03 de noviembre 2016
Pablo Stefanoni @PabloAStefanoni Periodista, columnista, jefe de redacción de Nueva Sociedad. Autor de Los inconformistas del Centenario (Plural, 2015).
Roberto Gargarella –académico destacado e intelectual comprometido– leyó el libro ¿Por qué retrocede la izquierda?[1] e hizo algunos comentarios provocativos, publicados en la revista Ñ, centrados en un punto: la crítica al hecho de que los tres autores (Andrés Malamud, Marcelo Leiras y yo) hubiésemos aceptado esa pregunta “cargada” y no la hubiésemos puesto en cuestión señalando que los gobiernos latinoamericanos del llamado “giro a la izquierda” no son, en realidad, de izquierda. Como decía Oswald Spengler “los libros se defienden solos” (no valen comentarios ad hoc para emparchar lo que en el libro no está suficientemente sostenido) y adhiero a esta sentencia. Pero en este caso, la crítica va algo más allá del propio contenido del libro, aunque obviamente se basa en algunos extractos del mismo para sostenerla. Por eso creo que vale la pena recoger el guante ya que, además de académicas, parte de esta discusión tiene también consecuencias políticas significativas.
Lo “desafortunado”, para Gargarella, es que los autores hayamos aceptado “conscientemente aquella problemática invitación” de José Natanson y Martín Roriguez, a cargo de la colección. Y señala, oportunamente, que “la batalla por el uso de los conceptos forma parte de una disputa más larga y más profunda, de primera relevancia política”. Yo voy responder, solo a título personal, por qué acepté esa pregunta en mi texto sobre el ALBA –“Alba o crepúculo. Geografías y tensiones del socialismo del siglo XXI” – que es donde más haría ruido, según el texto de Gargarella, la expresión “izquierda”, aunque en verdad su artículo parece escrito pensando más bien en el caso argentino.
En un sentido más general, creo que la pregunta/título del libro tiene una ventaja editorial no depreciable: que al leer la tapa todos entienden de qué va el contenido. Y esto no es menor para un libro de divulgación, que como dice el nombre de la colección, busca colocarse en una “media distancia” respecto de la academia y el periodismo o la opinión. Pero vayamos al punto.
“Izquierda” es un concepto impreciso si los hay, y siempre cuestionado por quienes argumentan que no se puede reducir binariamente el mundo entre izquierda y derecha. Pero, al mismo tiempo, difícil de escapar de él del todo. Precisamente por sus deficiencias, a lo largo de la historia se lo ha tratado de llenar con diversos apellidos: izquierda revolucionaria, democrática, liberal, nacional, popular, foquista, obrerista, caviar, libertaria, e infinitos etcéteras. Felipe González o Jorge Altamira pueden definirse de izquierda, y si quieren ser más precisos se calzan alguno de esos adjetivos complementarios. Con lo cual, si la izquierda contiene todo eso –un verdadero “álbum de familia” que abarca desde Gramsci hasta Pol Pot, desde Tito a Henver Enver Hoxha, pasando por Willy Brandt o Clement Attlee–, entonces, ¿por qué Chávez, Evo Morales o Correa no entrarían en ese club? (Néstor y Cristina pueden ser un caso algo particular porque ellos no se identificaron de ese modo pero igualmente el kirchnerismo ocupó un espacio hacia el centroizquierda que neutralizó al progresismo no K).
Por eso, creo que la definición de Malamud, que el artículo de Gargarella cuestiona con particular dureza tiene mucho sentido (y acá hablo solo por mi, cada coautor también se defiende solo). Dice Malamud:“Si no hay elementos incontestables, ¿qué es lo que define la ubicación ideológica de un líder o un partido? La respuesta solo puede se una: la intersubjetividad?”.
