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ENSAYO: LOS DESAPARECIDOS EN TIEMPOS DEL CORREÍSMO. Por Alfredo Espinosa R*

09 de enero 2018

La desaparición como campo en disputa

¿Quién podría haber pensado que con la pérdida del proyecto político neoliberal y el surgimiento de un gobierno calificado de “progresista” y de “izquierda” las historias de los desaparecidos se iban a repetir en el país?

La tónica tiene sus variaciones. Ya no están Febres-Cordero y los socialcristianos al frente del Estado, su hegemonía política se enclaustró en Guayaquil donde Jaime Nebot, hombre de confianza del ex presidente, a pesar de que estuvo involucrado en la creación de los escuadrones volantes[1] en 1985, ocupa la alcaldía del Puerto Principal por casi 20 años[2]. Tampoco se encuentra activo el Servicio de Investigación Criminal[3] (SIC-10), lugar donde se perpetraron entre 1984 y 1988 las violaciones a los derechos humanos de las personas que eran consideradas enemigos internos[4] del país, entre ellos los integrantes del ex grupo subversivo Alfaro Vivo Carajo (AVC).

Es más, varios de los sobrevivientes de Alfaro Vive que entregaron las armas durante el gobierno de Rodrigo Borja terminaron burocratizándose en el correísmo. Lo irónico de esto es que luego de proponer la vía armada como mecanismo revolucionario de cambio y de cuestionar la violencia que el Estado ejercía contra las voces disidentes a su institucionalidad; los AVC que conformaron el gobierno correísta de Alianza País implícitamente avalaron no solo la criminalización de la protesta social[5], sino también la violación de derechos como el de la libertad de expresión, pensamiento y opinión a través de instrumentos como la Ley Orgánica de Comunicación[6].

Las víctimas que construyó el Estado correísta (con Correa al mando) tampoco fueron las mismas a las que dio vida el febrescorderismo. Por ejemplo, a muy poca gente le resulta ajena la historia de la desaparición de los hermanos Restrepo o la profesora Consuelo Benavidez, que integran la lista de las 310 personas que durante el período de 1984-1988[7]. Sin embargo, ¿cuántos conocen la historia de Antonio Tobar Abril (51 años), Luis Daniel Sigcho Ñacato (25 años), Stephany Carolina Garzón Ardila (22 años), Juliana Lizbeth Campoverde Rodríguez (19 años) y de las más de mil personas desparecidas en el país, algunas de ellas durante el correísmo? ¿Por qué estas historias en su mayoría no forman parte de la opinión pública? ¿Cuál es la responsabilidad del Estado ecuatoriano frente a estas desapariciones? ¿Cuántos saben que durante el gobierno de Correa se constituyó una asociación de desaparecidos que demanda acciones claras para la recuperación de sus familiares?

Una primera respuesta a estas interrogantes gira en torno a que el Estado de opinión y propaganda vigente en el Ecuador. A más de construir la historia oficial del correísmo, hizo que la desaparición se convierta en una condición exclusiva del siglo pasado y del neoliberalismo, que permanece vinculada al uso indiscriminado de la fuerza estatal. Aunque este ejercicio por institucionalizar la memoria de las violaciones a los derechos humanos fue infructuoso[8], ya que el Informe de la Comisión de la Verdad de Ecuador no trajo consecuencias jurídicas ni políticas para los ex miembros del gobierno de Febres-Cordero, como el actual alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, quien durante el período comprendido entre 1984 y 1988 fue gobernador del Guayas e instrumentalizó desde ese espacio la política de violencia estatal.

Una segunda respuesta sostendría que para el ex presidente Correa fue mucho más rentable gastar fondos públicos en la publicidad[9] de las instituciones del gobierno central con fines electorales, antes que realizar una amplia campaña comunicacional (sostenible en el tiempo) para encontrar a las personas desaparecidas, algo distinto a la oferta de recompensas por información[10].

