02 de mayo 2016
Labranza oculta (2011), documental de la directora ecuatoriana Gabriela Calvache, da cuenta el proceso de reconstrucción del museo de El Alabado en Quito. Este museo está ubicado en el casco histórico y colonial de la ciudad. El filme relaciona dos períodos de la historia ecuatoriana. La época colonial, en donde los albañiles indígenas construyeron las famosas iglesias barrocas, y el presente, en donde albañiles de clara ascendencia indígena siguen construyendo los edificios de la ciudad y reconstruyen el mencionado museo. El documental también compara la construcción arquitectónica con la construcción de la memoria o la historia en Quito. En ambas construcciones, la presencia indígena es determinante, aunque lastimosamente se encuentra borrada; esto es, a pesar de ser fundamental y visible en la vida cotidiana, no existe un registro histórico que dé cuenta de ella y, por ende, es invisible/ignorada por el discurso nacional/oficial.
Labranza oculta muestra el cambio arquitectónico y urbanístico en Quito a partir de la segunda mitad del siglo XX. Las casas coloniales de origen hispano con patio central perdieron la hegemonía cultural frente al estilo “americano” o afrancesado con patio delantero y porche. Por otra parte, resulta interesante que en este proceso las clases altas y medias abandonaron el centro histórico de la ciudad, el cual fue paulatinamente ocupado por migrantes indígenas y pobres, quienes en un número significativo se vincularon al mundo de la construcción como albañiles y ahora son quienes se encargan de la restauración de los inmuebles coloniales así como de la construcción de las edificaciones en el resto de la ciudad.
La llegada masiva de migrantes indígenas y pobres al centro histórico ha sido vista con horror por varios sectores conservadores para quienes los nuevos habitantes lo han destruido no sólo con su presencia física, sino también con sus costumbres. El documental, sin embargo, entiende que aunque estos migrantes deterioraron varias de las viviendas coloniales porque sus escasos ingresos económicos no les permitió hacer un mantenimiento apropiado o les impuso restricciones materiales importantes, fueron ellos paradójicamente quienes realmente preservaron el centro histórico evitando su destrucción ante el descuido de los dueños de las casas y la salida de los sectores acomodados al norte de la ciudad.
Para el imaginario conservador, la presencia masiva de migrantes indígenas se constituye en un elemento incómodo o perturbador al que, además, se le asigna un carácter destructivo. En este ensayo, sin embargo, propongo leer esa presencia parasitaria (la migración popular indígena que observamos en el documental de Calvache) como un elemento positivo –fecundo– que no únicamente construyó la ciudad en el pasado, sino que además continúa construyéndola/modificándola en el presente. En la medida en que Labranza oculta pone énfasis en la historia de la arquitectura colonial y el trabajo material de los albañiles, me parece factible relacionar esa presencia parasitaria que fastidia a la mentalidad elitista con la cultura del barroco aún vigente en Quito.
Una de las características del barroco es la proliferación de elementos que se esparcen sobre la superficie y saturan el espacio. Si tomamos como referencia la representación alegórica analizada por Walter Benjamin, en el barroco, cada alegoría sirve para representar la divinidad; sin embargo, se trata de un encuentro fugaz porque lo divino abandona la imagen en el mismo instante en el que se manifiesta en ella. El barroco, según este pensador, consiste en el drama que resulta de un esfuerzo desmesurado por reencontrarse con Dios; pero debido a que este reencuentro solo es posible gracias a la mediación del mundo natural, la cultura barroca en lugar de ser una propuesta idealista, se transforma en una de carácter materialista en tanto cualquier objeto por insignificante que sea puede representar o convertirse en soporte de la divinidad. Si retomamos el tema de la alegoría, este drama desemboca en la producción de una alegoría tras otra; esto es, en una proliferación incesante de alegorías (mise-en-abime).
La estética barroca también implica una constante transfiguración de las formas. El escritor cubano, Severo Sarduy, entiende que al tratar de eliminar lo que se entiende como un elemento perturbador, el barroco lo distorsiona y con ello surge una nueva deformación; o sea, un nuevo elemento incómodo y así sucesivamente en un proceso sin fin. Siguiendo los aportes de Sarduy, diremos que la imagen de la columna salomónica tan común en las iglesias quiteñas, en especial en la fachada de La Compañía o en los retablos de los altares religiosos, es la que mejor capta este proceso. Las formas se superponen, se imbrican, se tuercen y se retuercen sobre sí mismas dando la sensación de un movimiento hacia el infinito.
