09 de octubre 2016
El posmodernismo sentó sus reales en la axiología. Formuló que, siendo todo relativo y discutible, los valores lo eran. Cierto es que convocó a la formulación de las dudas sobre las verdades absolutas, lo mismo en las religiones que en la propia ciencia, y colocó al dogma en el sitial que le corresponde: pretensión de verdad, sin demostración alguna. Pero abrió, también, las puertas al caos social del cual, como es inveterada costumbre histórica, echaron mano las clases dominantes.
El Neoliberalismo es la expresión acabada (¿?) de esta realidad. La doctrina del shock formula, sin ambages, el aprovechamiento de las catástrofes naturales para la dominación de pueblos y naciones. Y cuando tales catástrofes no se dan, invita a crear sucedáneos. Demostración de lo primero fue el terremoto de Haití y la tragedia de su pueblo, y el huracán que devastó New Orleans en EE.UU. De lo segundo, la asesoría que Friedman y sus discípulos prestaron a Pinochet para el cercenamiento de los derechos laborales, con los crímenes si la protesta lo ameritaba, al gobierno polaco de Walesa y al nuevo gobierno sudafricano.
Más cercano a Ecuador, la atormentada Colombia, que busca la paz tras una guerra interminable, ve con asombro su derrota, por obra y gracia de unos arreglos medio oscuros de gobierno y guerrilla, y, sobre todo, por el activismo de un personaje tenebroso, el señor Álvaro Uribe, ex Presidente vinculado estrechamente a los carteles de la droga, creador de escuadrones paramilitares, escuadrones de la muerte, y propiciador del exterminio –imposible- de una guerrilla que tras su legítima incursión en pos de mejorar la vida del pueblo colombiano, derivó en cómplice del terror, con secuestros, vinculación con el narcotráfico y crímenes contra la inerme población campesina. Uribe la ha venido combatiendo, no por su voluntad de erradicar el narcotráfico sino por considerarla rival en su manejo. Y porque su afán es, en calidad de empleado del Departamento de Estado, volver a gobernar. Reconstruir los grupos paramilitares que despojaron a los campesinos de sus tierras, provocar a los guerrilleros que abandonaron las armas para que vuelvan a empuñarlas y, así, servir a los intereses de los fabricantes de armas de la metrópoli. Y, finalmente, controlar el floreciente negocio de la droga.
Pero, desemboquemos acá, en la Patria pequeña, entre esperanzada y engañada, testigo de un decenio de desencanto, luego de haber fincado sus esperanzas en un proyecto que simulaba recoger el acumulado de sus luchas.
El drama, acá, pinta con ribetes menos trágicos, donde la sangre no corre a raudales, pero revela el poder de las clases dominantes para crear el caos social, fraccionar a las organizaciones populares, engañar con un discurso socialista, progresista, mientras en la práctica fortalece al capital bancario especulativo, al capital transnacional expoliador del subsuelo, sume al país en el oprobio del endeudamiento agresivo, cuyo costo, como siempre, lo paga el pueblo; y la nación contempla la orgía de corrupción, cuyos visibles ejecutores escapan graciosamente de las garras de una justicia complaciente con los ladrones de cuello blanco, implacable con quienes protestan y reclaman por sus tierras usurpadas para entregarlas a las transnacionales mineras, o claman por la vigencia de unos derechos humanos devenidos estropajo de un poder desaprensivo, castigador y prepotente que cobra ribetes de fascismo.
A fin de completar el poder absoluto, totalitario, que no sólo se ha tornado mandamás de todos los poderes del Estado, cuenta con una ley penal que criminaliza todo, principalmente la protesta social. Y con un aparato de propaganda –emisora, canales de TV, prensa escrita y estrados semanales para el insulto y la difamación- aparato en el que sobresale, por la crudeza de su desvirtuación, la prensa escrita, el diario El Telégrafo.
En el matutino –al que irónicamente llaman medio “público”- se desinforma, se sesgan las noticias, se omite la voz de la oposición al gobierno, y en sus columnas de opinión –con algunas salvedades de dignidad- se insulta y ofende con los mismos recursos con que la derecha de la oposición lo hace. Se miente, se alaba de forma vergonzosa al líder, llegándose al extremo de afirmar que este “salvador” no sólo merece reconocimiento sino veneración. Se echa flores a la seudo revolución ciudadana, se invoca un socialismo que está absolutamente ausente en el manejo económico del Estado, y que tan sólo se asemeja a aquél del “socialismo real”, en cuanto reprime, impide la crítica por legítima que sea y echa mano de esa aberración llamada “centralismo democrático”, según la cual se enmascara el autoritarismo con una falsa participación democrática. Y cuya inobservancia de las resoluciones –que son los mandatos del dictador- se castiga sin contemplaciones ni respeto a la dignidad humana.
La prensa oficial ha devenido pasquín, en cuyas columnas no hay cabida para el disenso, ni tan sólo para la crítica, por positiva que sea. Se destaca en ella, un claro propósito de minimizar la protesta social, el papel de la izquierda contestataria, su crítica al extractivismo, a la reprimarización de la economía, a la venta de las empresas estatales, aplaudida por la oposición derechista bancaria y empresarial, al tratado de libre comercio, ese monstruo firmado por el gobierno nacional con la UE y que ameritó las felicitaciones del banquero Lasso, calificado por el presidente Correa de su “legítimo contradictor”.
Condena, de labios para afuera, a la tercerización, puesta en práctica de modo vigoroso en las contrataciones a las empresas privadas para las gestiones estatales, en las que los trabajadores son los perjudicados, pues se les niegan los derechos laborales. Los beneficiarios, las empresas tercerizadoras.
Cacareo contra el FMI (al que ya acudieron recientemente y que puede suponerse con sobrada razón, será el ente al que acudirá, de ser elegido, el señor Lenin Moreno, pues habló de pagar la cuantiosa deuda externa con créditos baratos). Aplicación puntual de las normas del Banco Mundial, cuyos sabios economistas trazaron su nueva estrategia ante el fracaso del neoliberalismo de viejo cuño, desmantelador del Estado. Ahora, su filosofía es poner al Estado al servicio del neoliberalismo de último diseño.
Neoliberalismo por donde se vea. Pero el discurso, maquiavélico y que luce las tácticas del opus dei, sigue hablando de restauración conservadora, como si no fuera evidente que se trata tan sólo de dos diseños para explotar al pueblo: el de los lassos, nebots y compañía, vs. el de la derecha correísta, prepotente, arbitraria y al servicio de los intereses neo imperiales.