Este tipo de acciones, según Lidia Rueda, secretaria de la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas en Ecuador, Asfadec – organización que se creó a partir de la desaparición de Carolina Garzón, el 28 de abril de 2012 – invisibilizó a las personas desaparecidas involuntariamente y las excluyó tanto de la normativa jurídica del Estado, como de la opinión pública. Por ello, en diciembre de 2015 Asfadec solicitó a la Presidenta de la Asamblea, que se incluya en el Código Orgánico Integral Penal (COIP) la “tipificación del delito de desaparición de personas que sean obra de personas o grupos de personas que actúen sin la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado; seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de la libertad o de informar sobre el paradero de la persona” (Asfadec 2015).

La propuesta de la Asociación, que buscó la reforma al Código Orgánico Integral Penal no tuvo el apoyo del Legislativo – de mayoría gobiernista – porque al tipificar la desaparición involuntaria como delito penal, el Estado se veía comprometido a reconocer pública y jurídicamente su responsabilidad por omisión y negligencia en estos casos. Además, el gobierno estaría obligado a implementar la política pública para recuperar a los desaparecidos y “prevenir la desaparición de personas que sean obra de personas o grupos de personas que actúen sin la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado en Ecuador” (Asfadec 2015).

Una de las propuestas que plantearon los miembros de Asfadec fue la de contar con una base de datos nacional y un registro de material genético[11] como el que se levantó en Argentina para buscar a los nietos e hijos de las abuelas y madres de la Plaza de Mayo. Sin embargo, no tuvo acogida al interior del régimen y sus asambleístas.

Si se producían estos cambios en el COIP, el relato social sobre la desaparición de personas -asociado exclusivamente al terror de las dictaduras y a ciertas democracias neoliberales como la febrescorderista- se añadía a la historia oficial de la Revolución Ciudadana.

Por este motivo, el tema de las desapariciones involuntarias fue un campo en disputa que evidenció la constante tención entre las narrativas provenientes del Estado liderado en ese momento por Correa, quien utilizó como carta de presentación la voluntad política para crear la Comisión de la Verdad, cuyo objetivo fue “dar voz a las víctimas, reconocer el pasado y servir de registro histórico para facilitar que la sociedad que ha vivido al margen de las atrocidades reconozca lo sucedido” (González 2006, 584), y las narrativas de la sociedad civil expuestas por los integrantes de Asfadec, quienes consideraron que el Estado durante el gobierno de Rafael Correa fue culpable de las desapariciones involuntarias el momento que incumple su función como garante de derechos.

La tención entre ambos postulados nos mostró cómo la crisis de los familiares y amigos de quienes desaparecieron por acciones en las que el Estado no tuvo vinculación directa (comprobada), causó un remesón en los intentos por visibilizar interna y externamente la identidad del país. Es decir, ¿qué tan cierto es la frase de que somos una tierra de paz, como lo afirmó la ex ministra de turismo Sandra Naranjo? Para debatir y responder a este slogan transformado en verdad, Elizabeth Jelin (2001, 8) recomienda hacer una vuelta reflexiva sobre el pasado para reinterpretarlo y revisarlo.

En palabras de Beatriz Sarlo (2005), esto representaría un combate por la historia y a la vez por la identidad, entre el relato que el gobierno creó sobre sí mismo en materia de derechos humanos y los testimonios de los familiares de las personas desaparecidas que contradicen la versión oficial, entre otras cosas, porque el Estado ecuatoriano incumple con lo dispuesto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, suscrita en Costa Rica en 1969. La Convención sostiene:

“Art. 2.- Si en el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1 no estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades”.

Esta falta de voluntad política se puso de manifiesto el momento en que los asambleístas del movimiento Alianza País, entre ellos Mauro Andino[12], no consideraron incorporar en el COIP la tipificación penal de la desaparición involuntaria, tal como lo propusieron los integrantes de Asfadec.

El testimonio de los sujetos heridos

Un elemento en común marca la praxis de la narración tanto para las desapariciones forzadas como para las involuntarias: el sujeto que habla. Beatriz Sarlo (2005, 45) diría respecto al testimonio de Primo Levi sobre Auschwitz que “los que no fueron asesinados no pueden hablar plenamente del campo de concentración; hablan entonces porque otros han muerto en su lugar”. De igual manera, quienes hablan en el caso de las personas desaparecidas – por la fuerza (que no sobrevivieron) o involuntariamente- son sus familiares y amigos, aquellos que ocupan el lugar de enunciación testimonial. Estas personas, aunque no pueden contar la experiencia de la desaparición (porque nunca la vivieron directamente); hablan sobre el tema, pues sus seres queridos probablemente desaparecieron en lugar de ellos, ya que en Ecuador – como lo reveló Asfadec – nadie está exento de esta situación.

