es decir, todo un compendio de elementos que ponen contra la pared a la propuesta hegemónica del capitalismo salvaje.

Es justamente esta lógica anti-sistémica la que colocó al movimiento indígena en la mira del poder. No fueron los supuestos intentos por desestabilizar a los regímenes de turno, ni las supuestas aspiraciones secesionistas que amenazaba la integridad del Estado nacional, con las cuales las élites alarmaron a una población pacata y atemorizada frente al despertar político de la diversidad. Si los gobiernos trastabillaron ante la irrupción arrolladora del movimiento indígena fue porque no lograron manejar ni corregir las deformaciones estructurales de un sistema basado en la exclusión, la desigualdad y la dominación cultural.

La sorpresa y la conmoción que resultaron de los innumerables levantamientos y movilizaciones indígenas durante los años 90 prácticamente desquiciaron al sistema político ecuatoriano. Hasta la caída de Mahuad, todos los gobiernos se movieron entre la manipulación y la torpeza, entre la negociación y la artería, simplemente porque nunca contaron con una propuesta consistente para afrontar un desafío hasta entonces inédito… o quizás  porque actuaron únicamente como parapetos de una estrategia que se diseñó y montó tras bastidores.

La sospecha de una intervención a gran escala para contrarrestar el crecimiento del movimiento indígena ha rondado los análisis políticos desde un inicio. En efecto, a partir del gobierno de Bucaram, la división del movimiento indígena se convirtió en una necesidad geopolítica, que a su vez se tradujo en una política encubierta desde el Estado ecuatoriano. Esta decisión, que no ha cesado hasta ahora, ha implicado un pacto entre las élites nacionales y los centros del poder global, con el propósito fundamental de garantizar la preservación de intereses puntuales y el control de recursos estratégicos.

Desde entonces, y mal que bien, todos los gobiernos han continuado con el mismo libreto, aunque realizando algunas adecuaciones. Gutiérrez, por ejemplo, incorporó a muchos cuadros y dirigentes indígenas en altas funciones del Estado, para luego penetrar sin mayores complicaciones en la organización comunitaria. Típica estrategia militar. La ofensiva habría sido aún más destructiva de no haber mediado la caída de su gobierno. No obstante, esas políticas clientelares puestas en práctica durante dos años y medio le han producido réditos político-electorales hasta el día de hoy.

Los límites a la estrategia de Gutiérrez, no obstante, se pusieron de manifiesto en la imposibilidad de ejercer control directo sobre las federaciones indígenas. Un discurso demasiado servil con los intereses transnacionales provocó suspicacia, recelo y un inminente rompimiento de la alianza. Pero dejó un flanco vulnerable en el movimiento indígena. Por ahí atacó Correa.

Al contrario de Gutiérrez, que permitió la aplicación de medidas divisionistas básicas y directas, Correa abrió las puertas a una estrategia de mayor complejidad: el control corporativo de las organizaciones indígenas. No solo había que dividirlas, sino que debía sometérselas al proyecto oficial. Esto explica por qué el gobierno ha oscilado permanentemente entre la persecución y la cooptación: porque dentro de su perspectiva de neutralización no existe campo posible para la negociación.  Quienes no se suman son aniquilados. Las únicas organizaciones sociales aceptadas son aquellas que renuncian a su autonomía, que adecuan su proyecto a la agenda oficial, que son funcionales al Estado. Típica estrategia fascista.

Adicionalmente, el gobierno de Correa dispone de algunos ingredientes que le han permitido intervenir con mayor contundencia. Por un lado se aprovecha del rompimiento que involucró a los grupos mestizos que durante largo tiempo mantuvieron vínculos estrechos con la CONAIE y Pachakutik. Esto le ha permitido dotarse de un eficaz equipo de operadores, capaces de reactivar relaciones triangulares o personales con ciertos sectores indígenas; estos operadores, además, apelan a una retórica de izquierda que confunde, pero que también convence.

Por otro lado, el capital transnacional desarrolla hoy una ofensiva precisa, definida y perfectamente identificable: la explotación de recursos naturales en territorios mayoritariamente indígenas (concretamente metales, hidrocarburos, agua y biodiversidad). Es innegable que detrás de las iniciativas del gobierno merodean actores vinculados al gran capital, cuyo proyecto estratégico de control de los territorios indígenas está activado desde hace varias décadas. Se trata de un objetivo claramente geopolítico, que es el que en última instancia definirá y sostendrá la estrategia de neutralización de los pueblos y organizaciones indígenas con la anuencia del gobierno. Es el verdadero poder.

Las consecuencias de esta labor de zapa desarrollada por los distintos gobiernos se evidencian, con no poco patetismo, en el actual escenario electoral. A los pedazos de organización indígena arranchados por el gutierrismo y el correísmo se añade hoy la fragmentación voluntaria propiciado por Lasso y ejecutada diligentemente por Auki Tituaña. Aunque resulta prematuro dimensionar los efectos de esta atomización electoral, es innegable que constituye una grave amenaza para el movimiento indígena, de manera particular para su organización más fuerte y representativa. No es un asunto numérico sino simbólico. El neo-malinchismo encarnado por Tituaña no perjudica porque pueda arrastrar a una determinada porción de organizaciones de base, sino porque amplifica el proceso de división empujando desde adentro. Que Tituaña haya optado por posiciones de derecha resulta secundario; lo peligroso es que, en su calidad de indígena y de dirigente histórico de la CONAIE, atenta contra la integralidad de su pueblo en tanto sujeto social.

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