DISCURSO DE (DES)ORDEN (Segmento)
Fernando Balseca
Pronunciado en la sesión de clausura del XI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla”,
21 de octubre del 2011
La cultura es una pasión sin freno. Está entre los hombres para sembrar la discordia.
Nélida Piñon
¿Existe vida más allá de la revolución ciudadana y del socialismo del siglo XXI? Formulo esta interrogante porque los organizadores, los autores, los participantes y el público estudiantil y ciudadano de este XI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla” cohabitamos en una red concreta de relaciones familiares, comunitarias y sociales de la cual no podemos escapar; menos aún, hacernos los desentendidos. La reestructuración del Estado ecuatoriano, iniciada en 2007 por lo que entonces se llamó Acuerdo PAIS y hoy Alianza PAIS, es algo que nos implica a todos de distinta manera en nuestras actividades cotidianas, productivas y familiares, pues la política se relaciona con nuestro futuro inmediato y mediato. Está en nuestras
casas; los hermanos se pelean. Y es tan central que incluso compromete a seres que no han nacido todavía, pero que enfrentarán las consecuencias de nuestras acciones, o inacciones, sin ni siquiera nosotros haberlos consultado.
En una reunión de personas que se las ven a diario con la creación y la lectura de textos literarios –que son universos verbales que resisten o que asimilan una realidad material que determina nuestras conciencias–, no podemos soslayar la pregunta por la manera en que los escritores, los estudiosos de las letras, los profesores de lengua y los intelectuales conectamos los paisajes imaginarios que leemos con el mundo duro, real, palpable, del entorno social. ¿Y cuál es la gran afirmación por fuera de las paredes de este auditorio? El gobierno nacional ha desplegado una extendidísima obra pública – ese es su deber– pero también, y esto nos concierne a quienes trabajamos con las palabras, una grandísima maquinaria proselitista que, en televisión, radio y prensa, pretende dotarle al país de una realidad de la que no estamos seguros si es completamente cierta o si constituye una especie de realidad virtual. Se trata de la creencia de que avanza la marcha hacia la revolución y el socialismo donde la patria es de todos.
Frente a este eslógan, se recicla una de las inquietudes más firmes del siglo XX en el XXI: ¿Tienen qué decir los escritores, los intelectuales, la gente de pensamiento, los universitarios, los hombres y las mujeres que leen y que se instruyen? ¿Hemos de dar por válidas, sin análisis y sin razonamientos, las conclusiones que el poder político propone –daría la impresión– casi a la fuerza? ¿No estamos viviendo una época en la que, paradójicamente se va dificultando la posibilidad de expresar lo que se piensa? Para mí, este es un verdadero drama, pues, en nuestras aulas, ¿no señalamos que la literatura es un arte con el que es posible decirlo todo para desmontar aquellas verdades que las distintas clases de poderes quieren hacer pasar como edictos inmutables y eternos? ¿No insistimos en que la palabra de la literatura no puede ser contenida por ninguna cortapisa?
¿Por qué, entonces, ahora, sin más, los escritores –y las escritoras– tendrían que concederle todo el crédito a las aseveraciones de los políticos profesionales? ¿A cuenta de qué los escritores, entrenados para escudriñar los rincones de la paradoja y la contradicción humanas, en aras de un nueva época construida al parecer en el idealismo, tendrían que entregar toda su confianza a los dirigentes de este anunciado cambio social? Una mayor inversión en infraestructura pública en escuelas, hospitales, vialidad y prevención de riesgos no le da a nadie el derecho para constituirse en una nueva deidad que reclame adoración ciega e incondicional. No veo razones para que los escritores dejen a un lado el escepticismo si, con Albert Camus (1), todavía pensamos en las dos tareas que dan grandeza al oficio de escritor: “el servicio a la verdad y el servicio a la libertad”. La literatura y todas las actividades posibles alrededor de ella pueden ser entendidas también como un servicio público, que tendría el propósito de posibilitar la revelación de la interioridad de un sujeto, por medio de un ejercicio responsable y cuidadoso con la lengua, e instalarla en la mente y en los corazones de los lectores, a través de los tiempos, las culturas y las civilizaciones.
Por tanto, quienes estudian, resguardan y atesoran el bien decir y la elegancia y fortaleza de las palabras, ¿no debemos solicitar al gobernante que no desdibuje el significado ya conocido de los vocablos? ¿Es que el contenido de los significantes revolución y socialismo, semánticamente hablando, se compadece con la realidad que moramos? De otra parte, ¿no nos han mostrado los historiadores sobre el destino trágico que han tenido las revoluciones –sólo para hacer un recorte cercano– en el siglo XX? Casi todos los procesos políticos destinados a redimir a las masas, ¿no terminaron en situaciones que nos parecen indignantes y penosas? ¿Dónde ponemos a la Revolución mexicana del relato Los de abajo o de La región más transparente? ¿Dónde a la Revolución rusa de las observaciones y escritos de Máximo Gorki? ¿Dónde a la Revolución china –Revolución cultural incluida– de las novelas Gao Xingjian? ¿Dónde a la Revolución cubana de las novelas detectivescas de Leonardo Padura? ¿No sería revolucionario, más bien, extraer una meditada lección de esos pasados y tratar de vivir el presente con los cambios que sean posibles, sabiendo de que se trata de una tarea en la que se involucrarán también las generaciones futuras? ¿Es que basta con endilgarle un nuevo nombre a la misma realidad para que esta empiece a transformarse? ¿Cuál es la garantía de que la Revolución ecuatoriana sí será triunfante a lo largo de 300 años?