La lógica parasitaria a la que hago referencia está ligada a aquella proliferación incesante que al saturar el espacio lo modifica/distorsiona. En el caso de la migración indígena, esta saturación desordena los diseños urbanos imaginados por las élites y en lugar de desaparecer o aplacarse, no cesa de crecer y hacerse más evidente. Dicho de otro modo, el arribo masivo de migrantes indígenas al centro de la ciudad trastoca el orden tradicional o conservador; sin embargo, su distorsión lejos de ser una muestra de degeneración (como lo entiende la definición conservadora) es un elemento altamente creativo, pues gracias él, valga insistir, se construyó la ciudad en tiempos coloniales o se evitó la destrucción del centro histórico de la ciudad el siglo anterior.
Por otra parte, como ya se mencionó, el documental también da cuenta del proceso de reconstrucción del Museo del Alabado. En 1987, un fuerte terremoto sacudió a Quito destruyendo buena parte de su patrimonio en el casco colonial. En la décadas de los 90, se dio paso a un nuevo proceso de reconstrucción y mantenimiento del centro. Muchos millones de dólares se han destinado a la restauración de edificios y obras importantes. Desde el año 2000, según el filme, se llevan invertidos más de 220 millones de dólares.
Labranza oculta deja plena constancia de que el centro ha adquirido un nuevo interés para los sectores acomodados que lo abandonaron a lo largo del siglo XX. “Los que se fueron vuelven y los que vinieron se van”. Y es en este contexto de regeneración urbana que se llevó a cabo la reconstrucción del Museo del Alabado durante el 2005 y el 2010. Las actuales políticas de modernización tienen como meta embellecer el casco colonial domesticando el elemento incómodo –convertir lo indígena, por ejemplo, en una pieza de exhibición– cuando no expulsarlo directamente del lugar. Sin embargo, paradójicamente, la nueva regeneración depende de albañiles de origen indígena, quienes, a pesar de que son reducidos mano de obra barata por la mirada modernizadora, siguen presentes y se dispersan por la ciudad poniendo en crisis el actual ideal urbanístico.
El historiador, Carlos Espinosa, en su libro El Inca barroco, analiza la cultura barroca a partir de la hegemonía cultural del orden colonial. Desde su aproximación, el arte quiteño, la historia indígena, las festividades religiosas, el ritual o la teatralidad política, más que la concurrencia de diferentes estratos culturales o una presencia indígena autóctona que data de tiempos precolombinos, funciona en la Colonia al interior de un sistema hegemónico que, aunque ofrece cierto margen de acción a los sectores subalternos, les obliga a participar en él. Esto significa que las culturas indígenas que actualmente perviven en el Ecuador han sido radicalmente modificadas por el sistema colonial de matriz barroca.
La diferencia con la etnohistoria es que en lugar de enfocarme en una cultura autóctona que existiera al margen de las instituciones coloniales, me concentro en fenómenos culturales que se generaron en el seno de relaciones de poder. Esta cultura compartida era principalmente de elaboración de las élites hispanas y servía a la dominación pero, a la vez, como toda hegemonía era un espacio de negociación material y simbólica… Si bien se podría calificar a este estrato como híbrido… habría que insistir que la mayoría de sus conceptos políticos y formas estéticas eran occidentales, incluso barrocas (20).
A pesar de que Espinosa reconoce un carácter mestizo o híbrido en la constitución de la cultura barroca quiteña y está consciente de la agencia de los sectores subalternos o populares, su tesis privilegia los análisis del barroco como una cultura eminentemente hegemónica no solo en términos históricos, sino también políticos en tanto gracias a ella se facilitó la implantación y reproducción del sistema colonial. No obstante, desde mi lectura, aunque su visión es útil para ubicar el análisis cultural al interior de relaciones de poder cuyo origen data del período colonial, al privilegiar el análisis de la hegemonía colonial, pierde de vista cómo el elemento parasitario –característico de la estética barroca– transgrede y distorsiona tal hegemonía.
