Setenta años de la Declaración de los Derechos Humanos parecen nada; tal como los siglos transcurridos desde la Revolución Francesa, cuando se asumieron los Derechos del Hombre y del Ciudadano (por no mencionar el trágico destino de quien, en aquel momento, pidiera los derechos de la Mujer y la Ciudadana).
Levántate, en pie, defiende tus derechos.
Levántate, en pie, no dejes de luchar”.
Bob Marley
Basta abrir cualquier periódico del planeta para constatar -ya desde la primera página- (casi) siempre noticias sobre alguna violación a dichos derechos. Y eso sin mencionar las violaciones estructurales de los derechos a la vida (derechos fortalecidos no solo en los derechos políticos, sino en los derechos sociales, culturales y ambientales de individuos y pueblos, todos igualmente violados casi a diario).
A pesar de tantos discursos escuchados y acciones desplegadas por años, falta muchísimo para la real vigencia de los Derechos Humanos. Más allá de las buenas intenciones, las organizaciones y las instituciones especializadas, la actualidad de tales derechos es sombría más aún en el mundo empobrecido.
Pero si bien la realidad induce a un pesimismo profundo, el derrotismo es inadmisible. Los avances civilizatorios son lentos, a ratos imperceptibles, pero existen y debemos evaluarlos y analizarlos, sin caer tampoco en triunfalismos de ocasión. El objetivo es redoblar esfuerzos para que los Derechos Humanos sean una realidad que trascienda las meras proclamas.
Pensarlos como mecanismo de medición de procesos en marcha no ha dado resultados satisfactorios. Apenas un ejemplo: medir los impactos sociales y ambientales de las políticas económicas no basta para detener la irracionalidad del capital. El saldo será siempre lúgubre y frustrante si la Humanidad y su madre -la Naturaleza- no son el centro de atención de la política y la economía. No bastan las políticas sociales paliativas de los impactos de la acumulación capitalista…
Buscar imposibles equilibrios macroeconómicos sacrificando y empobreciendo a poblaciones enteras debe condenarse de entrada. Siempre las políticas económicas -agrarias, industriales, comerciales, etc.- deberían diseñarse bajo el respeto pleno de los Derechos Humanos. A la postre el asunto no es solo económico, sino fundamentalmente de ética política. Sin olvidar las expresas restricciones en la legislación nacional e internacional sobre Derechos Humanos, urge dar al menos dos pasos adicionales.
Un primer paso implica superar la lógica mercantil -todo se vende y se compra, desde escrúpulos y principios hasta la propia vida- que ha penetrado en todas las esferas de la existencia incluso mercantilizando la Naturaleza: se establece bancos de semen o vientres de alquiler; comercializa el clima; se construye el mercado de la información genética (que sueña con transformarnos en “maquinas inteligentes” que vuelvan irrelevante a lo “humano”)… La experiencia humana se transforma profundamente y hasta puede extinguirse, a menos que rompamos radicalmente la actual globalización del capital. A pesar de eso hay logros en temas de equidad de género, participación de la sociedad civil… avanzamos lentamente en el derrocamiento del dominio patriarcal y de la colonialidad. Pero toda esa lucha será inútil si no detenemos al desenfrenado tren de la Modernidad y sus delirios de auto-aniquilación.
Nos falta entender a plenitud -y con humildad- que la experiencia humana emerge de relaciones, significados y practicas entre seres humanos y no-humanos, todos constitutivos de la misma Naturaleza de quien somos apenas una pequeñísima extensión. Todos -humanos y no humanos- somos actores indispensables en el teatro de la vida, pero no somos los únicos y menos aún los principales protagonistas. Por eso al primer paso, debe seguir un segundo: entendamos que la Naturaleza es sujeto de derechos (recuperando experiencias como de la Constitución de Ecuador).
Ambos pasos, cual vigorosas alas, pueden llevarnos a la discusión y el abordaje de cuestiones vitales para la Humanidad y por ende la Naturaleza. Nos toca organizar la sociedad y la economía asegurando la integridad de los procesos naturales, garantizando los flujos de energía y de materiales en la biosfera, preservando siempre la biodiversidad del planeta. En estricto, los derechos a un ambiente sano para individuos y pueblos son parte de los Derechos Humanos, pero no son Derechos de la Naturaleza. Las formulaciones clásicas de Derechos Humanos como los derechos a un ambiente sano o calidad de vida son antropocéntricas, y deben entenderse separadamente de los Derechos de la Naturaleza. Tampoco cabe aceptar que los Derechos Humanos se subordinan a los Derechos de la Naturaleza, como afirmó algún solemne ignorante. Al contrario, ambos tipos de derechos se complementan y potencian.
Entender los alcances civilizatorios de los Derechos de la Naturaleza demanda liberarnos de dogmas y de viejos instrumentarios analíticos. En el tránsito hacia una civilización biocéntrica no solo cuenta el destino, sino también los caminos que lleven a una vida en dignidad. Garantizando a todo ser, humano y no humano, del más pequeño y humilde al más grande y majestuoso, un presente y un futuro, aseguraremos la supervivencia humana en el planeta. Supervivencia hoy amenazada por las ambiciones de lucro y de poder. Así, los Derechos Humanos y los Derechos de la Naturaleza, complementarios como son, sirven de hoja de ruta y aliento de esperanza.
Vistas así las cosas nada nos puede conducir al desánimo. Aspiremos siempre a más derechos, nunca dejemos de luchar.
*Economista ecuatoriano. Ex-ministro de Energía y Minas. Ex-presidente de la Asamblea Constituyente. Ex-candidato a la Presidencia de la República del Ecuador.
Precisamente aunque no les guste a muchos lo que voy a decir, hablar de “derechos de la naturaleza” responde a una visión antropocentrista que resulta risible: los estados otorgando supuestos derechos al continente de los estados la Naturaleza, así con mayúscula. Mas bien hablemos del cambio climático y que se puede hacer al respecto.