Gargarella dice que esa forma de definir “izquierda” resulta insólito en el campo de las ciencias sociales. Pero frente a esa crítica creo que valen dos observaciones: la identidad de izquierda no se construye en el campo de las ciencias sino de la política. Y segundo: las propias ciencias sociales aplican criterios similares, por ejemplo, para analizar las identidades étnicas. Si no hay elementos incontestables, un indígena es lo que intersubjetivamente se considera un indígena, de manera situada, cambiante e histórica. Esta intersubjetividad no opera en el vacío, como parece derivarse de las críticas de Gargarella, quien se pregunta qué pasaría si el ex presidente Piñera dijera, por ejemplo, que su gobierno sería “tan de derecha” como el de Dilma o Correa. Hay un ejemplo concreto de este funcionamiento de la intersubjetividad: cuando Piter Robledo, Durán Barba o Pinedo insinuaron que el Pro es progresista e incluso de izquierda, las respuestas fueron irónicas y burlonas. No creo que nadie sonriera cuando Stalin decía que era de izquierda…
Y esto remite a otra cuestión: Gargarella no admite que la izquierda pueda ser autoritaria. La izquierda debería, para ser izquierda, “democratizar el poder, federalizarse y descentralizar la toma de decisiones”. Pero esto deja fuera a una enorme –enorme– parte de la tradición de izquierda. El autoritarismo no fue ajeno al pensamiento y la acción de gran parte las izquierdas. Que una frase de Marx –“la dictadura del proletariado” – se haya vuelto canónica en el marxismo-leninismo es solo una expresión sintética de ello, si excluimos las formas de gobernar de toda la izquierda revolucionaria donde hubo revoluciones. Siguiendo esa línea, podríamos decir que Lenin, Trotsky, Stalin, Gramsci (que no rompió con esa deriva autoritaria), Fidel Castro, Ho Chi Minh, Mao, Mariátegui (que tampoco renegó de esa tradición), además del trotskismo actual y muchos otros no son de izquierda, ¿pero ganaríamos algo con eso?
Cuando Gargarella habla de la importancia de los conceptos da un ejemplo. Dice que, por ejempo, si alguien afirma que “la crisis que afecta hoy al gobierno venezolano de Nicolás Maduro vuelve a demostrar el fracaso del proyecto de izquierda”, quien lo dice “interviene en un debate histórico en torno al pasado y el valor de lo pasado”. Y es precisamente por eso que resulta mucho más productivo analizar lo que pasa en Venezuela en relación con una tradición y una historia que tranquilizarnos –a través de un artilugio conceptual– diciendo que Maduro no es de izquierda. Porque precisamente lo que ocurre en Venezuela tiene mucho “aire de familia” con lo ocurrido en los socialismos reales –aunque de forma más caótica–. Las colas por la escasez, las “fallas de Estado”, los círculos viciosos entre intervencionismo estatal, burocratismo, escasez, especulación, soluciones administrativas y respuestas autoritarias, son parte de los problemas de las izquierdas anticapitalistas desde siempre. Las izquierdas reformistas los resolvieron parcialmente al costo de aceptar el capitalismo y los resultados fueron variables (pero esa tradición no se arraigó mucho en América Latina). Estas tensiones entre reforma son hoy problemas muy importantes en el debate sobre las utopías y el cambio social. Y precisamente el chavismo permitió revivir en la región a una izquierda en crisis tras la caída del Muro de Berlín, que renació en nuevas articulaciones entre izquierda y nacionalismo (antiimperialismo), con expresiones de diverso signo, desde expresiones más autoritarias hasta más democráticas y participativas.
Gargarella dice, con razón, que no se puede calificar al peronismo o el varguismo como izquierda porque persiguieron opositores, concentraron el poder, limitaron los derechos liberales y atacaron derechos sociales como el derecho de huelga. Pero si estos movimientos no fueron de izquierda fue por otras razones, de tipo ideológico, no por su autoritarismo. ¿Acaso no hicieron lo mismo todos los regímenes comunistas y de manera más totalitaria? ¿Trotsky no pidió la militarización de los sindicatos? El derecho de huelga fue prohibido en todas las revoluciones socialistas. Y, otra vez, podemos considerar que todo eso no era izquierda, pero nuestra responsabilidad como “izquierdistas” es precisamente hacernos cargo de cómo ciertas ideas, programas y utopías derivaron en lo que derivaron, sin condenar mecánicamente a las ideas por sus resultados, pero sin absolverlas tampoco tan rápida ni acríticamente.
Que trotskistas y stalinistas –enemigos a muerte, especialmente dados los crímenes de los segundos hacia los primeros– compartieran espacios de diversa naturaleza, e interactuaran de manera conflictiva pero a veces en un mismo “campo”, muestra que no es tan fácil el operativo de inclusión/exclusión en la práctica, donde están en juego redes, tradiciones, espacios de acción, símbolos, etc. No es tan fácil borrar miembros de la foto de familia.
