¿Existe el pueblo? Sí y no, podríamos responder. El pueblo no es una esencia que se despliegue a través de los tiempos. Pero el pueblo tampoco es un resultado demográfico: ni “toda” la población de un lugar, de una Nación o de un Estado, ni una “mayoría” de ella. Y tampoco es una determinación de la estructura; la existencia de clases sociales no deviene automáticamente en la constitución del pueblo. Sin embargo, existe. O, por lo menos, existe el nombre. Pero todo nombre enuncia y señala: designa e identifica. ¿Qué es lo que designa la palabra pueblo? Plantearemos que designa tres dimensiones, al mismo tiempo de inexistencia y de potencia: fractura, construcción y disputa.
El pueblo como fractura
Igual Laclau, como Rancière, Agamben o Badiou, y Negri, Virno o Visentin[1], cada cual desde sus propias posiciones, resaltan una característica de la palabra: su ambigüedad o, quizás mejor, su polivalencia. Se trata de un carácter polisémico que trae consigo desde su origen. Pueblo viene del latín, pero, en realidad, de tres voces distintas: oppidum, populus y plebs. Oppidum es el lugar poblado; populus es el conjunto de la población de un lugar; plebs es la parte de la población que carece de poder y de fortuna[2]. Las diferencias del origen parecen haberse olvidado, por lo menos en el tratamiento usual, igual en el diccionario que en su uso por las teorías políticas y en el habla común.
¿O no es así?
Pueblo, desde el discurso hegemónico, nombra a la unidad política que se expresa a través de la soberanía estatal. Pero, desde esta perspectiva, el pueblo nombra una imposibilidad, porque es una unidad sin posibilidades de concreción real. Y diremos que es así, al menos desde un triple punto de vista: social, político y discursivo.
Imposible desde el punto de vista social, porque se pretende que esa unidad política sea construida de antemano por el artificio jurídico; pero, al mismo tiempo, termina siendo irrelevante porque no puede dejar de aludir a la peligrosa idea de la igualdad social. Lo que se afirma, en cualquiera de los casos, es justamente la imposibilidad de dicha unidad, pues el terreno sobre el que debe levantarse es el de una sociedad de desigualdades, de explotación y de un sinnúmero de opresiones. Dicho de otro modo, socialmente el pueblo no es el nombre de esa unidad ficticia sino, por el contrario, de la fractura irreversible de la sociedad.
Imposible desde la construcción discursiva, porque el pueblo al que se apela es un conjunto de “ciudadanos”-moléculas sociales que, en su dispersión y en su fragmentación, no pueden ni siquiera acercarse a la remota posibilidad de convertirse en esa unidad de poder de la soberanía estatal que quieren los discursos hegemónicos. Pero, además, porque, puestos ya en ese plano, no pierde vigencia la paradoja roussoniana: la soberanía no puede delegarse so pena de diluirse y desaparecer; pero, en las condiciones de estos Estados burgueses modernos, no puede dejar de ser delegativa, por más parches participativos que se ideen para “corregirla”.
Imposible desde la política, porque la unidad declamada del pueblo supone no solamente la hegemonía (que, además, no siempre logra constituirse), sino una suerte de hegemonía “total”; pero la hegemonía no alcanza nunca a cerrarse, siempre hay espacios, esferas, aristas que no pueden ser cubiertos por la dirección política y cultural de los sectores dominantes; la hegemonía total es tan imposible como la falta total de hegemonía (Gramsci).
Por lo demás, y finalmente, nunca existe un solo discurso apelando a la construcción del pueblo: por lo tanto, siempre hay varios pueblos posibles pugnando por tornarse realidad.
El pueblo como construcción
Si partimos de esta imposibilidad del pueblo, habremos entonces de recordar que también es imposible que deje de ser invocado -bajo la forma que sea-, pues su ausencia del discurso significaría la pérdida completa de la legitimidad democrática.
De allí que, a nuestro modo de ver, la única posibilidad del pueblo deriva justamente de su imposibilidad. Esto, porque justamente lo imposible de su existencia es lo que nos conduce a su única posibilidad de existencia: existir como búsqueda constante de construirse. Abordaremos este punto desde dos ángulos: su construcción discursiva y su construcción material (por decirlo así).
La construcción discursiva alude a la eficacia de la apelación al pueblo, es decir, a aquellos momentos en los cuales sectores de la sociedad se reconocen como parte del pueblo de aquel discurso que los convoca. Según Laclau ello ocurre en virtud del doble carácter de las demandas: son ellas mismas y son la posibilidad de relacionarse con otras. Siendo así, la construcción del pueblo es la construcción de una cadena equivalencial de demandas que pueda expresarse en un discurso específico. Como el común denominador que activa la cadena sólo puede ser un significante vacío y flotante, el sentido político de la cadena equivalencial es variable, y el pueblo puede ser construido desde distintos proyectos políticos.
La construcción material alude, en cambio, a su constitución en los diversos planos de la existencia social. Según Gramsci, se trata de un proceso que unifica, en su devenir la existencia normalmente fragmentada de las clases subalternas en tres dimensiones: la dimensión material, socioeconómica, relacionada con las vicisitudes de la economía y del modo cómo los diversos grupos sociales se vinculan a ella; la dimensión sociopolítica, que tiene que ver con condiciones de homogeneidad, organización y conciencia, vistas estas en el doble plano social y político (que, para Gramsci, incluye el cultural); y la dimensión político-militar. Jugándose en cada uno de estos planos, y en el modo en que se relacionan, el camino de constitución de las clases subalternas en pueblo es todo menos lineal y acumulativo: se trata de trayectorias contradictorias que oscilan entre avances en dirección de la autonomía integral y retrocesos hacia la subalternidad. Si es lo uno o lo otro, depende de que se afiancen y se desplieguen las capacidades de representación autónoma en todos los dichos planos (Gramsci, Marx, Zavaleta); pero, dado que la construcción del pueblo no se desprende automáticamente de la estructura, finalmente resulta determinante la capacidad de autorepresentación política, sin la cual la constitución propia resulta siempre incompleta.
