La tensión entre el “Estado regulador” y el “poder de la banca y las finanzas”, que reactualiza de otro modo la puja por el quiebre o la continuidad del neoliberalismo, revive de cara a los próximos comicios
El Telégrafo <www.telegrafo.com.ec>
27 Ene 2013
Procesada en un cuartel militar y aprobada sin consulta popular, la Constitución de 1998 plasmó en su seno la contradictoria dinámica de la lucha política en el Ecuador de los años 90.
Por un lado, dio nuevos aires de legitimidad a la agenda ortodoxa a través de la ratificación del debilitamiento estatal, la desregulación económica, la flexibilización laboral y la eliminación de la noción de áreas estratégicas y de otras formas de propiedad -estatal y comunitaria- dando así paso, apenas, a una propiedad nominal de la nación sobre los recursos naturales no renovables.
Por otro lado, extendió el reconocimiento de derechos y garantías a un conjunto de nuevos sujetos sociales (niños, jóvenes, adultos mayores, mujeres y otros grupos sociales), implantó la vigencia de los derechos colectivos de los pueblos indígenas, y amplió el espectro de mecanismos participativos a disposición de la ciudadanía. Se constitucionalizó así una suerte de “neoliberalismo con rostro social” que, aunque recogía algunas de las demandas de los sectores confrontados a la vigencia de la agenda del Consenso de Washington, no alcanzaba a resolver el espiral de conflicto e inestabilidad política del país.
Aquello no era casual: en el corazón de la Constitución de Sangolquí se situaba una contradicción política fundamental relativa a la ampliación de derechos sociales en una coyuntura en que se restringían los recursos, las capacidades institucionales y los márgenes de acción del Estado para poder garantizarlos. La extensión de derechos en un contexto de retraimiento estatal volvía largamente ineficaces a los primeros y exacerbaba la dinámica del conflicto.
Aunque invocadas, las nuevas garantías sociales no alcanzaban a contener ni de lejos la presión ejercida por las finanzas globales –el poder hegemónico del neoliberalismo- en relación al imperativo de la prudencia presupuestaria y del superávit fiscal primario. La secuencia “ajuste fiscal x recortes sociales x protesta popular” fraguaba la dinámica de la lucha política y expandía el conjunto de demandas redistributivas sistemáticamente postergadas hasta el siguiente ejercicio presupuestario. Cada año se reactivaba, entonces, la misma secuencia del conflicto mientras se profundizaba la frustración de expectativas desatadas por la fallida incorporación política de nuevos derechos.
Una similar dinámica atravesó a la región desde mediados de los 80 y hoy la observamos, con sus específicas costuras, en la opulenta Europa de la troika. En el caso ecuatoriano, no obstante, la turbulencia política se vio acelerada por el salvataje bancario de fin de siglo. A menos de dos años de la proclamación constitucional de 1998 –muy celebrada en diversos circuitos de la cooperación internacional y en las redes “oenegeras” locales por su “sentido social”-, el bloque en el poder (DP-PSC) definía como prioridad estatal la protección de específicos intereses bancarios mientras sumía al aparato productivo y al conjunto de la sociedad en la más grave crisis de la historia republicana.
La contradicción era nítida: mientras se disminuía el presupuesto para el sector social y se concentraban esfuerzos para disminuir el déficit fiscal, se rescataba a la banca y al sector privado. Los desequilibrios provenientes de este sector y sus requerimientos de recursos explicaban el déficit y el endeudamiento público y la necesidad de desplegar continuas medidas de ajuste. El tímido rostro social del Estado neoliberal se desfiguraba, entonces, en medio de la plena capitulación del gobierno civil ante el poder corporativo y la capacidad de presión mafiosa de específicos segmentos del capital bancario-especulativo del país.
Aunque la interrupción presidencial de 2000 no consiguió desactivar la ratificación de la dolarización –una de las grandes derrotas del campo popular a lo largo del ciclo democrático inaugurado en 1979-, las coordenadas de la protesta popular siguieron organizándose en torno a las demandas por mayor dinamismo estatal en la regulación de los mercados, en la redistribución de la riqueza social y en la garantía de los derechos.
En medio de la continuidad del ajuste estructural y de cierto reflujo de la movilización indígena –entrampada por su participación en el gobierno de Gutiérrez- la lucha por el carácter plurinacional del Estado, la otra gran vertiente del conflicto democrático abierto desde inicios de los 90, también se subsumía en la más extensa confrontación social contra la hegemonía neoliberal.
La frustración social provocada por el gobierno de los ex coroneles en relación a la apertura de una “fase postajuste” y la pulverización de la legitimidad del conjunto de la estructura de representación social y política –“que se vayan todos”- catapultaron entonces a una “multitud” a participar de un nuevo derrocamiento presidencial en el país.
