culturales.
Se dice que el cineasta japonés era un tirano al poner en escena sus cuadros. Cabe imaginarlo rodando los espacios extrañamente infinitos de La fortaleza escondida, o el color subvertido y el mínimo espacio de El camino de la vida (referencia para el Lars von Trier de Dogville y Manderlay), en completo dominio de cada detalle con una tropa de técnicos, actores, artesanos y paisaje bajo sus órdenes. La armonía visual de Kurosawa no se da respiro, lleva la marcial disciplina de su estirpe samurai.
Sólo los locos el gran lienzo. No tan sorprendentemente, la obra maestra (en abrumador sentido literal) de Lech Majewski El molino y la cruz (Polonia-Gran Bretaña, 2011) resulta un homenaje cinematográfico mayor a Kurosawa (y ya le han hecho cantidades). Sin una sola referencia a las películas del japonés resulta, en cada palmo, un gran fresco kurosawano. Majewski recrea una pintura de Pieter Brueghel, el Viejo: El camino al Calvario, realizada en 1564. Ante nuestros ojos, el pintor flamenco va componiendo su panorámico lienzo: decenas de escenas suceden a la vez bajo la mirada total pero impotente del molinero (en papel de un Dios bastante doméstico) desde lo alto de un absurdo acantilado que sostiene su molino. Abajo bullen esas multitudes vivas que sólo Brueghel (y a quien tanto admiraba Elías Canetti ya antes de Masa y poder). En cada cuadro de El molino y la cruz, narrado con naturalidad de carpintero y montajes de computadora, encontramos una sucesión de estampas impecables penetradas por una luz de Flandes que se baña en crueldad, dolor, gozo, beldades rollizas, criaturas en desbandada, cuervos y distancia. Brueghel y Kurosawa, tal para cual. Artistas civiles y laicos, en ellos la alegoría es la Historia. Sólo trabajan la realidad.
Ahora, los greñudos de Led Zeppelin. Se les atribuye de todo, y no menormente, aunque ellos claman inocencia, la invención del heavy metal. Más sicodélicos que el mismo diablo, guerreros celtas o vikingos, Adónises de (poco) pelo en pecho, lo único que hicieron desde sus primeras sesiones a fines de 1968, cuando parecían otra extensión de los Yardbirds (güeros cantando como negros), hasta In Through the Out Door, su último álbum de estudio 10 años después, fue tocar el blues. Añadidos más o menos, el trío básico (bueno, su guitarra filarmónica era algo nunca antes escuchado) y la voz más exótica (no se sabía si salía de hombre, de mujer o de otro animal), la banda se dedicó a pervertir, distorsionar y reinventar la música del blues con los más bajos instintos del rocanrol y la maestría instrumental de bajo-batería-guitarra-y-voz de aquel cuarteto delirante. Nunca nadie, salvo Hendrix, lo hizo mejor. Quiero decir, el ruido.
Kurosawa dirigió 32 películas; las primeras quizá olvidables, aunque defendidas por el gran maestro Ozu. Led Zeppelin dejó ocho álbumes (si no consideramos Coda, que sirve sólo para posdata, con las sobras sobre la corona fúnebre del irremplazable Bonzo, cuya muerte marca el fin del cuarteto en 1980). Se acusó a Kurosawa de poco japonés, de cabalgar el western samurai y saquear los occidentales argumentos de Shakespeare, Tolstoi, Dostoievski, Hammett, Esquilo. A Led Zeppelin se le acusó de robar en despoblado (peor aún que los Stones, esos canallas) a los maestros negros Willie Dixon, Sonny Boy Williamson, Muddy Waters, Robert Johnson, Little Richards. Dixon, que debe a Led Zeppelin más que a nadie en el rock blanco su fama global, en 1985 demandó al grupo (de millonarios, por cierto) por plagiarle Whole Lotta Love, y ganó el juicio.
¿Pero no fueron Shakespeare y Esquilo otros vividores de las historias y los recursos ajenos? En ellos se precipitan, como dicen los químicos, la historia, la tradición, el lenguaje y la imaginación de sus tiempos. Es humanamente imposible hacerlo mejor.
Tiranos, ladrones, ególatras, desmesurados. Maldita sea. ¿Es tan antipático, tan miserable el camino de la perfección artística? Pues parece que sí.