Una mañana, hace casi tres años, llegó Alberto Cabral y Cabrera, nombre del que hace mucho tiempo no había escuchado hablar; quizá lo último fue algún chisme sobre su muerte, circulando entre la gente que lo había olvidado. ¿Había sido tuberculosis? ¿Se había suicidado? El chisme no daba indicio alguno.
Pero no, en esa mañana llegó vivito y coleando, como dice el argot popular; quizá algo demacrado, pero vivo; con el mismo entusiasmo que mostraba cuando una idea se le metía entre sus cejas. “La gente está muriendo y pronto también me tocará el turno”, dijo Alberto.
Pensé que se había desatado otra cacería como las que se dieron en los noventa contra los grupos transgénero y travestis, pero no era así; la muerte era una amenaza natural, si se puede llamar natural a las secuelas que vive ahora este grupo que en los noventa, sin desmerecer los méritos de otros, fue el principal protagonista en la lucha por la despenalización de la homosexualidad en el Ecuador.
Si bien esta vez la muerte no se presentaba de la mano de escuadrones homofóbicos, si venía acompañada de la mano del olvido, fue otro de los temas que Alberto puso en la conversación de esa mañana. Es otra forma de muerte y quizá se la enfrenta con más dolor. “Nadie parece saber que la libertad de los jóvenes gay de hoy es el producto de la lucha de viejos como yo”, dijo. Recordé entonces a Orlando Montoya, otro que estará viejo y quizá está también en el filo del olvido. ¿Cuánto les debe este país a Orlando Montoya y a Alberto Cabral y Cabrera, seudónimo del militante travesti que lideró el colectivo Coccinelle, durante la época más dura de la lucha por la despenalización de la homosexualidad?
Hoy los desfiles del orgullo gay en ciudades ecuatorianas tienen de todo: alegría, provocación, transgresión, pero sobre todo parejas libres y expresivas. Miles de chicos y chicas se expresan con libertad, al menos en ese día, porque aún se debe enfrentar la discriminación, la homofobia y la religión, que han hecho de las llamadas clínicas de deshomosexualización, su punta de lanza y en donde decenas de jóvenes, hombres y mujeres, son secuestrados y torturados. Pese a esto hay orgullo, hay defensa de la identidad y de la opción; hay intentos por adentrarse en los órganos de poder político y se busca incidir en la política pública. En las organizaciones GLBTI actuales, ¿qué queda de las viejas agendas y de las viejas luchadoras y luchadores?
Hace veinte años, alcanzada la despenalización, durante una conversación jocosa con Orlando Montoya, quizá se intuyó lo que podría venir después. “Mi próximo proyecto será el crear un asilo para gais, así cuando ya seamos viejos chuchumecos tengamos un lugar a donde ir”. Esa frase se me quedó sonando durante todos estos años y ahora se ha vuelto más emergente que nunca.
“Quiero escribir la historia de nuestra lucha”, dijo Alberto en esta primera visita. Y así de simple fue como empezó un trabajo que, a la larga duró casi tres años.
Sobre el proceso de despenalización hay varios informes que duermen en organizaciones, en Naciones Unidas, pero solo son eso, informes que justifican algún proyecto ejecutado y ciertos artículos que rememoran algunos lugares que frecuentaban los grupos GLBTI en la década de los noventa. Las páginas web de los grupos GLBTI nacionales no tienen historia. Alberto se propuso escribir la historia, se planteó algo más que una crónica, deseaba escribir cada vivencia con toda la crudeza que esto significaba.
A la semana siguiente me trajo el libro “Los hombres del triangulo rosa”, de Heinz Heger, que describe la vida de un homosexual en los campos de concentración nazi, durante la segunda guerra mundial. Un libro que relata las penurias de un hombre, pero que lo hace con tal detalle que logra estremecer al lector y lo engancha de principio a fin. Es una especie de novela, pero todo lo descrito es cierto, cada detalle es cierto. Hacer esto implicaba concentrarse en las vivencias y eso no es fácil por el dolor que acarrea los recuerdos, pues en la historia en la que deseaba embarcarse Alberto hay muertos que quedaron en el camino y no es fácil recordarlos sin que aparezca un par de lágrimas en los ojos o que golpee el espíritu con tal fuerza que lo obligue a dejar de lado este empeño.
El camino estaba trazado: hacer una crónica vivencial de la lucha por la despenalización en el Ecuador, desde el punto de vista de la Asociación Gay Transgénero Coccinell; es decir, recordar a Coccinelle, a sus actores y actoras, a su mundo, a sus conflictos, a sus miedos, a sus angustias y a sus entusiasmos. Es una historia que deja de lado la formalidad de las organizaciones, pero no quiere decir que se niegue su participación en estas luchas, solo que su historia es otra historia.
Esta obra no podría surgir de un proceso de investigación ni de una consultoría, no podría surgir con la ejecución de un proyecto; sino que debía surgir de una catarsis, de la catarsis de un hombre que hace un recuento de su vida y del grupo que estuvo a su lado; un grupo que se deshizo y que ahora, mirando fotos y videos, llegamos a la conclusión de que tres de cada cuatro de sus integrantes están muertos, tres de cada cuatro, así de duro. Muchas veces se dejó el trabajo a un lado, hubo momentos en que Alberto desmayó y deseaba ya cesar en su empeño; las circunstancias personales por los que ha atravesado en estos años también conspiraron para que esta obra no se cristalice. Varias de nuestras reuniones no fueron para revisar lo escrito, sino para recordar hechos que aún duelen, para recordar a alguien que ya ha muerto, para hablar de alguien que apareció en la calle y que trajo a la memoria otra historia, como aquella del “teniente guapo”, el policía más sádico de aquella época de lucha y que, al parecer, dejó la policía con el grado de mayor. ¿Cómo un hombre así pudo mantenerse por tanto tiempo en la Policía Nacional? Nombres como la Tongolele, la mini puta, la tumba hombres, entre otros, se convirtieron no solo en personajes que aportaron en esta historia, sino en temas que ayudaron a superar la inercia en la que, en varias ocasiones, cayó este trabajo. Si la historia debía continuar era precisamente para reivindicar sus nombres.
El trabajo ahora está ya circulando bajo el nombre de “Los fantasmas de cabrearon: crónicas de la despenalización de la homosexualidad en el Ecuador”. Su presentación pública en la Casa de la Cultura Benjamín Carrión, realizada el pasado 23 de noviembre, a más de la euforia que se da cuando se ve un trabajo concluido, también fue la constatación de lo pronosticado por Orlando, pues los sobrevivientes de Coccinelle, y debe ser igual con los miembros de los otros colectivos GLBTI que lucharon en los años 90, están viejos y viviendo de forma marginal, sin que nadie los recuerde y se plantee seriamente aportar en darles una vida digna, como la que buscaron para los y las jóvenes GLBTI de hoy, y dejar esa costumbre que se ha impregnado en nuestros círculos, tal como uno de los asistentes a este evento lo dijera: “de ellos solo nos acordamos cada cinco años”.