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LA IZQUIERDA, ENTRE LAS CALLES Y LAS INSTITUCIONES. Por Pablo Stefanoni

LA NACIÓN

17 de julio de 2016

Líderes cuestionados, desconexión de la política real, derechas triunfantes: en Europa el progresismo vive una crisis de identidad

Desde mediados de los años 90, las izquierdas europeas y estadounidenses volvieron a mirar hacia América Latina. Primero, atraídas por la inesperada rebelión zapatista liderada por el subcomandante Marcos y, ya desde comienzos del siglo XXI, convocadas por el “giro a la izquierda” inaugurado con el triunfo de Hugo Chávez a fines de 1998. El “extremo occidente” latinoamericano, retomando la expresión del historiador Alain Rouquié, devolvía nuevamente imágenes de un mundo encantado por la política a un Norte atravesado por la despolitización y la abstención electoral.

Pero hoy esta “excepción global” que representó el giro a la izquierda en América del Sur -en palabras del historiador británico Perry Anderson- parece estar llegando a su fin y una expresión de ello es que, desde hace algún tiempo, las izquierdas continentales comenzaron a mirar hacia el norte en busca de alguna señal renovadora, y hasta se escucharon los ecos de expresiones como “necesitamos un Podemos” en Argentina o en Brasil.

Se trata de una situación sorprendente, ya que el partido español liderado por Pablo Iglesias nació inspirado precisamente en el ciclo populista latinoamericano. El número dos del partido, el joven Iñigo Errejón, hizo su tesis doctoral sobre Evo Morales y varios de sus integrantes fueron asesores de gobiernos sudamericanos. Podemos es la fuerza que más esfuerzo político y teórico viene haciendo para superar el encierro identitario y el sentimentalismo por los viejos símbolos, evitar la testimonialidad y, más en general, superar la crisis ideológica de las izquierdas europeas. Su crecimiento fue posible por la creciente grieta entre la clase política y los ciudadanos y este partido fundado en 2014 apostó a nuevas estéticas, como escribir su programa en el formato de un catálogo de muebles de la famosa firma nórdica Ikea.

Es cierto que la crisis acompaña a las izquierdas desde sus orígenes. Ya a fines del siglo XIX se habló por primera vez de la “crisis del marxismo”, y figuras como el socialdemócrata alemán Eduard Bernstein o el sindicalista revolucionario francés Georges Sorel iniciaron revisiones de la obra de Karl Marx porque veían que el marxismo tal como era ya no se adecuaba a la realidad de Europa occidental. Luego, aunque el leninismo triunfante pareció demostrar que la vía revolucionaria estaba abierta, el occidente europeo, como advirtió el italiano Antonio Gramsci, parecía esquivo a cualquier socialismo “maximalista”. Pero aun así, el temor al comunismo y la potencia del proyecto socialdemócrata alumbraron en la posguerra Estados de bienestar inéditos en la historia de la humanidad.

Hoy, a casi un siglo de la Revolución rusa, la izquierda anticapitalista es marginal y la socialdemocracia se encuentra sumergida en una profunda crisis de identidad. Especialmente en los últimos años de la Guerra Fría, los partidos socialistas adoptaron el atlantismo y los planes de ajuste, sus líderes se “aburguesaron” y la Tercera vía de Tony Blair acabó por borrar las fronteras con la centroderecha. Sus nuevas figuras están a años luz de Willy Brandt u Olof Palme, por no hablar de Clement Attlee. Muchos se volvieron “lobistas” de grandes intereses empresariales y en el sur de Europa la crisis económica de 2008 estalló en manos de los socialdemócratas. Además, la globalización, el debilitamiento del Estado nación y la pérdida de peso del sindicalismo contribuyeron a que hoy poderosos partidos como el SPD alemán batallen para no caer por debajo del 20% de los votos.

En busca de la dignidad perdida

Este nuevo escenario abrió la puerta al llamado populismo de derecha -hasta hace poco convidado de piedra de la política institucional europea-, que se ganó con votos su derecho a entrar en las grandes ligas, como el Frente Nacional francés o el Partido de la Libertad de Austria (FPO). Sus propuestas antiinmigración o soberanistas aparecen como “soluciones” sencillas a los males del sistema, e intelectuales de la extrema derecha como Renaud Camus pueden sostener que las políticas migratorias vigentes, alentadas según él por una élite política, intelectual y mediática, tendrán como resultado un “gran reemplazo” o sustitución de la población francesa por no europeos, en su mayoría musulmanes.

Paralelamente, la vieja cultura comunista, anclada en los barrios obreros y “cinturones rojos”, ha desaparecido. Sus fiestas, sus símbolos, sus lenguajes de clase, sus apuestas estéticas “antiburguesas” y sus militantes aguerridos, si bien pueden seguir existiendo, se parecen cada vez más a inercias del pasado. Dos casos muy emblemático son los de los PC italiano y francés, otrora partidos de masas. El primero se autodisolvió en una fecha tan emblemática como 1991, y el segundo perdió el peso de antaño. Adicionalmente, las izquierdas ya no son capaces de contener las aspiraciones populares, en paralelo al debilitamiento de las identidades colectivas producto de la precarización y el individualismo triunfante.

En este marco, el voto a la extrema derecha puede operar en parte -y de manera paradojal- como un intento último por recuperar colectividades y dignidades perdidas. Al menos así lo lee el sociólogo Didier Eribon, quien en su libro de memorias Regreso a Reims recuerda cuando su madre, antigua votante comunista, le confesó que “alguna vez” votó por el Frente Nacional.