Según Sarlo estos son sujetos heridos, porque saben que el lugar de los muertos o, en este caso, de los desaparecidos no les corresponde, debido a que los portadores de los testimonios, quienes deberían hablar en primera persona sobre sus historias están ausentes. Es así como la paradoja del testimonio toma forma, si “el que sobrevive a un campo de concentración sobrevive para testificar y toma la primera persona de los que serían los testigos, los muertos” (Sarlo 2015, 44). En el caso de los desaparecidos esta paradoja es similar, ya que sus familiares y amigos acuden al recuerdo de la persona desaparecida, quizás a los últimos minutos y horas previas a su desaparición; pero no pueden testificar la experiencia en sí misma porque nunca formaron parte directa de ella.

Quienes integran Asfadec no pueden saber a ciencia cierta si hubo o no agresiones físicas, tortura o violencia desmedida contra sus familiares y amigos, tampoco si los indicios de la policía y los fiscales se acercan a la realidad. Pero a más de esto nadie les puede asegurar que las desapariciones de sus seres queridos no fueron forzadas por la coerción estatal. Los únicos que pueden despejar estas dudas son quienes ahora se encuentran ausentes. Sin su presencia, la memoria sobre la desaparición se vuelve irrepresentable porque no existe la narración de la experiencia vivida.

Esto es lo que ocurre cuando Lidia Rueda habla sobre la desaparición de Carolina Garzón, la joven bogotana que en 2012 estuvo de paso en Quito y cuyo destino era Brasil, ya que fue invitada a la reunión de la Asociación Nacional de Estudiantes Libres de Brasil (ANEL), una federación estudiantil que nació como oposición a la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), afín al gobierno del ex presidente Lula da Silva. Carolina militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores de Colombia que forma parte de la Liga Internacional de Trabajadores Cuarta Internacional, una agrupación trotskista.

Lidia cuenta que a partir de la desaparición de Carolina – su padre- Walter Garzón[13], viajó desde Colombia a la capital ecuatoriana en busca de respuestas que aclaren el por qué de la pérdida de su hija, con esta finalidad empezó una serie de plantones en la Plaza de la Independencia, epicentro de tensiones y rivalidades políticas que en el neoliberalismo ocasionaron el derrocamiento de tres gobernantes.

La activista comenta que al inicio los plantones se realizaban todos los días lunes. Sin embargo, esta actividad trastocaba con la pomposa ceremonia de cambio de guardia en el Palacio de la República. El reclamar a sus muertos y desaparecidos era poco más que una falta de respeto – al menos – si el Presidente Correa y sus ministros posaban para las fotos y saludaban a ciudadanos nacionales y extranjeros que perplejos veían la majestuosidad de la parafernalia cívica. Las pancartas y carteles con los nombres de Carolina Garzón y la música de Jaime “El Chamo” Guevara irrumpían con el ecosistema de paz de un gobierno que hasta la fecha se jacta de respetar los derechos humanos. Esto los hizo acreedores a vejámenes de parte de la seguridad presidencial. Para evitar este tipo de contratiempos, Walter Garzón – al igual que su compatriota Pedro Restrepo – asistía infaltablemente los días miércoles para reclamar, frente a la sede del Ejecutivo, la respuesta oficial del Estado en torno a la desaparición de Carolina.

Este método, resituado en el contexto ecuatoriano, forma parte de las estrategias y de las historias de lucha de los familiares de las personas desaparecidas en América Latina. Tuvo su epicentro en Argentina con los plantones que las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, quienes realizan esta actividad desde hace más de treinta años –todos los días jueves- para recordar a sus hijos y nietos desaparecidos por la dictadura que gobernó ese país entre 1976 y 1983.

