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26 Noviembre 2012
Hoy escribo desde Otavalo, en el norte de Ecuador. Pero no voy a hablar de su celebérrimo y muy turístico mercado de artesanías. De eso podéis encontrar información en cualquier guía o blog al uso. Además, el mercado de artesanías de Otavalo está sobrevalorado. Está bien, es muy grande, pero no deja de ser un mercado para turistas como cualquier otro (es mucho más interesante y auténtico el mercado de ganado de los sábados).
He venido a Otavalo en busca de la explicación de un fenómeno que seguro muchos habéis visto pero pocos habéis reparado en él. Vivas en la ciudad que vivas o viajes a la capital del mundo a la que viajes casi seguro que te habrás tropezado con un grupo de indígenas muy particular: ellos visten pantalón y camisa blanca, poncho y sombrero de fieltro negro; ellas llevan camisa bordada y con encajes, dos anacos (uno blanco y otro negro), también bordados, y dos fajas. Venden artesanía o actúan en las calles con sus rondadores, charangos y flautas.
Todos son otavaleños. Todos, absolutamente todos provienen de esta misma zona indígena de Ecuador, donde el orgullo de pueblo y su habilidad para el comercio les ha permitido crear una red propia y de carácter comunitaria para exportar sus productos y su música a medio mundo, sin ayuda de ningún poder político. Un caso único entre las comunidades indígenas.
Dejo atrás las laderas del volcán Imbabura, envuelto en nubes cetrinas, como bocanadas de humo negro, y avanzo entre casas de bovedilla gris a medio terminar y caminos de tierra a medio asfaltar hasta la comunidad de Peguche, a diez minutos del centro de Otavalo. Me espera José Luis Pichamba, uno de los fundadores de Ñanda Mañachi, el grupo musical otavaleño con más proyección internacional, persona que además vela por el mantenimiento de las tradiciones otavaleñas.
Pichamba me recibe en su taller de instrumentos musicales andinos. De inicio es parco en gestos y reservado en el trato, como buen indígena; habla lento, buscando las palabras. Pelo negro sujeto por larga coleta, rostro ovalado, ojos pequeños que conforme avanza la conversación y se genera confianza, se rasgan aún más para componer ya una sonrisa casi continua.
“Los indígenas siempre hemos sido discriminados por todos los gobiernos en Ecuador”, me cuenta. “En Otavalo hemos sido siempre artesanos, y somos muchos, esa es nuestra fuerza, la que no supieron ver los gobiernos. En el año 40, una indígena de Peguche que se llamaba Rosa Lema fue la primera que viajó al extranjero, fue a Nueva York a ver si podía vender allí sus artesanías. Hizo mucho esfuerzos por salir fuera y conocer otro mundo. Le gustaba mucho conocer la vida de los mestizos, de gente de otras clases. Luego salieron otros… y así empezamos a viajar, sin ninguna ayuda de los gobiernos.
Me cuenta que hay dos clases de negocios: la venta de artesanías y los que forman un grupo de música tradicional.
“Nosotros, los de Ñanda Mañachi, salimos por primera vez en 1984 a Alemania, no conocíamos nada de Europa y cuando salimos por el aeropuerto fue una sorpresa de lo distinto que era a lo nuestro. Íbamos con nuestra vestimenta otavaleña, la gente se quedaba admirada viéndonos, no solo por los vestidos, es que era verano, con ese verano tan fuerte de allá de ustedes y nosotros con poncho y gorro”.
“Comenzamos a tocar en un peatonal y a la gente le gustó. De repente empezaron a llegar policías y nos dijimos: ‘Chuta, ahora nos demandan’. No era eso, los policías eran como 15 e hicieron un cordón para protegernos, que no nos molestaran. Fue la primera vez en mi vida que la policía en vez de acosarnos, nos protegía”.
Pero la verdadera clave del éxito en el comercio exterior de los otavaleños está en su organización empresarial. Que no es otra sino la familia. Aquí no hay ni empresarios ni trabajadores. Cada grupo familiar es una empresa, y entre ellos se apañan “Yo trabajo solo con mi familia”, me confirma José Luis, “entre familiares nos entendemos mejor, esa es la forma de la gente indígena. Mandamos a uno o dos de la familia a un país a que busque oportunidades, y luego se le mandan mercancías. Yo por ejemplo tengo un hijo en Japón y a él le envío los instrumentos musicales que fabrico”.
A estas alturas de la conversación entra al patio de la casa Humberto, el hermano de José Luis, miembro también del grupo Ñanda Mañachi. Llega con su mujer, entre ambos empujan una vieja carretilla con ropa mojada; vienen de lavarla a mano en el arroyo. Vistos así uno podría imaginar que son los típicos indígenas sin recursos a los que el desarrollo de su país dejó en el olvido. ¡Una visión estereotipada!.
En realidad Humberto vive también en Japón y, junto con su sobrino, dirige la “embajada comercial” de la familia Pichamba en el mercado nipón. Fue él quien gestionó la presencia otavaleña en la Expo de Sanghai y quien mueve desde allí negocios bastante potentes por todo el sudeste asiático.
Un empresario, pero con poncho y sombrero de fieltro.
En eso pienso cuando me despido de José Luis y de Humberto.
En realidad estos otavaleños son como Zuckerberg o Steve Jobs. Empresarios-visionarios con una concepción global del mundo que han sabido crear un producto que fabrican y venden en exclusiva ellos mismos. Solo que éstos los hacen sin perder su identidad y su orgullo indígena.
Y con oficina en un remoto pueblo del norte de Ecuador llamado Otavalo en vez de en Sillicon Valley.
(Mi consejo: si vais a Otavalo, pasaos por el mercado; no está mal. Pero interesaos también por los otavaleños, su cultura y sus fiestas; la visita os cundirá mucho más)
pues es verdad porq todos debemos tener res6petos a nuestra cultura de america
no es sombrero de fieltro, saludos