En este contexto europeo, Pablo Iglesias se sinceró y declaró que nunca podrían ganar las elecciones españolas con la bandera o la estrella roja, y junto con Iñigo Errejón y otros profesores de la Universidad Complutense, Podemos buscó resolver estos dilemas apelando a la teoría del populismo del argentino Ernesto Laclau, autor de La razón populista y fallecido en 2014. La apuesta de Podemos fue reemplazar el antagonismo izquierda-derecha por “arriba-abajo”, traducido en un discurso de la gente contra la casta política-empresarial.

Aunque su enorme crecimiento no fue suficiente para llegar a la Moncloa, Podemos logró 70 diputados a sólo dos años de su fundación. Pero además, Errejón e Iglesias -que emergieron en el escenario habilitados por el movimiento de indignados- buscaron romper con una tendencia que destacó recientemente el académico y activista Razmig Keucheyan en su libro Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos: el aumento de sofisticación de los intelectuales críticos y de izquierda en paralelo a su desconexión de la política real, lo que incluye un desplazamiento hacia los campus de universidades norteamericanas. En un caso poco habitual, los líderes de Podemos actúan como políticos y como analistas de sus propias decisiones: hacen “populismo” y explican los mecanismos internos de esa forma de hacer política desde entrevistas, libros o programas televisivos como Fort Apache.

Sin embargo, la reciente “socialdemocratización” de su discurso muestra una paradoja: mientras la socialdemocracia vive su peor crisis, el discurso socialdemócrata parece la única vía de acceso, para las izquierdas, a posibilidades reales de crecimiento electoral. Por eso, Podemos buscó construir aires de familia entre su líder y el joven Felipe González que, en 1982, llevó al PSOE al gobierno durante la transición posfranquista.

Dos líderes old style

Pero Iglesias no está solo en el paisaje de las nuevas izquierdas antielitistas del Norte. También está el caso, que podría aparecer curioso, de dos veteranos líderes old style que lograron seducir a multitud de los jóvenes veinteañeros: Jeremy Corbyn (67 años) en Gran Bretaña, que gracias al voto de los no afiliados se apoderó de la dirección laborista en unas internas partidarias, y Bernie Sanders (74) en EEUU, quien, asumiéndose socialista democrático, le dio pelea a Hillary Clinton en las primarias demócratas. “Hace un año, sólo algunos progresistas soñadores hubieran predicho que un funcionario que pasa los 70 años, socialdemócrata y del estado de Vermont se convertiría en el líder de un movimiento juvenil que, seriamente, haría temblar el paso asegurado de Hillary Clinton a la nominación demócrata”, escribió David Horsey en Los Angeles Times.

Sanders buscó, sobre todo, reponer algunos temas socioeconómicos en un país en el que la política de izquierda se volvió identitaria y cada colectivo lucha por sus propios intereses (minorías étnicas y sexuales, por ejemplo), logrando expresar un malestar extendido. Así, denunció al 1% de superricos. En una encuesta de la Universidad de Harvard, el 41% de los jóvenes entre 18 y 20 años apoyan la idea del “socialismo”, y si bien en EEUU éste tiene connotaciones socialdemócratas, el término socialista era hasta hace poco una mala palabra de la Guerra Fría. Muchos de esos millennials fueron seducidos por Sanders, un admirador del sindicalista anticapitalista Eugene Debs, quien en las presidenciales de 1912 obtuvo el 6% de los votos.

No obstante, a pesar del descontento existente, el filósofo esloveno Slavoj Zizek recuerda que hoy es más fácil convencer a alguien del fin del mundo que del fin del capitalismo, transformado según el italiano Raffaele Simone en un auténtico “monstruo amable”. Incluso reformarlo resulta cada vez más complejo precisamente cuando la desigualdad -como mostró el éxito de El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty- ha ganado visibilidad y renovados cuestionamientos.

“Pero mientras que Sanders recentró en EEUU el discurso de la izquierda en temas socioeconómicos y de clase, en países como Francia y Gran Bretaña se está configurando una suerte de guerra cultural entre una izquierda cosmopolita y un populismo de derecha de base popular, como pudo verse en la batalla del Brexit”, apunta el analista Marc Saint-Upéry.

En ese marco, las izquierdas ¿deben moderarse más para atraer el centro? O por el contrario, ¿deben radicalizarse para asentarse mejor entre los descontentos y diferenciarse del “sistema”? ¿Deben apostar a un populismo de izquierda para contrarrestar al populismo xenófobo de derecha? ¿Deben tratar de “reinventar Europa desde abajo” o replegarse al Estado nación? ¿Deben apostar más a las calles o a las instituciones?

He aquí, en pocas palabras, las preguntas que desvelan a las izquierdas del presente. Pero ya no hay, como en el pasado, Internacionales que unifiquen las estrategias a escala global. Corbyn se encuentra hoy bajo el fuego de los diputados laboristas que no aprueban el “giro a la izquierda” que promueve; el griego Alexis Tsipras sólo trata de sobrevivir y esperar que algo mejore, y Pablo Iglesias reconoció que Podemos no pudo “asaltar el cielo” en un solo golpe el pasado 26 de junio, pese al desprestigio de los viejos partidos.

Iglesias admitió que ahora viene lo más difícil: reinventar un espacio de izquierda sin que la vieja socialdemocracia se haya derrumbado y con una derecha que logró evitar el fracaso. Por eso, Iglesias sintetizó con honestidad brutal: “Puede ser que ganemos las elecciones en cuatro años o que nos demos una hostia (golpe) de proporciones bíblicas”. Si algo se perdió en la izquierda es la vieja confianza en las “leyes de la historia”.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1918803-la-izquierda-entre-las-calles-y-las-instituciones

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