A pesar de las distintas épocas y escenarios políticos, los familiares de las personas desaparecidas coinciden en que la búsqueda de la verdad es una “demanda de dignificación, de reconocimiento de la injusticia de los hechos y de la dignidad arrebatada” (González 2006, 586).  Una dignidad y un dolor que en el caso de los miembros de Asfadec no sanará hasta que sus desaparecidos aparezcan vivos y los causantes de su ausencia reciban las sanciones pertinentes. En este sentido, “las demandas de justicia exigidas por las víctimas, entendidas estas no solo como el enjuiciamiento penal del victimario sino en un sentido más amplio, abarcando desde la sanción social hasta las medidas encaminadas a restaurar el derecho o situación jurídica dañada” son más que necesarias de parte de los organismos de justicia competente y del mismo Estado.

Sin embargo, estas demandas de justicia de los familiares de los desaparecidos encuentran obstáculos en el camino, como la falta de priorización de parte de los funcionarios de la Policía Nacional y la Fiscalía al momento de indagar y reconstruir cada caso; pero también la serie de prejuicios y estereotipos que surgen al momento de iniciar con las investigaciones.

El caso de Carolina Garzón no estuvo exento de este tipo de trabas. Frases como “era una mochilera, ya aparecerá”, fueron recurrentes de parte del agente policial, cuya especialidad no era la búsqueda de personas desaparecidas, sino el robo de carros y delitos similares.

Por otra, aunque el gobierno de Correa creó la Dirección Nacional de Delitos Contra la Vida, Muertes Violentas, Desapariciones, Extorsión y Secuestros (Dinased), los familiares de las personas desaparecidas tienen que lidiar con problemas como la falta de información sobre el trabajo de esta unidad en la búsqueda de sus familiares y amigos bajo el argumento de la reserva. La desvalorización de las posibles hipótesis sobre la desaparición de sus seres queridos frente al criterio unilateral y monolítico de los agentes de esta unidad; y el cuestionamiento – a través de estereotipos – a la vida cotidiana de las víctimas, hecho que genera molestia porque deja entrever que la memoria de los familiares de los desaparecidos estaría plagada de olvidos y silencios premeditados para ocultar posibles actos reprochables.

Este último punto equipara el papel de los familiares de los desaparecidos con el de los historiadores, porque son estos quien eligen “qué contar, qué representar o qué escribir en un relato” (Jely 2001, 11). Es decir, son los responsables de conservar intacta y libre de vicios la memoria sobre sus desaparecidos y víctimas.

Una lucha constante contra el olvido

El eje central de los familiares y amigos de las víctimas de desaparición involuntaria es convocar a la memoria como herramienta de lucha contra la impunidad, la omisión y la negligencia para sacar a flote su verdad sobre la responsabilidad del Estado en la violación de los derechos humanos. En sí, lo que se busca es justicia, y con ella una futura convivencia pacífica y la reconciliación social.

En el caso de las víctimas del febrescorderismo, la reconciliación no se consiguió con la entrega de las armas, ni siquiera con el ejercicio de memoria que implicó la constitución de una Comisión de la Verda. Más allá del amplio documento jurídico, político y testimonial, los detentadores de la violencia siguen en el poder, bien sea desde lo local, como el alcalde Nebot.

Este hecho bien podría configurar la política del “borrón y cuenta nueva” en lo que respecta a las violaciones de los derechos humanos en Ecuador.

Para Ana González (2006, 585) esta “experiencia nos advierte de que a ningún círculo de poder le resulta fácil perder su dominio, menos aún cuando siguen presentes sus principales líderes en la escena política, y como actores de la misma participan de igual modo en el proceso de transición”. Por ello, la mediatización sobre la instalación de la Comisión de la Verdad en Ecuador y su posterior informe sirvieron como golpe de efecto para demostrar ante la opinión pública que la Revolución Ciudadana y el gobierno de Correa eran garantes de derechos y libertades. Pero en realidad, el hecho de que esta memoria permanezca estática en las páginas del Informe de la Comisión, demuestra que desde el Estado se utilizan estrategias solapadas para el olvido.

De su parte, los familiares y amigos de las personas desaparecidas involuntariamente rememoran a sus seres queridos cuando organizan plantones y narran sus historias a los medios de comunicación, como parte de un acto de tradición que “presupone tener una experiencia pasada que se activa en el presente, por un deseo o un sufrimiento, unidos a veces a la intención de comunicarla” (Jelin 2001, 9). Esto tiene como propósito, en primera instancia, apuntalar la negación al olvido, hecho que forma de manera individual y colectiva de identidad de Asfadec y, en segunda, la de estructurar sus relatos, testimonios y documentos a través de archivos históricos.