Al fin de cuentas, ser de izquierda es a menudo una identidad que precede los resultados de un gobierno determinado. Precisamente opera como el propio Gargarella lo señala: no se trata de evaluar solo un programa económico (aunque afirma que ni siquiera en ese campo los gobiernos del “giro a la izquierda” serían de izquierda). Precisamente, Evo o Chávez no son de izquierda solo o principalmente por su política económica –que por otra parte es bastante diferente en aspectos importantes– sino por una tradición a la que se adscriben, el panteón de héroes que construyen, su ubicación frente a la historia y a sus conflictos, los símbolos que activan, los discursos que abrazan, las redes –y alianzas– concretas que construyeron… Que en todas estas operaciones izquierda se mezcle con nacionalismo no es muy novedoso: la izquierda en el tercer mundo siempre triunfó a través del nacionalismo (basta pensar en la ideología real de la Revolución Cubana de 1959, que sólo después adhirió, más por necesidad que por elección, al marxismo-leninismo), y como advirtiera la sovietóloga Sheila Fitzpatrick en estos países el marxismo fue siempre más potente como ideología de la modernización (alcanzar el tren del desarrollo) que de la emancipación.
Y aquí viene un punto adicional referido a mi propio texto. Gargarella sostiene que mi planteo de que la izquierda apeló a un pacto de consumo, un pacto de inclusión y un pacto de soberanía además de “’validar’ innecesariamente el programa del libro”, “superpone a la izquierda con grupos, movimientos o gobiernos ‘nacional-populares’ -como podrían serlo el peronismo, para el caso de la Argentina, o el varguismo, para el caso del Brasil- que difícilmente podrían ser considerados de izquierda. El peronismo o el varguismo, típicamente, pueden ser considerados como la expresión de un ‘pacto de consumo’ que apuntó de modo especial al mercado interno. Ambos pueden verse, además, como movimientos que generaron políticas sociales ‘inclusivas’ o considerarse también como grupos que desplegaron habitualmente una retórica anti-imperialista. De este modo, los tres requisitos señalados por Stefanoni quedarían impecablemente satisfechos: el pacto de consumo, el pacto de inclusión, y el pacto de soberanía. Pero, podríamos decir entonces, y como resultado del análisis, que hablamos de gobiernos o grupos de izquierda? Parece claro que no”.
Gargarella explica por qué Perón o Vargas no eran de izquierda, pero no nos dice por qué Evo o Chávez no lo serían. Pero yo nunca escribí que la izquierda es esos tres pactos, sino que su gobierno se sintetizó en eso (desde el punto de vista de sus medidas, no se su identidad). Si ampliamos la referencia puede leerse:
Hoy el capitalismo globalizado, individualista, consumista y narcisista, se aparece, a menudo, como un «monstruo amable» y, como ya anticipara proféticamente Antonio Gramsci en sus análisis sobre las dificultades de la revolución en Occidente, este se sustenta en una amplia hegemonía política, económica y cultural. Pero, quizás más importante aún, tampoco existe mucho consenso ni claridad sobre qué cambios deberían hacerse, es decir, sobre las características de ese mundo «más justo». No obstante, podría asociarse el giro a la izquierda a un pacto de consumo (mercado interno), un pacto de inclusión (políticas sociales) y un pacto de soberanía (independencia frente a Estados Unidos, nuevos alineamientos internacionales) que, en diversos grados, tiñen a todas las experiencias «rosadas» y establecieron nuevos sentidos comunes que condicionan a las oposiciones conservadoras y las obligan a incluir, con fe o sin ella, algunos de estos tópicos en sus agendas.
Y si ampliamos más:
Este artículo está guiado por una idea central: las izquierdas arropadas por la “marea rosada” son producto de una doble derrota: la latinoamericana de los años 70 (golpes de Estado, represión) y la global de los años 80/90: caída del «socialismo real» y victorias sociopolíticas del neoliberalismo. Su llegada al gobierno no parece haber revertido esa sensación de Derrota (histórica, con mayúsculas, en buena medida trasmitida por las viejas generaciones «setentistas» a las nuevas) y la sensación de gobernar un mundo que no podemos controlar y de un capitalismo que no podemos revertir […]. La famosa expresión de Perry Anderson: «cuando la izquierda llegó al gobierno, había perdido la batalla de las ideas», que el intelectual británico utilizó para describir la llegada al gobierno de la socialdemocracia europea en los años ochenta, describe parte de las dificultades que enfrenta la izquierda sudamericana (y latinoamericana). En ese marco, el nacionalismo popular vino en su ayuda –especialmente con su división del campo político entre el «pueblo» y el «antipueblo» (La razón populista del argentino Ernesto Laclau fue posiblemente uno de los libros más importantes de esta década ) y su visión del enfrentamiento con Estados Unidos–. Cuba ya no sería recuperada por su valor como (e)utopía socialista sino como el último bastión de la «resistencia al imperio». La isla caribeña será, en efecto, un mojón simbólico y sentimental de una suerte de nuevo nacionalismo revolucionario, que «compensa» con antiimperialismo los límites de sus posibilidades anticapitalistas. Dicho de otro modo: si el socialismo («del siglo XXI») ha vuelto a la agenda, este es pensado como una profundización del nacionalismo; una especie de triunfo póstumo de la izquierda nacional de Jorge Abelardo Ramos. De allí que el socialismo del siglo XXI sea más estatalista que socializador. No es que no exista producción de pensamiento radical y antisistémico, incluso en clave marxista, pero este es cada vez más críptico, desconectado de las luchas políticas y producido muy lejos de los espacios donde se constituyen los actores políticos y sociales.
