Mayo 02 de 2017
Aunque sí es el más vergonzoso, el de Carlos Pólit y la Comisión contra la Corrupción no es el primer caso en que funcionarios del correísmo se ungen a sí mismos como agentes del perdón, dueños del destino de otros seres humanos. Este repaso busca pistas que esta práctica recurrente nos puede dar para entender mejor el ejercicio del poder durante el correísmo.
El propio Correa, que es quien sirve de modelo al resto, ha sido un pródigo repartidor de perdones, usualmente buscando humillar a quienes los reciben porque ni en la escenificación de la magnanimidad ha podido elevarse por sobre su estatura esencial. Así fue tanto en la querella contra Juan Carlos Calderón y Cristian Zurita por su libro “El Gran Hermano”, como en aquella contra los dueños de El Universo, por dar dos ejemplos de muchos. Un giro chusco de los perdones presidenciales es el que concedió a su hermano con el elaborado justificativo de que “no le da la gana” de enjuiciarlo, a pesar de que el delito que cometió no fue contra la persona del presidente sino contra el erario público (por lo que la Fiscalía debía haber actuado de oficio y no esperar una denuncia personal). Así, Fabricio Correa le debe a la merced del presidente poder seguir haciendo negocios en lugar de estar preso, como debería. A cambio mantiene los muchos secretos que guarda, así mismo, guardados.
No tardaron los adláteres del presidente en agolparse para emularlo. El primero fue Camilo Samán, ese faro de la integridad pública, quien “perdonó” los tres años de prisión por injurias que había conseguido que le dieran a Emilio Palacios por un artículo de opinión. Poco después, en 2011, el nuevo rico Vinicio Alvarado “perdonó” a Mónica Chuji, quien había sido sentenciada a tres años de prisión por mencionar la reciente condición de holgura a la que el ministro había accedido durante el ejercicio de su cargo.
Pedro Delgado, el zar financiero del correísmo, fue el siguiente. Demandó a Jaime Mantilla porque su periódico publicó que era el zar financiero del correísmo. Por manchar el buen nombre del primo del presidente, que es más o menos como manchar a una manada de jirafas, un juez condenó al Gringo a tres meses de prisión. Caritativo, en vísperas de navidad, Delgado emitió el siguiente comunicado: “Por ser un hombre creyente en Dios, íntegro y honrado, he decidido no continuar con este juicio, perdonar al injuriador, pero invocando en él y en su conciencia para que rectifique sus procedimientos.” Como en los demás casos, el perdón de los inmorales viene acompañado de una lección moral. Al igual que Chuji, Mantilla no aceptó el perdón y buscó que se siga el proceso legal para demostrar su inocencia.
Todos estos casos se dieron en el marco de juicios “privados” (respaldados, eso sí, por la buena disposición de todas las instancias del Estado). Carlos Ochoa, en cambio, llevó la discrecionalidad de su perdón a la gestión institucional. Amparado en las inconstitucionales atribuciones de la superintendencia que dirige -ser a la vez juez y parte– ha hecho rutina obviar o suavizar sanciones pecuniarias siempre que los acusados se sometan a la humillación pública en la forma de rectificaciones absurdas o la publicación de portadas que vienen diagramadas desde alguna dependencia estatal.
El catálogo de perdones infames también puede incluir los que han venido por órdenes de arriba. Un ejemplo es cuando usaron, a través de declaraciones de Correa y de Gustavo Jalkh, a una jueza para revocar la censura del libro “Una Tragedia Ocultada” de Miguel Ángel Cabodevilla y Milagros Aguirre y dispuesta por la Defensoría del Pueblo. Tales gestos escenifican –ratificándola– la necesidad de lo que podríamos llamar una “arbitrariedad ilustrada”. Dada la torpeza y falta de criterio en la mayor parte del aparato burocrático, se requiere de iluminados que estén por sobre las instituciones y las leyes para que corrijan estos desaguisados. (El licenciado Moreno todavía no se posesiona y ya ensaya esta modalidad a través de sus exhortos a Carlos Ochoa y Carlos Pólit a que revean sus más recientes tropelías).