Si asociamos la proliferación barroca con la presencia parasitaria, esta última se transforma en un elemento corrosivo que lleva los dictados canónicos o normalizadores a sus límites en un proceso que irremediablemente los modifica –tuerce y retuerce para usar la terminología de Sarduy. El caso de los migrantes indígenas nos sirve para ilustrar dicho proceso. En la Colonia, su arribo a Quito redefinió por completo la ciudad colonial al quebrar la rígida separación entre la República de Blancos y la de Indios; mientras que en el siglo anterior, su llegada masiva significó la pérdida del centro de la ciudad por parte de las élites. El centro histórico, de este modo, no solo se constituye en el centro de la hegemonía política/cultural, sino también en un espacio popular.
Asimismo, si es correcto equiparar el elemento popular e indígena con la dispersión o proliferación barroca, resulta que, en el pasado, este elemento antes que limitarse a facilitar la imposición colonial, la desbordó y, por ende, modificó/distorsionó los dictados de la ciudad letrada. En el presente, en cambio, su presencia en el casco colonial obstaculiza una regeneración urbana que intenta desplazar a los migrantes del centro histórico para entregárselo a las élites.
En el material extra del DVD, se puede ver cómo el actual modelo urbanístico desaloja los negocios populares y a los vendedores informales del casco colonial con la intención de convertirlo en un lugar turístico y más exclusivo con hoteles de cinco estrellas, embajadas, etc. Sin embargo, lo indígena y popular, como lo veremos con más claridad cuando analicemos La obra de arte total de Amaru Cholango, en lugar de desaparecer, se transforma en una presencia parasitaria –fecunda– que resiste y desordena el ideal modernizador a partir de su dispersión no solo por el centro histórico, sino también por el resto de la ciudad.
La teoría de la hegemonía colonial, desde esta perspectiva, se constituye en una metanarrativa cuya meta radica en definir la identidad de la ciudad a partir de la dinámica del sistema colonial. Espinosa tiene razón al criticar los esencialismos culturales; sin embargo, al favorecer el análisis de la hegemonía cultural, también corre el riesgo de favorecer otro esencialismo: el de la élite. Es por esto que antes que definir el barroquismo o la presencia indígena en Quito recurriendo a identidades subalternas o hegemónicas cosificadas, me parece más conveniente abordar estos fenómenos desde la perspectiva de la asincronía o la simultaneidad de lo no simultáneo que propone el filósofo Ernst Bloch.
De acuerdo con este pensador alemán, no se trata de reconstruir una narrativa lineal de la historia o una cronología vacía, sino de entender que cada ahora se compone de elementos que, aunque comparten o son visibles en un mismo presente, no viven en el mismo tiempo. La asincronía, en consecuencia, significa la pervivencia de tiempos pasados o remotos, pero estos pasados no guardan relación con la memoria que recuperan los museos o los textos de historia. Son, por el contrario y paradójicamente, completamente actuales en la medida en que resienten un presente que los oprime y es incapaz de satisfacer sus demandas.
El parásito barroco al que se hace referencia en este ensayo coincide con la asincronía analizada Bloch debido a que su presencia incómoda consiste en un pasado vivo que, aunque se remota a tiempos inmemoriales, bajo ningún aspecto pude ser confundido con un tiempo anterior. Este pasado está relegado con respecto al presente no porque lo preceda cronológicamente, sino porque este último lo ha marginado o lo continúa violentado. La cultura barroca, por tanto, antes que un período histórico específico o la síntesis en donde se negocian las diferencias, consiste en una multiplicidad temporal en donde perviven tiempos pasados insatisfechos –no en un sentido lineal– con el presente en el que viven.
La teoría del ethos barroco de Bolívar Echeverría también ayuda a entender el parásito o elemento incómodo. Según este autor, estamos ante un ethos de resistencia en donde los sectores indígenas, ante la caída de las grandes civilizaciones precolombinas, se comen o asimilan los códigos del sistema colonial para sobrevivir. Desde este punto de vista, los migrantes, entre ellos los albañiles indígenas coloniales, se apropian de los códigos de la hegemonía colonial y al asimilarlos los transforman. Este proceso de fagocitación trasciende los diseños de la ciudad letrada impactando de manera decisiva la construcción del casco histórico de Quito en la época colonial –tal como lo demuestra Labranza oculta al visibilizar el aporte de los albañiles indígenas– o conservándolo en la segunda mitad del siglo anterior.