Es decir, una de las tesis de mi artículo es que, frente a la crisis –y derrota– de la izquierda, gran parte de ella tomó “prestado” el proyecto del nacionalismo-popular (de allí sus tres pactos como eje de sus políticas) y puso en pie una suerte de nuevo nacionalismo de izquierda que no es una mera reproducción de los populismos de los 50. Aunque tienen mucho en común, se diferencian precisamente en que –por diversas razones– asumieron una identidad de izquierda para hacer política, frente a esa suerte de “ni de izquierda ni de derecha” de los nacionalismos clásicos. Y salvo el chavismo, se trata de movimientos muy diferentes a los populismos clásicos. ¿Que un gobierno de izquierda no haga “política de izquierda” –si tal cosa existe de manera preestablecida– o no tenga “resultados de izquierda” lo excluye de la foto de familia de las izquierda? Se puede poner en cuestión su fe, su coherencia o lo que fuere, pero creo que resulta más productivo pensar por qué el nacionalismo popular sigue teniendo, nos guste o no nos guste, productividad política en América Latina en relación a otras vertientes de la izquierda.
Definir a la izquierda como “una tradición igualitaria, comprometida con la democratización profunda de la sociedad: una democratización que incluye la democratización de la política y la democratización de la economía” suena bastante sensato y coherente. Pero incluso eso puede ser ampliamente discutido. Por ejemplo, los chavistas podrían firmar esa sentencia y señalar que en estos años en Venezuela se democratizó la política y la economía (yo puedo diferir con esa “cosmovisión” pero ahí está y millones de venezolanos estarían de acuerdo, quizás hoy menos pero sí hasta la muerte de Chávez).
Por otro lado, hay un matiz que creo importante: a menudo las izquierdas actúan como “democratizadores paradójicos” del sistema. Por ejemplo, como se ha señalado, la existencia de partidos comunistas legales en Europa eran un factor de democratización política y económica, aunque su estructura y su propia tradición fuera escasamente democrática (su casi desaparición y ascenso de la extrema derecha da algunas pistas al respecto). Y paradojas similares encontramos en los populismos entre democratización y regimentación. La propia URSS tenía efectos democratizadores en el contexto de la Guerra Fría: sin su existencia, los Estados de Bienestar de la posguerra difícilmente hubieran tenido lugar (Hobsbawm).
Es más, la izquierda liberal y radical –que Gargarella defiende y con la que me identifico en gran medida– (casi) no tiene corporeidad política. Las experiencias políticas del llamado “socialismo liberal” –podríamos pensar en Giustizia e Libertà en los años del antifascismo Italiano o la de Socialisme et Liberté en Francia bajo la ocupación– demostraron siempre una enorme fragilidad política. ¿Emergerá una nueva izquierda democrática y radical con líderes como Jeremy Corbyn? Ojalá, pero el futuro es incierto y en cualquier caso esa izquierda tenderá puentes con “la otra”.
Finalmente, en estas líneas de tensión es que se hace la política de izquierda. Que dos veces Gargarella señale que no es “preciosista” ni “purista”, ni “utópico” o “irreal”, deja ver que él mismo da cuenta de los problemas del exceso de argumentativismo racionalista. Pero en cualquier caso, yo mismo fui considerado “alma bella” por algunos “antiimperialistas” de la región y no me gusta usar este término para descalificar ningún razonamiento. El objetivo de estas líneas es, desde la izquierda, tratar de problematizar los problemas reales que enfrentamos –que son muchos y a veces demasiado espinosos–, no emprender una polémica esteril.
Como dice un amigo, a veces hay que tener mucha templanza para seguir siendo de izquierda, dado lo que circula por las redes y el espacio público, incluyendo ahora justificaciones absurdas y moralmente cuestionables de lo que ocurre en Venezuela. Pero creo que dictaminar que ninguno de estos gobiernos son o fueron de izquierda patea la pelota afuera; resulta sin duda más tranquilizador, ¿pero no es una forma de escapismo respecto de nuestra propia tradición política y nuestro “peso de la responsabilidad”?
Fuente: http://panamarevista.com/es-de-izquierda-la-izquierda/