Otro apartado del perdón “revolucionario” ha sido el de rectificar injusticias que de tan burdas empezaban a resultar políticamente costosas, sin tener que admitir errores y abusos y sin tener que otorgar indemnizaciones. Así pasó con los diez de Luluncoto, en que el encierro infundado durante un año de un grupo de inocentes fue presentado como un favor, ya que la condena inicial fue por tres. O el de Javier Ramírez, activista antiminero de Íntag, donde para no declararlo inocente (y así admitir la persecución política y la injusticia infligida), lo condenaron por los diez meses que ya había permanecido preso, y lo soltaron en seguida.
Como dijo en su momento Mónica Chuji, estos gestos de perdón no tienen nada que ver con la benevolencia, sino que son un alarde de autoridad: “es un acto de humillación; quieren demostrarnos el poder que ejercen en el sistema judicial”. De esta antología parcial de la compasión correísta se puede inferir cierto patrón: algún destacado cultor de la indecencia oficial abusa de su posición para poner contra la pared de la justicia amañada a su víctima, y cuando la cuerda está al reventarse, derrama su misericordia.
Se han ensayado varias explicaciones para esta depravación sádica. Una ya se mencionó: la ostentación del poder. También funciona, por supuesto, como escarnio ejemplarizador o como distracción escandalosa para acallar discusiones más fundamentales (como los indicios de un fraude electoral, por ejemplo).
Sin embargo, yo quisiera destacar aquí otra dimensión más sistemática del perdón –la disuasiva– que tiene relación con su carácter arbitrario. El perdón no tendría este efecto disuasivo si estuviera ligado a la justicia, es decir, si fuera función de la inocencia o culpabilidad del reo. Tampoco si la intervención de un funcionario con el poder suficiente para determinar una sentencia fuera siempre benevolente; si siempre su intervención antirreglamentaria derivara en perdón. Para que la arbitrariedad del perdón quede establecida tiene que haber un surtido incierto de desenlaces: tanto inocentes que terminan en la cárcel (o sancionados, disueltos, deportados, allanados o escarmentados por la propaganda) como culpables tocados por la gracia, y en cada caso tiene que haber diversidad de clase, género, notoriedad pública y carisma (aunque esta regla se haga difusa si observamos el ensañamiento sistemático del correísmo con los cuerpos indígenas). Es decir, para que la disuasión funcione, el encarcelamiento de Simón Espinosa nos puede parecer una locura y una infamia, pero nunca imposible.
Para aclarar esta articulación del castigo y el perdón con estrategias de poder más amplias, quizá sea relevante concluir con una cita proveniente de las memorias de Cristopher Hitchens:
“(…) y se nos sometía a toda clase de reglas que no siempre era posible entender, y no digamos obedecer. Creo que este último aspecto es el que se me quedó más grabado, y el que hizo que me estremeciera de reconocimiento cuando leí la comparación, por lo demás excesiva, que Auden estableció entre un internado inglés y un régimen totalitario. La palabra convencional para describir la tiranía es ‘sistemática’. La verdadera esencia de una dictadura no es su regularidad, sino su imprevisibilidad y su capricho; los que viven sometidos a ella nunca pueden relajarse, ni estar seguros de si han seguido las reglas correctamente o no. (La única regla general era: todo lo que no es obligatorio está prohibido). Así, los gobernados siempre pueden estar equivocados. (…) ‘¡Hitchens, no ponga esa cara!’ Pánico instantáneo. No me había dado cuenta de que estuviera ‘poniendo’ una cara. ‘¡Hitchens, preséntese inmediatamente en el despacho!’ ‘¿Que me presente para qué, señor?’ ‘No empeore las cosas, Hitchens, lo sabe perfectamente.’ Pero no lo sabía. Y luego: ‘Hitchens, no se trata solo de que haya decepcionado a la escuela. Se ha decepcionado a usted mismo’. Farfullaba frenéticamente para mí: ¿Ahora qué? Resultó que era algún tipo de juego sexual de alcoba del que yo –aunque los idiotas que estaban a cargo no lo sabían– había sido excluido. Pero reivindicar mi inocencia habría sido, como con cualquier inquisición, una prueba de culpabilidad adicional.”
En suma, aunque hay varias explicaciones válidas para este último episodio de infamia inexplicable –la estupidez del contralor, el cinismo estratégico de Alianza País, la necesidad de crear oportunidades para que el licenciado Moreno se erija como una figura conciliadora– no debemos perder de vista la función que la arbitrariedad del castigo o de su revocación tiene en regímenes disciplinarios cuyo fundamento es el miedo.