28 noviembre 2013
Pareciera que hay modos específicos para tratar las noticias internacionales en los medios globales, es decir, en aquellos que se encargan de escenificar, a través de fuentes (políticas) muy bien escogidas, las informaciones que surgen en determinadas naciones pero que, por interés propio o ajeno, influyen en el resto del mundo o en los inmediatamente vecinos. El domingo pasado puse mucha atención a la forma cómo la CNN cubrió las elecciones en Honduras, y, parafraseando el nombre, noté que no entró en honduras al enfocar lo que sucedía allí, al margen de las pequeñas vicisitudes de una jornada de votaciones.
Porque si se mira bien, la realidad hondureña está lejos de las mesas del sufragio, lejos de las candidaturas de derecha o izquierda y lejos de las cámaras de fin de semana. El desangre social de Honduras no parece comprenderse en la dimensión que deberían –y deberíamos- otorgarle a lo centroamericano, pues no solo es la pobreza y la inequidad económica lo que oprime a ese país sino la paulatina pulverización de algunas instituciones frente a problemas distintos pero de alcance interno y externo, tales como el narcotráfico, el pandillerismo y el crimen organizado. Y de esto, en serio y con rigurosidad, nadie habló ni dentro ni fuera de Honduras. Y de esto, en serio, nadie sabe cómo librarse; porque militarizar las fronteras y las calles hondureñas no es una propuesta que alcance a sopesar la gravedad de esos fenómenos.
Ahora bien, la historia de los estados fallidos centroamericanos es la historia paralela de las “organizaciones del mal” que incuban desgracias sociales y, al mismo tiempo, inventan salidas de resistencia (absolutamente despolitizadas). Ergo, lo que el discurso de la corrección política llama atropello a las instituciones es, en realidad, un signo de resistencia que se adjudica, sin ningún rubor, la traza del delito con el fin de desafiar un orden que protege a pocos y excluye a muchos. Y para demostrar precisamente la anomia de ese orden lo coopta sin contemplación.
Así, el narco, la pandilla y el sicariato se sostienen porque su eficacia, en los márgenes, tiene un correlato social que compite y/o coopta la legalidad con el objetivo de ampliar su dominio territorial, en unos casos, y financiero, en otros. Lo necesario (e increíble) para el narco, por ejemplo, es que la prohibición -que proviene de la esfera de lo legal- le permite hacer volar su creatividad ¡para escarnecer cualquier institucionalidad!… aunque también para el desmadre de sus métodos criminales. Sin embargo, como se vio en la campaña electoral hondureña, verbi gratia, la política ha renunciado a asumir que el conjunto de su tragedia es parte de la precarización institucional de la región, o sea, una precarización que se subsume al capital, de modo legal e ilegal, y compra y exhibe beneficiarios en ambos lados.
Candidatos y medios solo atinan a ver la espuma del mar. Unos y otros alcahuetean elecciones para mantener la ficción democrática. Y unos y otros escandalizan las operaciones del crimen para encubrir la anomia de los Estados centroamericanos que por décadas dependen de las oligarquías criollas y de las políticas imperiales.