30-08-2017
D
urante los cien primeros días del gobierno de Lenín Moreno Garcés, hemos asistido a una lucha intestina entre el exmandatario Rafael Correa Delgado y el actual presidente. Esta rivalidad sería comprensible si se tratara de políticos provenientes de posiciones antagónicas en el espectro político; sin embargo, sucede lo contrario, la pelea es entre dos integrantes de un mismo movimiento político, Alianza País. Los aliados y seguidores de Correa acusan a Moreno de ser cínico, desleal y mediocre y hasta lo tachan de traidor; los del presidente, en cambio, hacen del combate a la corrupción su caballo de batalla y atribuyen al exmandatario una adicción al poder que le hace creerse indispensable y le impide asumir el hecho de que ya no es presidente. En este escenario, la figura del vicepresidente, Jorge Glas, ha cobrado una importancia inusual, no por las funciones que ocupa, sino porque contra él se dirigen la mayoría de acusaciones de corrupción que el correísmo intenta desvirtuar. Sin llegar a acusarlo directamente, la línea de lo que podríamos denominar el morenismo, responde que, en la mayoría de los escándalos, todos los dedos apuntan hacia Glas; ello se suma al hecho de que Moreno lo apartó del gobierno en respuesta al envío de una carta que el primer mandatario consideró en extremo irrespetuosa.
En este ensayo, en lugar de analizar la siempre necesaria configuración de fuerzas al interior del gobierno o de los allegados a Correa, propongo otro camino: analizar la teatralidad del poder o, si se prefiere, su puesta en escena. En esta ocasión, me voy a desentender de los contenidos ideológicos que guían las acciones de los bandos en disputa. Mi propósito es analizar de qué manera estos discursos políticos salen a la luz pública y la concepción de verdad que uno y otro intentan posicionar ante los ecuatorianos. Cabe aclarar, sin embargo, que, desde esta lectura, no se puede confundir teatralidad con engaño o mentira malintencionada. La puesta en escena en el mundo de la política tampoco se reduce a un velo cuya función es ocultar la llamada realidad. Se trata, por el contrario, de un proceso sumamente complejo que al mismo tiempo que debe construir una ilusión verosímil, necesita ilusionar, esto es, seducir a la población para que esta se sume y apoye el proyecto político que se está proponiendo. En otras palabras, podemos decir que sin ilusión y fantasía todo proyecto está condenado al fracaso y el arte de la política consiste en montar una puesta escena con la plasticidad y la fuerza suficiente no solo para convencer, sino también para ilusionar a los espectadores que, en este caso, somos la mayoría de los ecuatorianos.
En el teatro barroco del siglo de oro español, uno de los temas más importantes está en el estudio y tratamiento de la soberanía. En El origen del drama barroco alemán, Walter Benjamin sostiene que la cultura barroca consiste en un intenso drama donde el soberano cumple dos roles antagónicos al mismo tiempo: el de mártir y el tirano. En aquella época, a decir de este autor, se vivía una aguda crisis de representación a partir de la cual se concebía al mundo natural como un lugar trabucado, difícil, caótico. En este lugar lleno de hostilidad –un estado de excepción para recuperar el concepto benjaminiano–, el rey o el príncipe tenía como tarea recomponer el orden perdido y, con este propósito, estaba obligado a ejercer todo su poder. El soberano, por tanto, es un mártir sobre cuyas espaldas se encuentra la enorme responsabilidad de restablecer el orden perdido; pero simultáneamente es un tirano porque está obligado a ejercer su autoridad a plenitud sin permitir ningún tipo de contradicción.
Para ilustrar este punto, me gustaría recurrir a la conocida obra, La vida es sueño, del gran dramaturgo español, Pedro Calderón de la Barca. En ella, el rey Basilio condena a su hijo Segismundo desde su nacimiento a vivir encadenado en un castillo porque, según su interpretación, los designios de los astros predecían que el príncipe sería un soberano cruel. Una vez que Segismundo alcanza la edad adulta, su padre, dudoso de su decisión–típica conducta del drama barroco– y ante la posibilidad de haber cometido una injusticia –ser un tirano– trama una maniobra para comprobar si su lectura astrológica fue acertada. Decide dar a Segismundo la oportunidad de demostrar sus dotes como soberano. Con el fin de traerlo a la corte, ordena drogar al príncipe para evitar que este se dé cuenta del cambio de escenario. Una vez en la corte, Segismundo, al enterarse de que es el heredero al trono y para el horror de todos, se comporta como un tirano: tira por la ventana de una alta torre a un sirviente y adicionalmente intenta violar a la princesa, Estrella. Basilio, indignado, ordena drogarlo otra vez y regresarlo a su cárcel instruyendo que comunicaran al príncipe que su experiencia en la corte solo había sido un sueño.
