Para entender el determinismo económico hay que leer a los antideterministas. El ex presidente Osvaldo Hurtado, por ejemplo, en una entrevista con motivo del lanzamiento de su último libro “Ecuador entre dos siglos”, afirma que el considerable progreso económico y social experimentado por Ecuador entre 1967 y 2017, se debió: “Fundamentalmente a los períodos de alto crecimiento económicos, causados por el elevado precio del petróleo o por el aumento de la producción de hidrocarburos.
El crecimiento económico provocó la creación de empleos que trajo mejora en los niveles de vida en los sectores populares y una reducción de la pobreza. El país –concluye- creó condiciones para que ese progreso sea posible, o por el petróleo o por la dolarización”.
En síntesis, la economía está en la base del progreso (entienda lo que entienda el Dr. Hurtado por progreso); y los cambios en los precios internacionales del petróleo explican los cambios en la sociedad y la política. Más claro, imposible. Esta verdad de Perogrullo, repetida por neófitos y expertos, resume en dos líneas la historia de la economía ecuatoriana. Aquella que transcurre entre períodos de auge y crisis vinculadas a los precios de un producto de exportación: cascarilla, cacao, banano o petróleo.
Por lo tanto, se trata de un problema estructural e histórico: una economía o modelo económico primario exportador, que se origina en la división del trabajo del sistema colonial y que perdura durante el período republicano hasta nuestros días. A pesar de dos intentos potentes de cambiar el modelo –no el sistema- promoviendo la industrialización y la diversificación de las exportaciones; el primero, durante la dictadura militar “nacionalista revolucionaria” precedida por el general Guillermo Rodríguez Lara (1963-66) y, el segundo, durante el gobierno de la “revolución ciudadana” precedida por el Presidente Rafael Correa Delgado (2007-2017) con su propuesta de cambio de “matriz productiva”, reducida a un cambio en “la matriz energética”.
Por lo dicho, cuando emerge una crisis -como la del 2015-2016 por la caída del precio internacional del petróleo- las soluciones del gobierno no apuntan a la raíz del problema (cambiar el modelo de acumulación) sino a sus efectos o consecuencias. Sin embargo, no se confronta a todas, como evitar el desempleo y la precarización laboral. Al contrario, se centran en mantener e incrementar los niveles de rentabilidad del capital a la espera de que se recuperen los precios de las exportaciones o aparezca un nuevo producto de exportación: ahora los minerales metálicos. La verificación de lo afirmado se encuentra en la llamada “Ley orgánica para el fomento productivo, atracción de inversiones, generación de empleo y estabilidad y equilibrio fiscal” que se aprobó en la Asamblea como proyecto económico urgente.
La ley no contiene ninguna medida específica para defender el empleo digno, sino para incrementar el desempleo, la inestabilidad y la precarización laboral en nombre de la reducción del tamaño del Estado y el equilibrio fiscal. En cambio, está direccionado para aumentar la inversión privada, nacional y extranjera, se crean subsidios o incentivos. Estos sí específicos, “contantes y sonantes” como el perdón de multas e intereses a los grupos económicos, que deben al estado $2.260 millones en impuestos. La supresión del impuesto a la salida de divisas, la exoneración de impuesto a renta a nuevas inversiones, etc. Con ello se perfecciona el cierre de unas empresas para reabrirlas como nuevas, con otra razón social u otra localización, y acceder a los beneficios de la citada ley.
Esta es la realidad que se esconde tras fantasías ampliamente difundidas, como la del supuesto crecimiento de la inversión extranjera: “En 2018 vamos a superar con creces lo que se hizo en 2017, y este año, sin duda, vamos a firmar y comprometer adjudicaciones y concesiones que pasarán los 3.000 millones anuales durante los próximos cinco años”, afirmó el ministro de comercio exterior Pablo Campana [1].
Si se consideran las estadísticas del Banco Central Ecuador, el promedio anual de inversión extranjera en Ecuador es de $700 millones en los últimos 50 años y sólo en dos años se supera la barrera de los $1000 millones. Se trata, sin duda, de una proyección de ilusiones del ministro Campana. No obstante, al leer con atención su declaración, no miente: no indica que se van a invertir $3.000 millones sino que “vamos a firmar y comprometer”, lo que no es lo mismo. En su más reciente acto folklórico-publicitario (con sombrero de toquilla y presidente incluido): se firma un “convenio simbólico” –no real- de inversión por $9.435 millones.
Si las cifras de inversión fueran ciertas ($5.500 millones solo en el 2018) ya no sería tan urgente el “ajuste”, ni nueva deuda externa. Pero no, la publicidad del ministro apologizada por los medios de comunicación es el “canto de sirena” para seducir al presidente y a los asambleístas para que aprueben la ley y con ello los cuantiosos incentivos para que el capital se reponga de la crisis. No hay razones para archivar la utopía de un cambio del sistema que solo tiene como salidas mayor endeudamiento y profundización del modelo concentrado de la economía ecuatoriano. Todo lo contrario.
Contenido publicado originalmente en: Unidad de análisis y estudios coyunturales