La tarea en este aspecto no es sencilla, pues no se trata únicamente de organizar las memorias físicas y textuales que produce Asfadec, sino también las que se generan en las reuniones con las autoridades de Estado. Son estos archivos escritos y audiovisuales los que permiten medir en el tiempo y registrar los compromisos de las autoridades de gobierno por encontrar a las víctimas del desaparecimiento involuntario.

A pesar del sufrimiento, la frustración y la impotencia que sienten los miembros de Asfadec luego de escuchar los ofrecimientos incumplidos total o parcialmente por el Estado, no hay cabida para lo que Ricoeur (1999, 58) denominó el olvido evasivo: una estrategia de evasión motivada por la oscura voluntad de no informarse, de no investigar el mal cometido en el entorno del ciudadano, en resumen, por una voluntad de no saber”.

Contrario a este enfoque, los familiares y amigos de las personas desaparecidas luchan para que la memoria de estos acontecimientos se impregne en la identidad del país y del gobierno de turno. Al respecto Bruno Groppo (2002, 190) manifestó que la identidad “no es una esencia inmutable, indeterminada de una vez y para siempre, que se transmite idéntica de una generación a otra, sino una construcción social y cultural”.

En base a este principio, los familiares y amigos de los desaparecidos del siglo XXI –como Lidia Rueda llama a quienes integran Asfadec- se niegan a la muerte del pasado a causa del olvido o del silencio político, porque la pérdida de sus seres queridos es una herida abierta con la que tiene que enfrentarse el presente.

 

Bibliografía

Jelin, Elizabeth. 2002. “¿De qué hablamos cuando hablamos de memoria?”. En Los trabajos de la memoria, 17-37. Madrid: Siglo XXI.

Groppo, Bruno. 2002. “Las políticas de la memoria”. Revista Sociohistórica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata.

González Bringas, Ana. 2006. “Abuelas-Madres de Plaza de Mayo: La construcción social de la memoria”. En Felipe Gómez Isa, director, El derecho a la memoria. Bilbao: Universidad de Deusto.

Lidia Rueda, secretaria de Asfadec, entrevista por Alfredo Espinosa, Quito, 3 de julio de 2016.

Ricoeur, Paul. 1999. “La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido”. España: Arrecife.

Asfadec. 2015. “Propuesta de tipificación penal de la desaparición de personas que sean obra de personas o grupos de personas que actúen sin la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”. Quito: Asfadec.

Fundamedios. 2016. “Violaciones y ataques a la libertad de expresión por años en Ecuador”. Consulta 4 de julio de 2016. <http://www.fundamedios.org/violaciones-y-ataques-la-libertad-de-expresion-por-anos-en-ecuador/>

* Comunicador Social, Maestrante de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Andina Simón Bolívar. Analista en temas de política y comunicación. Docente.

REFERENCIAS

[1] En el Informe de la Comisión de la Verdad de 2010 dice sobre los escuadrones volantes: “Esta no fue una estructura clandestina, al contrario, su creación fue pública; como detalla el Informe de la Comisión de la Verdad de 2010, “Su creación fue pública y con el objetivo de sumarse a la lucha contra organizaciones políticas militares, sus actuaciones se escudaban bajo el combate a la delincuencia común”. Al existir financiamiento y subvenciones de la empresa privada para este grupo a cambio de seguridad se constituyó en un grupo parapolicial y paramilitar”.

[2] Ni siquiera la Revolución Ciudadana, con todo su aparato político comunicacional y la popularidad del ex mandatario Correa, pudo influenciar en los votantes para derrotar al líder de derecha en las distintas elecciones seccionales.

[3] En el Informe de la Comisión de la Verdad de 2010 dice sobre SIC-10 que esta “Fue una estructura policial represiva, la cual surgió del Servicio de Investigaciones Criminales (SIC). Esta unidad tuvo una corta operatividad, la cual comenzó en el año 1984 y culminó con la conformación de la Unidad de Investigaciones Especiales (UIES). El SIC-10 se convirtió en una estructura operativa clandestina, dirigida sobre todo a reprimir y aniquilar a miembros de Alfaro Vive Carajo y de otras organizaciones político-militares”.