Segismundo, de nuevo en la prisión, toma conciencia de que el mundo es un lugar ilusorio y frente a esta ilusión, aprender a gobernar sus pasiones y a no dejarse seducir por los placeres o la vanidad del mundo. Ante la separación de su propio hijo, Basilio, en contra de los deseos de su pueblo, impone al extranjero, Astolfo, como su heredero. El pueblo resiente este nombramiento y se levanta en armas reconociendo a Segismundo como su legítimo soberano. El príncipe derrota a su padre, pero en lugar de dar lugar rienda suelta a su venganza ante un rey despiadado que injustamente lo había condenado a vivir en la soledad de una horrible cárcel, lo perdona; da muestras, además, de mucha prudencia en el resto de las decisiones que toma y, de esta forma, reestablece el orden para la admiración de todos.
El hecho que me interesa resaltar en La vida es sueño es que los asuntos del mundo y, por ende, de la soberanía no constituyen en sí mismos una realidad concreta, sino una concatenación desordenada de ilusiones, de “puestas en escena”. Cuando Segismundo se dejó seducir por los placeres mundanos, se comportó como un tirano; pero cuando se desencantó del mundo, entendiéndolo como un lugar pasajero e ilusorio, aprendió a controlar sus desbordadas pasiones y adquirió la prudencia necesaria (el ingenio) para ser un buen soberano. No obstante, en la medida en que el mundo es un lugar inestable y hostil (la rigurosa torre-prisión en la que creció Segismundo es su mejor imagen) y de que estamos ante un devenir constante en donde no hay leyes ni tendencias regulares, el anhelado restablecimiento del orden es en sí mismo una imposibilidad. La soberanía (la política), por tanto, también es una ilusión o, mejor dicho, la construcción de una ilusión de orden: un teatro o una puesta en escena. Desde esta lectura, al final de la obra, Segismundo no se restablece como una persona moralmente recta, sino como un gran actor que aprende a adaptarse a la inestabilidad del mundo construyendo ante su público la imagen de un soberano sabio y prudente –el mártir.
En el Ecuador actual, la “crisis” es quizás la palabra que domina el escenario político. Aunque para unos vivimos una fuerte crisis económica (el discurso neoliberal de las derechas anticorreístas) y otros sostienen que no hay tal crisis (los correístas), ambos extremos coinciden que la situación económica del país ha sido difícil en los últimos años. Sin embargo, la crisis que domina el escenario político no permanece en el campo de la economía, sino que se extiende al ámbito de la moral. El correísmo, por ejemplo, entiende la política como un asunto de lealtades, por ende, el nuevo gobierno es el de la traición y va en camino de sumergir al país en una crisis político-moral de enormes proporciones; los morenistas, en cambio, responden que su intención es luchar contra la corrupción institucionalizada como una referencia indirecta al anterior gobierno. La política, de esta forma, se constituye en una puesta en escena en donde los actores políticos luchan por presentarse (construir la imagen más eficaz) como moralmente intachables y como los paladines contra la corrupción. El correísmo insiste en que antes de su llegada al gobierno, el país estaba dominado por la partidocracia y la existencia de un estado prebendario en donde la corrupción era la norma. Los morenistas, por su parte, quieren ser recordados en el futuro como el gobierno más honesto de la historia en clara alusión a los innumerables escándalos que surgieron durante la última etapa de lo que hemos denominado el correísmo.
No obstante, ninguna de las dos posiciones explica el origen de la disputa entre los dos bandos al interior de Alianza País. ¿Cómo es que dos líderes de un mismo partido han llegado a tales niveles de animosidad? Remontémonos al momento de la campaña y el triunfo electoral de Moreno. En la segunda vuelta, hubo que elegir entre el híper derechista, el banquero neoliberal y miembro del Opus Dei, Guillermo Lasso, y el oficialista, Lenín Moreno. La elección la ganó el segundo con un margen un poco mayor al 2% de los votos. El banquero, en su afán de desconocer los resultados, denunció fraude electoral, otra puesta en escena, pero esta última carente de la más mínima prueba objetiva o argumento sólido que lo respalde. La estrategia del candidato perdedor, sin embargo, fue muy eficaz para movilizar a sus airados seguidores por varios días. De este modo, se evidenció en toda su magnitud la intensa polarización entre correístas y anticorreístas que ha dominado la política ecuatoriana en los últimos años.
