EL GOBIERNO DE CORREA EN LA MIRADA DE LAS IZQUIERDAS
OJOS QUE NO VEN (5ª. parte)
Mario Unda
La izquierda y el “retorno a la constitucionalidad”
El “retorno”, que inicia el cuarto período, fue un proceso desde arriba: diseñado por el Triunvirato militar y orientado por el cambio de políticas norteamericanas en la región (la doctrina Carter); fue uno de los primeros episodios de la “redemocratización” que luego se extendería por toda América Latina. Quizás la realidad se vuelve esquiva porque siempre se presenta con rasgos equívocos; pero la ambigüedad puede estar en la lectura que se hace de la realidad antes que en la realidad misma. El Triunvirato impulsó el “retorno” a la constitucionalidad, a la “democracia”, el retorno del poder a los civiles. Pero, al mismo tiempo, desató una línea de represión violenta contra las protestas sociales, cuya imagen más brutal y característica fue la masacre de los trabajadores del ingenio azucarero Aztra. No hay en ello contradicción alguna: de hecho, la represión violenta marca el retorno como el tránsito hacia una democracia controlada y restringida[1].
La ilusión en la democracia
El movimiento social fue contenido dentro de los márgenes de la democracia restringida a través de una particular combinación de represión y de ilusión. La represión contuvo las ilusiones en el marco de lo permitido. La ilusión permitía creer que la democracia era lo que se esperaba de ella. Los sectores populares esperaban que la democracia fuera el cambio (“la fuerza del cambio”) prometido por un candidato joven, populista e ilustrado; es decir, que mejore sus condiciones de vida y que le permita participar.
El mejoramiento de las condiciones de vida llegó casi de inmediato y de modo tangible: la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales, nuevos sueldos complementarios, el incremento del salario mínimo vital de 2.000 a 4.000 sucres mensuales. Ironías de la historia: estas mejoras fueron resistidas por el gobierno del cambio e impulsadas por sus opositores. El gobierno progresista temía que hubiera sido un truco desestabilizador.
La participación, como imaginario, se había fortalecido durante el proceso de “retorno”. La dictadura había construido comisiones para redactar la ley de partidos, la ley de elecciones y dos proyectos de Constitución, y en las comisiones hubo una participación relativamente amplia: la vieja y la nueva élite política, representantes de las organizaciones empresariales y populares. Pero, sobre todo, la nueva Constitución fue finalmente elegida por el propio pueblo a través de un referéndum. Y el pueblo escogió a la que le ofrecía más cambios y más derechos, emblemáticamente, el voto a los analfabetos para volver por fin más o menos representativa a la democracia representativa.
Las izquierdas, en cambio, se contuvieron a sí mismas por la fuerza de la ideología. En el tránsito, se pensó a la democracia como negación absoluta de la dictadura: oposiciones formales, definiciones formales; una democracia abstracta como oposición de una dictadura en abstracto. Se pensó que la democracia garantizaría de por sí los derechos, las posibilidades de organizarse, de movilizarse y de expresarse.
Era como si por el solo hecho de pasar de un régimen a otro, de la dictadura a la democracia, con eso solo, cambiara el carácter del Estado. Se perdía de vista era que el carácter del Estado no se define sólo por el régimen político, sino por la clase a la que sirve. Pero, más aún, se perdía de vista que los procesos reales son más complejos que las simplificaciones que suelen alimentar el sentido común. Más temprano que tarde, los hechos demostrarían que la democracia representativa contiene en sí un núcleo duro de dictadura, siempre al acecho, pero que no es externo, sino parte inherente de la propia democracia liberal.
Pero las izquierdas no pudieron ingresar al retorno con un programa propio. El ala progresista simplemente se integró en el roldosismo; varios personajes del gobierno de Roldós, algunos más públicos que otros, provenían de la izquierda, a la que habían abandonado más o menos recientemente. El ala reformista, si bien pregonaba independencia, inmediatamente ató lazos con el gobierno. Aunque no dicho, el programa no era más que participar en la democracia representativa a través de un instrumento político legal para, una vez instalados allí, propiciar la ampliación de los derechos.
La izquierda socialista, en cambio, ya había estallado antes de siquiera tocar la democracia liberal. Criada en la resistencia a las dictaduras, no supo cómo enfrentar la nueva situación. Incapaz de unir el socialismo con la democracia, terminó por disolver el socialismo en la democracia burguesa. Mientras se afirmaba el nuevo régimen, la izquierda radical se dividía en dos fracciones: una parecía negar los cambios que se habían producido, y se protegía en un discurso fuertemente ideológico: la otra volvía sobre sus pasos y redescubría los postulados reformistas que había cuestionado hasta poco tiempo antes -un movimiento que la arrastraba hacia la socialdemocracia y la disolución.
La confusión democrática
Para la izquierda, la democracia terminó siendo una confusión que había sido favorecida por el triunfo de Roldós (la opción progresista de entonces), y que se reforzó por el conflicto entre el gobierno y la derecha oligárquica tradicional. Una confusión que persistió incluso cuando, tras la muerte de Roldós, asumió el gobierno Oswaldo Hurtado. Hurtado abandonó por completo las políticas desarrollistas de la década anterior, firmó la primera carta de intención con el FMI e inauguró la era neoliberal. Todo sea dicho, los primeros pasos ya los había comenzado a dar Roldós con el “sinceramiento de precios”.
La democracia real muy pronto comenzó a incumplir sus promesas y a revertir aquello que se veía como sus realizaciones. Un efecto del cambio de modelo económico y de las políticas de ajuste fue el descenso inmediato en la capacidad adquisitiva de los salarios y de los ingresos, producto de la liberalización de los precios, y la degradación de los servicios públicos, sobre todo salud y educación, a causa del “achique” del Estado. Y la promesa de participación terminó convertida en una sucesión de estados de emergencia y a la militarización de ciudades y carreteras. Así inició la separación entre las expectativas sociales y “la democracia”, que marcó todo el período, por lo menos hasta la caída Gutiérrez en 2005.
Este es el origen y el secreto de la crisis de la democracia, que trajo no solamente la crisis del viejo sistema político partidario, sino también la crisis de la izquierda que, confundiendo la democracia con esta democracia, se integró a ella y fracasó con ella.
[Continuará. En la próxima entrega: la izquierda, entre la protesta social y el miedo al golpismo]
[1]“Aztra se dio en el marco en el cual la dictadura ponía en marcha el «plan de retorno a la democracia», exigiendo como requisito previo un «clima de paz y de orden» que en la práctica significó la vigencia de decretos anti-obreros, ilegalización de la Unión Nacional de Educadores, de la CEDOC y la FESE, encarcelamiento de dirigentes obreros y del magisterio, represión al clero progresista y asesinato a dirigentes campesinos como Mardoqueo León y Rafael Perugachi.” Eduardo Tamayo G.: “Masacre de Aztra: perdón y olvido”; en: http://alainet.org/active/27050&lang=es; publicado originalmente en Punto de Vista, Nº 241, 20-10-1986, Quito- Ecuador.
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