En resumen, el pueblo, cuando es, solo puede ser fruto de una construcción política.
El pueblo como disputa
Si el pueblo expresa una fractura en la sociedad, y si su único modo de existir es su construcción política, y si esa construcción política no se encuentra predeterminada de ninguna forma pues varios pueblos se están construyendo al mismo tiempo, entonces el pueblo existe siempre como disputa.
Esa disputa se mueve, cuando menos, en dos planos. En lo inmediato, el plano de los proyectos políticos que se enfrentan en un momento dado; en lo profundo, el plano de la constitución de sujetos, si hemos de entender por sujetos la capacidad de transformar relaciones sociales y no meramente reproducir roles en la sociedad (Touraine).
En el plano de lo inmediato, aquí y ahora el pueblo intenta ser construido de tres maneras. La una es una construcción política ficticia que resulta de lo que podríamos denominar los regímenes oligárquicos, la política liberal en su sentido más general, que crea un pueblo como ficción jurídica: la expresión ficticia del poder ficticio de una ciudadanía abstracta. Es un pueblo construido en la apariencia discursiva precisamente para que no pueda existir de ninguna manera.
La segunda es la construcción populista del pueblo: es este un pueblo que expresa la imposibilidad de representarse por sí mismo y que, en tal medida, reclama o acepta esa representación tergiversada a través de un caudillo que expropia la posibilidad de protagonismo popular. Este ya es un pueblo real, pero que no existe por sí mismo y para sí mismo, sino a través del caudillo. El caudillo, a su vez, convierte al pueblo en herramienta, a veces bien tratada, de un proyecto ajeno pero con capacidad para movilizarlo.
La tercera es la afirmación del movimiento popular como expresión actual, en la confluencia de la lucha social y política, de la autoconstitución del pueblo. La única vía de constitución autónoma es su despliegue como sujeto en la lucha, de manera consciente o intuitiva, contra la política dominante y contra el estado de dominación. Sólo a través de esa lucha va conquistando espacios de representación autónoma, espacios que tratan de ser destruidos contantemente por las clases dominantes y por sus representantes sociales, políticos y literarios.
En la disputa entre estos tres modos de constituirse el pueblo se desarrolla también, como contenido profundo, la lucha por el tipo de sujeto popular que hegemonizará, en cada momento, la expresión del pueblo como entidad actuante: si sujeto que recae en la subalternidad (disgregado o reunido como masa de maniobra) o sujeto que re-crea su potencialidad de autonomía integral.
Y sin embargo hay un pueblo
El pueblo nombra una imposibilidad; y sin embargo, hay un pueblo. Uno, o varios: existe como identidad en acto, como narrativa que se dice no únicamente en el relato, sino y sobre todo en la acción, en un sistema de acciones que es invocado, incluso como pretexto, pero que antes que nada tiene la potencialidad de nombrarse a sí mismo -y que a veces logra hacerlo.
El pueblo es una construcción política, y todas esas invocaciones son programas de construcción del pueblo. Por eso, ¿qué pueblos pugnan por construirse aquí y ahora? Los proyectos de construcción del pueblo son, al mismo tiempo, los proyectos políticos: el liberalismo, el populismo y la autonomía. Y esa es, hoy por hoy, la disputa política central.
Bibliografía
AGAMBEN, Giorgio (2001): Medios sin fin. Notas sobre la política. Pre-textos, Valencia.
BADIOU, Alain (2004): “Veinticuatro notas sobre los usos de la palabra «pueblo»”, pp. 12-19; en Varios Autores: ¿Qué es un pueblo?, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2014.
GRAMSCI, Antonio (1975): Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno -Cuadernos de la cárcel, vol. 1, Editorial Era, México.
GRAMSCI, Antonio (1980): El Risorgimento -Cuadernos de la cárcel, vol. 6, Editorial Era, México.
LACLAU, Ernesto (2005): La razón populista, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
NEGRI, Antonio (1994): El poder constituyente. Libertarias, Madrid.
MARX, Carlos (s.f.): El 18 brumario de Luis Bonaparte, Ediciones de la Revolución Ecuatoriana, Ibarra.
RANCIÈRE, Jacques (2006): Política, policía, democracia, LOM, Santiago de Chile.
ROUSSEAU, Jean-Jacques (2001): El contrato social, Longseller, Buenos Aires.
TOURAINE, Alain (2012): Crítica de la modernidad, Fondo de Cultura Económica, España.
VIRNO, Paolo (2003): Gramática de la multitud, Editorial Colihue, Buenos Aires.
VISENTIN, Stefano (2011): El movimiento de la democracia. Antropología y Política en Spinoza, Editorial Encuentro, Córdoba, Argentina, 2011.
ZAVALETA, René (2006): “Formas de operar el Estado en América Latina”; en Mayra Aguiluz y Norma de los Ríos: René Zavaleta Mercado. Ensayos, testimonios y re-visiones, FLACSO-México-UNAM, Buenos Aires, pp. 33-54.
Sitios web
http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico
[1] Para agilitar la lectura, omitimos aquí las referencias bibliográficas, que ubicamos al final del artículo.
[2] Para el castellano, puede seguirse la evolución de la palabra en el Nuevo tesoro lexicogáfico de la lengua española, en: http://www.rae.es/recursos/diccionarios/diccionarios-anteriores-1726-1992/nuevo-tesoro-lexicografico.