Tapa y contratapa: Nona Fernández, (Chile, 1971) actriz y escritora. Ha publicado: El cielo (2000), Mapocho (2002) y Av. 10 de Julio Huamachuco (2007), estas dos últimas ganadoras del Premio Municipal de Literatura de Santiago. Además, Fuenzalida (2012) y La dimensión desconocida (2016). Ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz por Space invaders (2013). Y, ha publicado los ensayos: Chilean electric (2015) y Voyager (2019). Ha estrenado obras de teatro y escrito varios guiones de televisión.
El segundo libro de Fernández, Mapocho, es caudaloso y raudo como en los mejores tramos del río. Desde la primera página, nos propone una inmersión profunda en sus aguas, en las capas que lo conforman, en los otros líquidos que se incorporan en él desde siempre; luego en un ritmo sosegado incita a avanzar en su caudal. Hay un ir y volver en sus aguas para arremolinarse en el centro y expulsarnos o arrastrarnos hasta el final de sus 214 páginas, como ese tramo del Mapocho que corre debajo de la carretera.
Una historia contada como un sueño fluvial, un libro río, que crece como si fuese una conversación debajo del agua, con el tiempo discurriendo entre presente, pasado y futuro, tiene la lógica de lo líquido de donde provienen las sirenas y los cantos dulces, donde crecen los nenúfares violetas, el espacio donde todo tiene sentido, otro sentido. En ese devenir lenguaje, cultivado como alga que enreda y nutre, nos arroja hacia riberas desconocidas u olvidadas.
En Mapocho, la Rucia y el Indio, son hermanos que crecen en las afueras de Santiago de Chile, comparten una infancia sin padre, y una madre que los separó por su excesivo amor mutuo; la Rucia sin embargo vuelve después de muchos años para reencontrarse con su hermano, o con su padre o con su madre, vuelve a buscar el final de su historia familiar, o para encontrar la frase final de la historia contada por el padre cada noche cuando eran niños.
“Érase una vez, hace mucho tiempo, una mujer y un hombre pequeños. La mujer y el hombre dormían tranquilos en su cama pequeña y soñaban que un dios, algo más grande que ellos, los soñaba. En el sueño de la pareja el dios soñaba con una gran piñata de colores en la que se encontraban ellos, bailando y riendo, colgados del parrón, entremedio de dulces y challa, felices porque sabían que en cualquier momento nacían y salían al mundo. La mujer y el hombre pequeños, soñaban que el dios, soñando, los creaba y mientras rompía la piñata de un solo combo decía: aquí nacen una mujer y un hombre. Y juntos van a vivir y morir. Pero nacerán otra vez, y luego morirán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”.
Esta novela de Fernández es además de bien armada e intrigante, una novela metaliteraria y metahistórica que refleja muy bien el sentido de la tesis de Walter Benjamin “No hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo de barbarie”. Mapocho es la palabra donde se funda la invención de la historia, de La Historia, y de las historias; la palabra es el guijarro que rueda a lo largo de todo el libro para dar forma a los relatos míticos de la nación, de los personajes secundarios de los hechos históricos, de los sujetos olvidados y borrados de esos relatos, y de las ficciones de los personajes.
En Mapocho conviven muertos y vivos, convergen, –como si fuesen agua misma–, múltiples voces, traídas de tiempos atrás y que hablan a través de los hermanos; los mapuches, la revolución, la dictadura, hablan desde su propia dimensión, en su propio código; para el andamiaje narrativo de Mapocho estas voces funcionan como un injerto, como una especie de cuerpo textual de tipo histórico y político, que se inserta de manera natural, en el flujo literario como un recuento de la historia chilena, pero también como un ejercicio de transdisciplinar la historia, la novela y el río, es un intento de volverlo abierto, de desbordarlo para integrar su sentido y su caudal.
En estos textos insertos en Mapocho se reconstruyen mitos, leyendas, visiones, relatos, versiones de los hechos, todos empiezan con la frase: “dicen que” es una voz universal otorgada a una comunidad que hace posible el conocimiento del pasado, es un gesto muy político y que resulta en el ritmo narrativo un quiebre que reacomoda el tono, lo readecua y lo encauza de nuevo hacia los bordes. Es como si Fernández estuviera todo el tiempo debajo del texto, dijese que esta historia es una versión más como todas. O como si esa literatura oral mapuche estuviera allí, vigente.
Pero no todo es herida abierta ni deriva, la novela en un momento ofrece un gran plano de intersección, donde todo adquiere su sentido y los detalles extraños, las señales, la topografía de la novela misma empiezan a calzar en una sola hondura potente y fuerte, la voz que narra se desdobla para que tengamos esa mirada de 360 grados y tracemos nuestro rastro con la historia.
“Soy una ciega. Ni siquiera esa voz un poco más gastada, me trae algún olor del pasado. Tomo al hombre del brazo y me voy con él por las calles. Ignorante, al margen, desenfocada de lo que realmente ocurre. Nos alejamos del río y entonces dejo de verme. Me pierdo entre la gente y los edificios. Me salgo del ángulo de visión, pero no importa porque sé lo que sigue. Desde aquí puedo recordar y predecir con exactitud”.
–Nona Fernández
En esta novela, la memoria y el recuerdo funcionan como un dique roto que da paso a la reconstrucción desde los afectos, desde lo borrado, desde aquello que está fisurado o incompleto, que ha sido arrojado desde el puente sobre el Mapocho para pintar al río de sangre como un símil del progreso que representa su cauce. Nada en estos elementos es solemne y atávico, corre por sus páginas humor, en ese sentido de reírse de sí mismo; llámese origen, esencia, purismo, reírse de eso que creemos ser; y además en un exceso de brillo, por ejemplo, en la tragedia de la dictadura, ridiculizar el disciplinamiento militar de los cuerpos, de los sentidos y de las vidas.
Mapocho imagina también un tiempo nuevo latente y en paralelo al bordado con hilos de varios colores casi ya sin forma definida, donde solo existe el ejercicio de repasar el trazo de los hechos, tantas veces contados, de diferentes formas. En Mapocho, Chile es una casa, una mirada muy suspicaz que Nona Fernández parece dejar como una de las imágenes finales para un tejido social real y de ficción que permita el movimiento y la renovación constante como agua que corre.
“La Historia nunca se detiene. Mientras se piensa en cómo redactar un posible final, la muy putona ya está inventando algo nuevo. La Historia no acaba. Hay que ir contándola a diario. Todos los días ocurre un suceso inédito que dejar escrito y archivado”.
Nona Fernández agarra a la pesadilla chilena, y en esa estructura del sueño suelta su historia a las aguas del Mapocho, el incesto como una clave de hibridación, la casa como un espacio común entre diferentes, una historia donde las palabras y los muertos desean y promulgan la libertad.
*Natalia Enríquez es comunicadora social, máster en Estudios de la Cultura – Políticas Culturales. Es madre de un niño de 6 años, tiene un gato negro y ama la literatura, tanto que piensa que su vida es una ficción.