La revuelta de abril 2005 dejaba sin oxígeno a la clase política que condujo la turbulenta modernización neoliberal. Parapetadas en las arenas legislativas, las élites y partidos dominantes apenas consiguieron diferir por unos cuantos meses más las radicales demandas de reforma política y transformación social levantadas en abril.
Las elecciones de 2006 colocaron a la agenda de la refundación constitucional en el poder político. Se inició entonces el resquebrajamiento de las fuerzas neoliberales con su derrota electoral en la instalación de la Asamblea Constituyente, en la elección de los asambleístas (2007) y en la ratificación popular del nuevo texto (2008).
La nueva Carta Magna parecía resolver la previa dinámica del conflicto socio-político mientras abría una coyuntura en que emergentes contradicciones delinearían las coordenadas de la contienda democrática.
La actual campaña electoral parece desmentir en buena parte dicho supuesto. La tensión entre el “Estado regulador y distributivo” y el “poder de la banca y las finanzas”, que reactualiza de otro modo la puja por el quiebre o la continuidad del neoliberalismo, se coloca en el centro de la disputa en los comicios de febrero 2013. Mientras, otras áreas de conflicto parecen no permear aún el conjunto de las demandas sociales.
En efecto, la Asamblea de Montecristi dio forma constitucional a la ruptura con el núcleo central de la agenda neoliberal a través de la afirmación de la soberanía nacional sobre los recursos estratégicos, la recuperación de las capacidades estatales para planificar y promover el desarrollo, regular el mercado y las finanzas, bloquear las políticas de flexibilización laboral y evitar cualquier atisbo del predominio de la prudencia fiscal sobre la inversión pública que apuntale una estructura ampliada de derechos.
Por lo demás, se reconoció el carácter plurinacional de Estado y se colocaron regulaciones ambientales al desenvolvimiento de actividades productivas y extractivas. Así, la Constitución de 2008 incorporaba un amplio conjunto de ideas, demandas e intereses que emergieron desde la resistencia popular al neoliberalismo y desde otras agendas de modernización democrática y transformación social de la política. El Estado se colocaba entonces en mejor disposición para procesar un cúmulo de demandas sociales represadas y para ampliar la efectividad de los derechos ciudadanos.
De este modo, durante el vigente ciclo descienden las demandas redistributivas y se activan nuevas líneas de conflicto en torno al régimen de desarrollo impulsado por el gobierno. Por un lado, la contestación de agentes económicos y políticos afines a la agenda ortodoxa ante lo que consideran un modelo estatista poco propenso a dinamizar los flujos del capital extranjero, a garantizar seguridad jurídica, a flexibilizar el trabajo, a liberar el comercio y a proteger las rentas privadas. Por otro lado, y abrigados por los propios avances constitucionales en materia ambiental, diversos sectores sociales impugnan la centralidad de la matriz primario-exportadora en la economía nacional. Se trata de una retórica contraria a un patrón de desarrollo que, aún con perfil postneoliberal y redistributivo, se centra en formas convencionales de explotación de los recursos naturales.
Si la confrontación del “polo del mercado” contra el vigente dinamismo estatal reactiva, en diverso sentido, la disputa abierta en torno a la implantación y resquebrajamiento del neoliberalismo, la contienda desatada por la “cuestión ambiental” aparece como correlato de una de las contradicciones constitutivas de la Carta Magna: la tensión entre el relanzamiento de un Estado Social orientado a proteger una carta ampliada de derechos y las fuertes regulaciones para el uso y explotación de los recursos naturales que sostienen las capacidades de acumulación y redistribución del Estado.
En el vigente debate electoral, no obstante, las prolíficas controversias abiertas en el seno de las izquierdas respecto a las orientaciones del buen vivir, las modalidades de la transición postpetrolera y la viabilidad de la transformación productiva se colocan en un lugar aún residual. Por el contrario, el primer plano de la contienda por la conquista del voto ciudadano parece articularse desde el desafío lanzado por los representantes del mercado –sea en su faz financiera (Lasso), bananera (Noboa) o popular (Lucio)- a la vigencia del Estado social, regulador y redistributivo.
Es probable que cuestiones como la postulación de un ex banquero y la medida gubernativa que socializa las ganancias de la banca confirmen la centralidad política de la impugnación a la agenda postneoliberal. Por su parte, la muy lenta impregnación popular del debate sobre la impostergable transición productiva no puede sino explicarse por la confrontación y, sobre todo, la nula interlocución política entre las fuerzas progresistas. El conjunto de la transformación social depende, no obstante, de dicha transición. Por ello luce tan pesado el entrampamiento de los sectores progresistas en relación a la expansión pública del debate quizá más virtuoso del ciclo postconstitucional.
* Máster en Ciencias Políticas y docente de la Flacso de Quito, donde obtuvo el premio “Suma Cum Laude” en 2002. Ha escrito varias obras.