Este ambiente de dura polarización (una crisis política para mantenernos en nuestro lenguaje barroco) fue el detonante no solo para que las derechas salieran furibundas a las calles, sino también para que el presidente electo marcara distancias con su antecesor. Los dos últimos años el Ecuador vivió una recesión económica por la caída del precio del petróleo y el fortalecimiento del dólar; ocurrió el terremoto en Manabí-Esmeraldas en abril del 2016; surgieron, además, notorios escándalos de corrupción en Petroecuador y en los contratos con la constructora brasileña Odebrecht. El lenguaje fogoso del expresidente en lugar de dar tranquilidad y mostrar eficiencia en la lucha contra la corrupción, crispó más los ánimos radicalizando así la polarización en la sociedad ecuatoriana.
Moreno, en campaña, ofreció una continuidad, pero no un continuismo respecto de su antecesor. Desde el inicio, siempre fue claro en que su meta era cambiar el estilo de gobierno. En lugar de la confrontación directa y la administración del conflicto con fines electorales, prefirió un llamado al diálogo con los diferentes actores políticos. Al poco tiempo de abandonar su gobierno, Correa acusó esta estrategia de mediocre y desleal e indicó que no tenía sentido marcar en público las diferencias con su gobierno; menos aún, desmereciendo los logros que la propaganda correísta se había encargado de difundir. Cuando el vicepresidente Glas fue apartado de sus funciones, el exmandatario sentenció que el diálogo había sido para los enemigos de la Revolución Ciudadana y no para los amigos.
Una vez en el gobierno y ante la necesidad de distanciarse de su antecesor, Moreno recuperó el discurso en contra de la corrupción, uno de los detonantes, sino el mayor, de la polarización en el país durante los últimos años. En otras palabras, hasta este momento, el oficialista Moreno retomó una de las banderas de lucha de la oposición con el afán de tranquilizar los ánimos en un ambiente altamente caldeado y que peligrosamente amenazaba con salirse de cauce. A los pocos días del nuevo gobierno, el excontralor Carlos Pólit, funcionario durante todo el gobierno de Correa y reelegido recientemente a pesar de las críticas en su contra, cayó por escándalos de corrupción en las negociaciones con Odebrecht. Asimismo, salieron al aire audios y videos bastante comprometedores para el vicepresidente Glas y su tío Ricardo Rivera, quien insólitamente tenía acceso directo para dialogar con la constructora brasileña y otras instancias internacionales en donde se negociaban los contratos de obras estratégicas para el país.
Si la política es una puesta en escena o la construcción de una ilusión verosímil para el público, el correísmo tuvo el acierto de construir la imagen de un gobierno modernizador y redistribuidor de la riqueza que resultó creíble para la mayoría de ecuatorianos durante muchos años. Sin embargo, su puesta en escena presenta un par de fallas: su poco efectiva lucha contra la corrupción y el autoritarismo que viene aparejado con la personalidad vehemente de Correa. Los escándalos en Petroecuador salieron a la luz pública gracias a los Panama Papers, no por la acción de los organismos de control del país. Asimismo, la fiscalía anterior fue sumamente ineficiente al llevar a cabo las investigaciones tras la aparición internacional de los escándalos de Odebrecht dando la impresión de que, en lugar de combatir la corrupción, la meta era taparla. La famosa frase del exfiscal, antes importante funcionario del gobierno correísta, Galo Chiriboga, es antológica: “Yo sí sé quién es el corrupto: es Odebrecht”.
Correa también impuso a Jorge Glas como candidato a la vicepresidencia sabiendo que era uno de los funcionarios, sino el más, cuestionados de su gobierno y a quien, como dice ahora Moreno, apuntan todos los dedos. A pesar de que todavía no hay pruebas directas en contra del vicepresidente, sí existen claros indicios de su participación en los enredos como, por ejemplo, el protagonismo de su tío en las negociaciones de los contratos y el hecho de que los escándalos más graves hubieran ocurrido precisamente en las empresas o áreas que estaban a su cargo como, por ejemplo, Petroecuador o las obras contratadas con Odebrecht. En resumen, la imagen del correísmo en el tema de la corrupción ha sido demasiado pobre. El régimen anterior, en lugar de fortalecer su imagen en este campo, frente a la mirada atenta de muchos ecuatorianos, dio la impresión de que su intención era esconder los escándalos. Su gobierno, por estos y muchos casos más, ha sido fácilmente acusado ante la opinión publica de construir un espíritu de cuerpo y que la institucionalidad montada durante su administración es de índole autoritaria con el claro propósito de proteger a los allegados corruptos del exmandatario.