Echeverría tiene razón al sostener que la codigofagia transformó las formas de vida de los indígenas mestizándolos con la cultura dominante que “ingerían”. No obstante, creo que su propuesta también corre el peligro de transformarse en una nueva metanarrativa del mestizaje. La codigofagia barroca antes que una apología de lo mestizo, me parece que da cuenta de la asincronía o multitemporalidad estudiada por Bloch. En este sentido, lo indígena no es un elemento caduco condenado a desaparecer en la narrativa lineal del mestizaje, sino que es un tiempo vivo en una ahora que le es extemporáneo no porque forme parte de una historia anterior, sino porque pertenece a un presente que lo sigue excluyendo; es decir, relegando. La codigofagia que han venido realizando los albañiles indígenas a lo largo de la historia quiteña, en mi opinión, adquiere el rostro de un barroco indígena.
Este barroco indígena no es tal porque recupere una tradición cultural inmaculada –esencialismo cultural– o una conciencia de clase absoluta, sino porque adquiere sentido a partir de la presencia, costumbres y prácticas indígenas que continúan vivas y siguen redefiniendo la ciudad contemporánea.
“La ciudad no es un museo, tiene que desarrollarse y vivir”, cita el documental al visitante sueco Rolf Blomberg. Sin embargo, como se ha venido sosteniendo, el actual proceso de modernización en el que se inserta la reconstrucción del Museo del Alabado amenaza con desplazar lo popular y convertir lo indígena en una pieza de un pasado sin presente. El museo quiere detener el tiempo reconociendo el aporte de la historia indígena a la construcción de Quito, pero esta detención ocurre como una estetización que, a pesar de que se sirve del trabajo material indígena, al embellecer el espacio, lo domestica y termina por borrarlo.
Labranza oculta, al ser parte del proceso de reconstrucción del museo al documentar el trabajo los albañiles de origen indígena, también corre también el riesgo de museificar lo indígena y convertir su presencia en un pasado a celebrar. Una vez terminada la reconstrucción, el equipo de albañiles simplemente habrá desaparecido de la casa y sus nuevos habitantes serán las piezas de exhibición. Aunque el filme muestra cómo los albañiles indígenas labraron –construyeron– silenciosamente la ciudad desde la época colonial y, además, hace evidente la exclusión que trae consigo el nuevo modelo de regeneración urbana, no logra mostrar fehacientemente cómo el trabajo de los albañiles en el Museo del Alabado contradice o excede tal reconstrucción. De esta manera, quizás en contra de la intención del documental, el museo desplaza no solo material, sino también cualitativamente, a los albañiles indígenas en la medida en que esta edificación se constituye en la instancia aglutinadora o sintetizadora en donde se materializa su trabajo.
Sin embargo, el hecho de que Labranza oculta no logre trascender la reconstrucción del museo y mostrarnos la vida de los albañiles indígenas más allá de sus paredes, no quiere decir que la presencia de estos últimos y sus tradiciones culturales hayan desaparecido de la ciudad. Un gran ejemplo de esta presencia lo encontramos en La obra de arte total con los trabajadores del Mercado Mayorista de Quito, de Amaru Cholango, un performance artístico y video de protesta política en favor de los derechos de los trabajadores –también de clara mayoría indígena– del mercado mayorista. El 19 de noviembre del 2015, estos trabajadores realizaron una gran marcha con sus triciclos –su herramienta de trabajo– desde el sur de la ciudad hacia la Plaza Grande, el centro del poder político, para protestar por la pasividad del alcalde para atender sus demandas
Más que enfocarme en la intencionalidad del video en un contexto atravesado por la política partidista y de clara polarización, la propuesta de arte indígena o el excesivo protagonismo de Cholango, quien además pide de destitución de varios funcionarios municipales, me interesa rescatar cómo aparece presencia indígena en La obra de arte total. En este video, esta presencia no funciona como una pieza de museo ni un pasado muerto, sino como algo vivo –creativo– que redefine y da sentido a la ciudad. Una vez en la Plaza Grande, más allá de las consignas en favor de apoyo a los dirigentes del sindicato y de la marcha, la manifestación se transformó en una gran fiesta en donde los participantes bailaron al son de la música que ellos mismos tocaban.
Lo festivo al igual que el uso/reinterpretación del sistema legal son un excelente ejemplo de la asincronía o codigofagia barroca. Primero, si retomamos las tesis de la proliferación de Benjamin o la distorsión de Sarduy, la saturación del espacio ocurre como un carnaval en donde concurren y se mezclan elementos de diferente procedencia. Primero, la manifestación/fiesta recurre al discurso de la ciudadanía –el lenguaje de la hegemonía política–, pero lo retuerce para exigir que el sistema legal satisfaga sus necesidades; es decir, lo distorsiona y modifica en función de unos intereses para los que no estaba originalmente contemplado. Los indígenas se asumen como ciudadanos y es desde esa plataforma discursiva que paradójicamente exigen el respeto de sus tradiciones.