No estoy dudando de la dimensión performativa de la palabra, que produce efectos en los humanos, aunque también instala el malentendido y la dificultad en las relaciones; pero los políticos profesionales –los primeros educadores del país, dada su continua exposición en los medios– deben retornar a la responsable pero sencilla sensatez por medio de la cual deben asumir que no es cuestión de un líder, ni siquiera de una generación, peor aún de un solo movimiento político o de una ideología, cambiar y levantar el Ecuador que nos hace falta.
¿No nos ha enseñado la historia que es imposible cambiarlo todo? Los escritores, que se nutren de referencias de libros, viajes y de otras manifestaciones culturales, sí queremos un país mejor, sin inequidad, con claras oportunidades para la mayoría; anhelamos una ciudadanía con talento, educada, culta; una sociedad que erradique su miseria y que le dé a todos la dignidad que se merezcan. Sí estamos junto a esta visión; sí somos conscientes de la urgencia de las transformaciones que pueda emprender un buen gobierno. Dado que el valor de las palabras constituye un elemento crucial de nuestros modos de ser –Felipe Aguilar ha recordado la delicadeza con la cual Maria Eugenia Moscoso, presidenta de este Encuentro, escoge su vocabulario–, bien nos merecemos un poder político decente que no tergiversara el contenido y el alcance de sus palabras. Este uso inopinado de la lengua es tan contagioso que hoy podemos ver un spot de la Alcaldía de Guayaquil que reclama: “En Guayaquil todos los días vivimos la revolución del bienestar”. La revolución deviene, pues, en cualquier cosa.
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No hay ninguna ordenanza ni decreto alguno que autorice a los escritores para erigirse en vigilantes de la sociedad (aunque P. Shelley dijo que “los poetas son los legisladores no oficiales del mundo”). Lo que sí existe –ya que los escritores pulen y fortalecen las palabras para darles un brillo que en el lenguaje corriente o en el diccionario no tienen– es una necesidad existencial de defender los usos de la lengua. ¿No es un relato un dispositivo que desmonta los mecanismos del poder al intentar una explicación distinta, al proponer entrar en la otra escena para entender los actos humanos? ¿No se le ha concedido al poema, en la teoría literaria, el lugar de la reinvención no sólo de un lenguaje sino de novedosas realidades?
¿Por qué, entonces, los escritores y todo el circuito que se desarrolla alrededor de la producción literaria tendrían que acoger sin más la existencia supuestamente primorosa y primaveral de una realidad política y social que, como país, nos está lacerando y fracturando porque se enseñorea con una incapacidad para ampliar los espacios para la democracia? Hasta escribirán por nosotros si el poder continúa concentrando tanto poder en un solo vértice. Ya el gobierno nacional es el más potente emisor de mensajes. Como autor, me angustia el desajuste basto entre la palabra gubernamental y la realidad; brecha que es salvada, es de lamentar, llamando a las cosas con otros nombres. Acá la revolución no es la revolución, el socialismo no es el socialismo. Y lo peor que nos puede suceder como comunidad es que las palabras se vacíen de sus significados para adquirir usos irresponsables, ligeros o ahistóricos. No podemos aceptar que el político profesional ecuatoriano tergiverse la lengua para ajustarla a dimensiones utilitarias y triunfalistas.
También debemos grabar en nuestra mente, como señala Martha Nussbaum, la idea de que “los artistas no son los servidores incondicionales de ninguna ideología, salvo cuando están sujetos a la intimidación o a la corrupción” (46).2 Por eso la enseñanza que proporciona la literatura puede ser peligrosa ya que “Un ser humano capacitado para seguir los argumentos en lugar de seguir al rebaño es un ser valioso para la democracia” (79). La cultura política que nos ayudará a crecer es la del disenso individual, que favorece la responsabilidad personal, que nos ayuda a tener voz propia; aquella de “un ser activo, crítico, curioso y capaz de oponer resistencia a la autoridad y a la presión de los pares” (105). Insisto: no hay mejor escuela para la democracia que la imaginación
literaria, que nos brinda la posibilidad de ponernos en el lugar de otra persona y, así, entender sus sentimientos.
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Es difícil que el poder político –cuyo objetivo más que el bien común parecería ser el de obtener más victorias en las urnas– considere la necesidad de reflexionar a partir de otras lógicas que no sean las del poder mismo. Es una lástima, porque otras lógicas son básicas para preservar la rica diversidad social y mental en la que estamos sostenidos.