Es por esto que la puesta en escena de Moreno en sus primeros días de gobierno ha sido muy eficaz debido a que ha sabido responder las necesidades de la población en el tema del combate a la corrupción. Si las encuestas funcionan como un barómetro de la recepción la obra teatral por parte del público, los niveles de aceptación del presidente actual son muy favorables (todas hablan de más del 60% de popularidad y hay alguna que le da un 80%). Lenín Moreno ha logrado posicionar adecuadamente la imagen de que para su gobierno el combate a la corrupción es una prioridad. En este sentido, Moreno ha sido claro y ha dado una respuesta contundente a un problema de magnitud en la escena política ecuatoriana; mientras que su antagonista, el correísmo, se mostró reiteradamente incapaz de ofrecer una solución coherente y, sobre todo, creíble.
Sin embargo, el gobierno actual debe tener presente que el mundo de la política es sumamente volátil. Si se deja seducir por el mundillo politiquero y sus encuestas de opinión, al igual que Segismundo cuando fue por primera vez a la corte, corre el riesgo de obnubilarse y ser un mal soberano. Moreno ha lanzado duras críticas a su antecesor en el tema de la educación, el manejo económico, la libertad de expresión, la corrupción, entre otras. En las últimas semanas, hemos visto cuestionamientos importantes en el tema de la deuda externa contraída entre el 2012 y 2016; la refinería de Esmeraldas, recientemente repotenciada, presenta fallas (contrato bajo la dirección de Glas y los dedos otra vez apuntan hacia él); hay críticas al Consejo de la Judicatura y a las cortes de justicia conformadas durante la administración correísta; los contratos de las preventas de petróleo a China y Tailandia también han sido cuestionados. Pero, en lugar de presentar datos contundentes que demuestren fehacientemente el mal manejo del gobierno anterior, vemos que todos estos escándalos salen a la luz sin un respaldo documental suficientemente sólido. Esta actitud, en lugar de neutralizar la influencia del correísmo en la política ecuatoriana, es contraproducente para el bando morenista en la medida en que permite que el exmandatario se victimice, retome la iniciativa y recupere su capital político.
Si Moreno se deja cautivar por los números de las encuestas y lanza una lucha sin cuartel en contra del correísmo, corre el grave riesgo de descuidarse y perder de vista que sus adversarios no solo están entre los allegados de Correa, sino también en otros frentes, en particular, en aquellas derechas que mantuvieron una oposición visceral a su candidatura. Las derechas, como sabemos, también tienen su puesta en escena: el discurso de la “gran crisis económica” o del fraude electoral. La primera ha sido desmentida porque el país ha entrado en una leve recuperación y tendrá un mínimo crecimiento anual del 0.7 % –aunque la situación económica, de todos modos, continúa siendo bastante delicada debido a la falta de liquidez que genera un déficit fiscal que está por el 7%, el pago de una onerosa deuda que requiere destinar entre 8.000 y 10.000 millones de dólares del presupuesto general del Estado cada año y la fuga de capitales superó los 30.000 millones de dólares en los últimos años. La segunda, un artificio totalmente inverosímil sin ningún tipo de respaldo que le dé validez. Acercarse al discurso radicalizado de las derechas, además, tiene la desventaja de que resta a Moreno la credibilidad ganada en estos cien días; el correísmo, consciente de ello, acusa al gobierno de estar aliado con la derecha y este último ha sido incapaz de contrarrestar de manera convincente tal acusación.
Si el gobierno sigue los tiempos precipitados de las derechas radicalizadas, puede tropezar y caer al suelo como el desbocado caballo –hipogrifo– que da inicio a la La vida es sueño. Los ritmos y las angustias de estas derechas son distintos a los del gobierno. Primero, porque aquellas fueron derrotadas en la última elección nacional; segundo, porque la puesta en escena de esos grupos es aún más inconsistente que la del correísmo frente a la corrupción. Por ejemplo, el discurso de la crisis económica que manejan los ortodoxos neoliberales está orientado a justificar la imposición de un estricto modelo de austeridad económica –su tiranía– con el objeto de recortar los servicios públicos/sociales. Este modelo perjudica a la gran mayoría de la población (trabajadores, sectores populares y clases medias) favoreciendo a grupos tradicionales de poder como las élites financieras o empresariales. Si Moreno quiere ofrecer una propuesta aceptable –y creíble– para la mayoría de ecuatorianos, su propuesta económica debe establecer diferencias y marcar claras distancias respecto de las alternativas que ofrecen los poco estimados neoliberales.