[4] Al respecto el Informe de la Comisión de la Verdad de 2010 indica que “La represión del gobierno de León Febres Cordero tuvo como marco la Doctrina y Ley de Seguridad Nacional que fue expedida por el triunvirato militar (1976- 1979). Esta doctrina, importada de los institutos militares de Estados Unidos de América y Brasil, partía de la tesis de que al interior de la sociedad había un enemigo interno, al que había que neutralizar o incluso eliminar”.

[5] En el 2012, la Defensoría del Pueblo emitió un informe titulado: “Los escenarios de la criminalización a defensores de derechos humanos y de la naturaleza en Ecuador: desafíos para un estado constitucional de derechos”. Este documento analiza el período comprendido entre los años 2007 y 2010.

[6] Entre el año 2008 y el 30 de abril de 2016 la Organización No Gubernamental Fundamedios registró: 46 casos de censura, de los cuales 37 son de censura directa o previa que se ejecuta cuando los medios estatales no difunden ni publican contenidos críticos al Gobierno; 1538 agresiones contra la libertad de expresión, entre ellas el linchamiento mediático, como el mecanismo que utiliza el Estado, a través de los medios que controla para desprestigiar a los actores sociales, políticos, líderes de opinión y medios de comunicación privados; más de 170 insultos y agravios verbales proferidos por el Presidente de la República en sus Enlaces Ciudadanos se registraron en 2009.

[7] Durante los cuatro del gobierno de León Febres-Cordero, la Comisión de la Verdad determinó, luego de una exhaustiva investigación, que de las 310 víctimas de violaciones a los derechos humanos, 298 fueron entre los años 1985, 1986 y 1987. El total de afectados por el febrescorderismo representa –según la Comisión de la Verdad- el 68% de los 456 casos investigados entre 1984 y 2008.

[8] Lastimosamente, este intento por levantar la memoria de las violaciones a los derechos humanos no trascendió en Guayaquil, primero, porque para la mayoría de ciudadanos de la urbe se encuentra posicionada mediáticamente la imagen de las obras socialcristianas, antes que sus violaciones a los derechos humanos y; segundo, porque las acciones de violencia estatal se justificaron en “la lucha contra la delincuencia y el combate al terrorismo”. Quizás por estos motivos el monumento al ex presidente Febres-Cordero no generó rechazo en Guayaquil.

[9] Entre los años 2010 y 2012, según el centro de monitoreo de la Corporación Participación Ciudadana las instituciones del gobierno central gastaron un monto total del USD 99.738.246,09 por concepto de publicidad. A partir de 2013, debido a los cuestionamientos y a la presión de la Secretaria Nacional de Comunicación (Secom), Participación Ciudadana dejó de publicar en sus boletines mensuales los montos que las instituciones gastaban en publicidad.

[10] Esta campaña puso como monto máximo el de USD 200.000 como recompensa por información que ayude a recuperar a las personas desaparecidas.

[11] En su Propuesta de tipificación penal de la desaparición involuntaria, los integrantes de Asfadec plantearon a la Presidente de la Asamblea Nacional, el 10 de diciembre del 2015 “…contar con una base de datos nacional, que sea retroalimentada interinstuicionalmente y que dé cuenta de las personas NN atendidas por sistemas de salud públicos y privados, albergues, casa de acogida; NN sepultados; así mismo que sistematice los registros del material genético de los restos corpóreos, mismos que serán comparados con los registros de material genético de los familiares consanguíneos de las personas denunciadas como desaparecidas, con el objeto de su identificación”.

[12] El 15 de junio de 2013, la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas en Ecuador (Asfadec) envió al asambleísta Mauro Andino un oficio para que en la discusión sobre el Código Orgánico Integral Penal trate sobre la tipificación penal de la desaparición involuntaria. No obstante esta propuesta nunca fue considerada para el debate, mucho menos en estructura del cuerpo legal.

[13] Mi compañero Walter Garzón falleció en 2016, sin encontrar a su hija. Sin conocer su paradero.

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