El Telegrafo www.telegrafo.com.ec
11 julio 2013
Por estos días la figura y el recuerdo de lo que simboliza Nelson Mandela en el mundo se ha convertido en noticia ineludible. Incluso la disputa familiar sobre el manejo de su imagen -una vez que haya muerto- ocupa otro tanto de reportes. Pero quizás lo que más llama la atención es la exaltación en vida del hombre que derivó la política más allá de su propio sacrificio, en una Sudáfrica postrada por la segregación y la miseria. Algunos lo explican como su asunción posterior a los bienes básicos de la democracia y, otros, como una praxis vital: hacer lo posible y no lo deseable.
Habría que adentrarse en su historia personal y en la historia de Sudáfrica para entender por qué esos valores pudieran explicar, de una manera atrevida pero reduccionista, el rol que jugó Mandela en la abolición del apartheid o por qué el perdón o la conciliación, como categorías sociales, pueden también potenciar –positiva o negativamente- el orgullo de quien las ostenta como herramienta de lucha. Lo cierto es que el significado de lo que Mandela hizo para reconducir el destino de su gente es más difícil que su biografía, aunque ella contextualice, con enorme dolor, el infortunio de ser negro en una geografía colonizada.
Ahora, si queremos acercarnos a la liberación de los pueblos sometidos, a su descolocación como sujetos de una trama política y económica que se instaura desde centros de poder –viejos o nuevos-, a su reflejo social condicionado por tareas intrínsecas a la conservación de una columna vertebral –sabiendo que las extremidades se pueden romper sin afectar el tronco-, a la aquiescencia o readaptación de un modelo de orden en el cual la conciliación relativiza el holocausto de los héroes que antecedieron en las luchas, hemos de decir que eso no es posible si todo aquello –con o sin Mandela-, como expresión cruda de la desigualdad y el desprecio, no ha sido asumido y enfrentado lejos del orden anterior y el nuevo orden, como nos enseñara Franz Fanon; porque esos “órdenes” son factorías de un cálculo político nunca fortuito.
Recuerdo ahora que cuando la película Invictus perfiló a Mandela –gracias a su astucia política- como el hacedor de un “espíritu nacional” condensado en un equipo de rugby (que ganó una copa mundial a pesar del prejuicio), asistíamos, también, a la inoculación de los valores del triunfo occidental en un pueblo cuya autoestima no se revela por el delirio deportivo de las masas. Esa occidentalización de la cosmovisión política de Mandela, que no alude ni ahonda en la génesis del sustrato colonial, es la prueba fehaciente de que su figura creció precisamente porque devino en símbolo inocuo del statu quo edulcorado del presente.
Por eso no asombra que hoy su mitificación sea parte de un ejercicio publicitario familiar. O que su mutación política, forjada en el sistema de la gloria individual, disimule la incubación del olvido.
El legado de Mandela abre la ruta de la vergüenza, además, cuando sus seguidores se entregan a los atavíos del mito y no tienen ni idea de lo que representa una descolonización verdadera.