Una guerra sin cuartel contra el correísmo en lugar de favorecer al actual gobierno, lo ubica en una posición muy delicada. Primero, porque le aliena de la estructura de su partido o movimiento y pierde un apoyo importante frente a las siempre volátiles derechas tradicionales que de ninguna manera desean su éxito en el gobierno. Segundo, porque no responde a sus propias necesidades, sino las de otros sectores políticos que han convertido la oposición a Correa en un asunto pasional y visceral. En mi opinión, si Moreno desea que la puesta en escena que ha montado tenga éxito, tiene que seguir sus propios ritmos haciéndose del control de Alianza País, su prioridad en este momento, y no alienarse de aquellos sectores populares que se dejaron seducir y todavía apoyan la puesta en escena del correísmo en lo referente a la redistribución del ingreso y su lucha contra élites oligárquicas.
Segismundo entendió que la venganza contra el rey Basilio, en lugar de favorecerlo, lo convertiría en un tirano. Su sabiduría está en haberle quitado la soberanía a su padre poniéndolo en evidencia ante todo el reino, pero simultáneamente tratándolo con ecuanimidad y sin dejarse arrebatar por la furia o la visceralidad de otras pasiones. El presidente, al igual que Segismundo, debe tomar conciencia de que su legítimo combate a la corrupción no debe replicar el anticorreísmo exacerbado, pues corre el riesgo de que su puesta en escena sea interpretada como una cacería de brujas. Más allá de los ataques o provocaciones que recibe Moreno desde Bélgica vía twitter, las cuales son una clara muestra de la imprudencia, inmadurez o vanidad del exmandatario, la plataforma del actual presidente debe evitar caer en las respuestas viscerales. Esto último es la agenda de las derechas, las cuales fueron derrotadas en la última elección porque su artificio no fue/es creíble para la mayoría de los ecuatorianos, quienes perciben que estos grupos tienen como meta imponer un paquetazo económico para proteger y garantizar los privilegios de las élites.
Cuando el gobierno actual mostró control de su emotividad y disciplina en su estrategia sin siquiera mencionar a Correa, pudo apartar de sus funciones al vicepresidente Jorge Glas, deshacerse del incómodo y corrupto excontralor, Carlos Pólit y posicionar como creíble su discurso del combate a la corrupción. Sin embargo, si pierde el control y hace de la política un asunto de emotividades heridas, corre el riesgo de que su acción sea leída como una persecución al correísmo, perdiendo así la credibilidad ganada, pues la lucha contra la corrupción no tiene nombre ni apellido y, para ser creíble, exige ser lo más trasparente posible. De lo contrario, el expresidente y sus aliados se declararán perseguidos políticos y habrán encontrado el camino ideal para acumular el capital político necesario para su regreso en el 2021, sino antes. La guerra total contra el correísmo, por tanto, es la receta perfecta para sacar al gobierno de sus cabales y, tal como le sucedió a Segismundo en su primera visita a la corte, llevarlo por los senderos de la arrogancia y la prepotencia –la imagen barroca del tirano–, cualidades o, mejor dicho, defectos que el mismo Moreno y muchos otros ecuatorianos cuestionan en el anterior mandatario.
A modo de conclusión, me gustaría enfatizar que, si quiere consolidarse en el largo plazo, el actual presidente haría bien en proceder con prudencia y con una agenda política propia. No puede seguir los tiempos del correísmo apasionado porque ese gobierno carga el estigma de corrupto y autoritario; pero tampoco los acelerados ritmos del anticorreísmo y de aquellos grupos de poder que no solo buscan la destrucción de Alianza País, sino también arruinar su permanencia en Carondelet. La puesta en escena del combate a la corrupción ha tenido gran acogida y le ha dado buenos resultados al presidente, pero eso no implica permitir que los efímeros números de las encuestas se le suban a la cabeza o que se pierda los estribos etiquetando a Correa y sus seguidores como su peor enemigo. Una guerra total contra el correísmo requiere respaldarse en sectores que han sido cómplices de la corrupción en otros momentos de la historia ecuatoriana y las alianzas por estos lados arruina la ilusión que el gobierno está intentando ofrecer a los ecuatorianos. El presidente, al igual que el magnánimo Segismundo, no necesita matar a Basilio; por eso, haría bien en defender y mantener varias de las políticas exitosas de su antecesor, pero dejando claro que su lucha contra corrupción y el autoritarismo no tiene vuelta atrás. Si sigue el camino de la guerra total o de lo que puede ser interpretado como una cacería de brujas, Moreno no será visto como un soberano prudente, sino como uno necio e impertinente que en nada se diferenciaría del despiadado Basilio que encerró a su hijo al nacer, del descontrolado Segismundo en la corte o del mismo Correa que no pierde oportunidad para insultarlo vía twitter y dar rienda suelta a una afectividad totalmente desbordada.
*Analista Político -Whittier College