Pero, por ejemplo, ¿no sería una transformación –esta sí radical– que los ministerios de Educación y de Cultura ya no obedezcan al Ejecutivo y que actúen bajo unas políticas independientes del poder de turno? ¿No son estas carteras de Estado, que tienen que ver con el saber, las cunas más sensibles a partir de las cuales se darán (o no) los cambios trascendentes en el Ecuador? ¿No son la mejor educación y la mejor cultura, educación para la crítica y cultura para la crítica? ¿Educación para no servir al poder, cultura para no servir al poder? Si los políticos profesionales no modifican la lógica del poder con que somos gobernados, mediante la cual una nueva ideología utiliza exactamente las mismas prácticas de ejercicio de autoritarismo que hemos visto desde siempre, no nacerá una cultura política esperanzadora, necesaria para impulsar, con otra dinámica, las modificaciones imaginadas. Al acaparar cada vez más espacios y funciones, el poder revolucionario corre el riesgo de quedarse atascado en los argumentos del pasado que dice combatir. Necesitamos asegurar un cambio real de las mentalidades y de las prácticas sociales cotidianas. Esta es la revolución, y debería empezar por asignarle al poder funciones más tolerantes, más creativas y más silenciosas.
Así, ¿qué papel han jugado –y jugarán– los escritores que están ahora haciendo uso del poder en secretarías de Estado, embajadas, y organismos de comunicación y asesorías del Estado? ¿Podemos pedirles que sean consecuentes con el espíritu de las artes que antes practicaron, con las que anhelaban conquistar una libertad y una verdad distintas a las del poder político? ¿No es tarea de la gente pensante, pero especialmente de esos escritores que tienen una figuración pública, impedir que la llamada revolución se convierta en el nuevo statu quo? ¿Por qué ellos se han sometido calladamente al poder? José Saramago nos ha alertado: “Lo primero que se le dice al poder es no. No un no porque sí, sino porque el poder debe ser vigilado permanentemente. El poder siempre tiende a abusar, a excederse” (15 marzo 1990: 421).3 Además: “Quien piensa sabe decir no y esa palabra consituye una revolución, pero ese no tiene un sentido cuando se trata de un no colectivo, de una voluntad colectiva. No obstante, todos sabemos que también el no se corrompe, se acomoda y se convierte poco a poco en un sí. Cuando eso ocurre, no hay más remedio que volver a decir otra vez no” (22 nov. 2001: 423). Con Saramago, lo revolucionario consiste en un examen autocrítico permanente e interminable.
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Lo grato y aleccionador de las reuniones sobre literatura –ya lo han comunicado otros– es que no están obligadas a concluir con consensos absolutos; sólo nos es suficiente que en la escucha surja algo diferente de lo que pensamos y salgamos de la reunión algo distintos de cómo entramos. Mauricio Wiesenthal, al estudiar la obra de León Tolstoi, un escritor que procuraba una autoridad moral, nos ha recordado la obligación de interrogarnos, para empezar, a nosotros mismos: “Ahí estamos los escritores, orgullosos de nuestros premios y nuestras cifras de venta. ¿Qué ideas aportamos? ¿Qué significamos para la Fe de los hombres? ¿Qué valores proponemos a la sociedad? ¿Qué somos más que vendedores de historias de papel?”.4 Considero que ninguno de los que estamos aquí, atraídos por la estética de las palabras, cree que la práctica literaria se manifiesta como un simple adorno o una decoración para simplemente sentirnos más cultos. Nosotros, que dudamos de la noción de progreso en la historia, que hemos leído que no hay épocas mejores, que no hay creencias más avanzadas, ¿qué intervenciones estamos compelidos a realizar en la perspectiva de ofrecer una visión de la realidad que se compadezca con las esperanzas del presente?
A diferencia de la política, que únicamente ve la elección de mañana, la mirada analítica de los escritores es realmente profunda. La sociedad de los lectores debe demandar más calidad y más responsabilidad en los políticos. La literatura nos enseña esto: a ser insumisos. Los escritores estamos llamados a intervenir, ciertamente no comprometiendo el arte de nuestras ficciones –en el sentido de que tienen su propia dimensión y autonomía–, sino con el conocimiento de la libertad que nos otorgan esas ficciones, que son formas de conocimiento, indagación y transformación de la realidad. ¿Existe vida, pues, más allá de la revolución ciudadana y del siglo XXI? Yo diría que sí.
1. Albert Camus, citado en Roberto Saviano, La belleza y el infierno [2009], trad. Juan
Vivanco, Barcelona, DeBols!llo, 2011, p.186.
2. Martha C. Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las
humanidades [2010], trad. MaríaVictoria Rodil, Buenos Aires, Katz, 2010.
3 José Saramago, En sus palabras, ed. Fernando Gómez Aguilera, Madrid, Alfaguara,
2010.
4 El viejo León: Tolstoi, un retrato literario, Barcelona, Edhasa, 2010: p. 162.
5 Damián Tabarovsky, Literatura de izquierda [2004], Cáceres, Periférica, 2010.