Segundo, vemos la concurrencia de diferentes tiempos. Si, como lo señala Benjamin, el barroco consiste en un intenso drama que proviene de la conciencia de un desencuentro con lo divino. En la manifestación de los trabajadores del mercado, es visible el desencuentro entre dos temporalidades. Por un lado, aparece el tiempo modernizador de la administración municipal y la política partidista; por otro, el las costumbres y prácticas indígenas. Los modernos coches de la alcaldía o el equipo de la policía contrasta con los triciclos y los tradicionales cintillos que los cargadores se ponen en su cabeza para equilibrar bultos pesados sobre sus espaldas.
Este desencuentro, sin embargo, no se debe al hecho de que un tiempo sea anterior al otro, sino a la existencia de una brecha entre ambos. La modernización con sus nuevos modelos urbanísticos y administrativos no logra imponer su lógica justamente porque excluye a los indígenas migrantes, quienes la resisten y con sus prácticas cotidianas, trastocan los modelos urbanísticos. La tradición, en cambio, tampoco logra imponerse siendo la migración masiva la prueba más categórica de esta incapacidad. El choque entre estas dos fuerzas desemboca en un conflicto –un drama– y es aquello que da sentido a la manifestación más allá de las intenciones artísticas/políticas de Cholango, las cuales, en mi opinión, pasan un segundo plano.
Al igual que sucede con la alegoría barroca cuando rescata la mediación del mundo natural en su reencuentro con lo divino, la manifestación indígena se transforma en un gran carnaval en donde prácticas y aspectos concretos de la existencia adquieren preeminencia ante los demás. Los manifestantes (los hombres), por ejemplo, hacen chistes, se tocan entre sí y bailan llenos de gozo por varias horas en la noche mientras los dirigentes se separan del grupo para negociar con las autoridades del cabildo. Pero esto no quiere decir que la fiesta se constituya en el lugar en donde se resuelve el conflicto o se negocia la diferencia con la emergencia de una nueva hegemonía o Pax social, sino, por el contrario, el lugar en donde se hacen aún visibles las diferencias.
La manifestación festiva saca a relucir la simultaneidad de lo no simultáneo o la asincronía barroca. Allí, proliferan elementos tan distintos el uno del otro como el discurso de la ciudadanía, los ritmos indígenas, el baile, las herramientas de trabajo (camionetas, triciclos y los cintillos de los cargadores), las prácticas sindicales, las consignas políticas, los ponchos, vestimentas indígenas, entre muchos más. Esta asincronía, sin embargo, lejos de ser una convivencia pacífica o un discurso folklorista, hace evidente un drama en donde los trabajadores indígenas del mercado mayorista protestan porque resienten un modelo de desarrollo que entienden que los perjudica.
La presencia indígena en Quito, desde este punto de vista, bajo ningún aspecto puede ser confundida como algo atrasado que es necesario modernizar. Lo indígena, como señala Silvia Rivera Cusicanqui, es contemporáneo y plenamente moderno, no una traición cuyo locus de enunciación supuestamente está en un pasado idealizado. Nuestro ahora no coincide con el discurso lineal del desarrollo o del progreso, sino que es una multitemporalidad en donde varios tiempos colisionan y se imbrican tal como sucede con la imagen de las columnas salomónicas a las que me referí al inicio de este ensayo.
A modo de conclusión, me gustaría decir que el barroco indígena es producto de una asincronía en donde los tiempos indígenas se “comen” los códigos/tiempos hegemónicos, se mezclan con ellos, con la finalidad de obligarlos a dar respuesta a un malestar generalizado producto de la agresiva implementación de los modelos modernizadores. Este conflicto o drama –para usar la definición benjaminiana– resulta en una multitemporalidad o realidad heterogénea en donde proliferan elementos de distinta procedencia, los cuales saturan el espacio. Esta continua proliferación distorsiona –tuerce y retuerce– el imaginario de la ciudad letrada o modernizadora cuya materialización no hace otra cosa que radicalizar el malestar y, por ende, la resistencia de amplios sectores de la población entre los que se destacan los migrantes indígenas que viven en la ciudad de Quito.
* Whittier College