UNA VEZ MÁS SOBRE LA RELACIÓN ENTRE EL GOBIERNO DE CORREA Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Mario Unda
Como cada vez que se acerca un período electoral, y en medio de un recambio relativamente numeroso en el gabinete ministerial, Rafael Correa ha vuelto a prometer una “radicalización” de su “revolución ciudadana”. Ironías discursivas: el anuncio se hace apenas poco después de que el Estado, espionajes y cuerpos de élite mediante, se ha acreditado el mayor despido de trabajadores en la historia ecuatoriana. Quizás para dar más credibilidad a sus reiteradas ofertas –nunca cumplidas– ha colocado a ex militantes de izquierda, con (supuestas) vinculaciones con los movimientos sociales en los ministerios coordinadores de Desarrollo Social y de la Política, en la Secretaría de Pueblos y -¡Dios nos libre!- en la Secretaría de Inteligencia. Pero ¿traerá todo eso algún cambio significativo? ¿Dependerá un posible cambio de la sustitución de personas en la alta burocracia estatal? Trataremos en este artículo de reflexionar sobre la lógica de las cosas, sobre lo que está “más allá de lo evidente”.
1.Ya es comúnmente aceptado que la relación con los movimientos sociales es uno de los puntos neurálgicos de la “revolución ciudadana”.Para muchos analistas latinoamericanos de pensamiento de izquierdas un conflicto tan virulento puede resultar incomprensible. Por ejemplo, Martha Harnecker, en una entrevista al estatal diario El Telégrafo dijo hace poco: “Porque amplios sectores de la población ecuatoriana respaldan a Rafael Correa y me sorprende la beligerancia que tienen hacia el mandatario los dirigentes indígenas”[1]. Pero, tras la sorpresa, tienden a aceptar como explicativo el marco discursivo elaborado desde el gobierno o desde los intelectuales cercanos a él. De este modo, los desencuentros podrían deberse a decisiones tácticas tomadas por el movimiento indígena en relación con la inicial candidatura de Correa, a la que no aceptaron sumarse; o al carácter corporativo de los movimientos sociales y a su horizonte reducido a exclusivas demandas particulares (cosas que se asumen como la misma, descuidando su diferencia central)[2]; o a que los indígenas (y a veces, por extensión, los movimientos sociales) han quedado descolocados por la afirmación del proyecto de Alianza Pais, y se volcaron a alianzas antinaturales con la oligarquía, le hacen el juego a la derecha o directamente están infiltrados por la CIA[3].
Como se ve, estos argumentos suponen una de dos cosas: o bien el gobierno representa el lado progresivo de la historia, los cambios, la revolución, los intereses generales del proceso de transformación (o la palabra que se prefiera), y, en consecuencia –aunque a veces se tiene el pudor de no decirlo abiertamente– todo lo que se opone a él es visto como “atrasado” respecto a los avances del proceso o simplemente juega un rol contrarrevolucionario;o bien gobierno y movimientos sociales comparten un proyecto histórico de cambio, si no único, por lo menos bastante cercano, pero los errores mutuos impiden el encuentro.
Aunque en estas breves páginas no tenemos el espacio suficiente para debatir in extenso estos planteamientos (lo que, en todo caso, nos parece necesario), hay algunas cosas que nos gustaría dejar sentadas. En una conferencia dictada en enero de 2010, en el auditorio de la Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (Senplades), Boaventura de Souza Santos criticó el uso del término “corporativismo” para referirse a la acción de los movimientos sociales: por un lado, porque el término alude a una relación específica –la de los estados fascistas; por otro lado, porque su retorno a los discursos dominantes está marcada, en el último período, por su utilización neoliberal: es parte de su arsenal para justificar el ataque a los sindicatos (y a los movimientos populares) desde Thatcher en adelante.
Pero nosotros añadiríamos, para el caso ecuatoriano (y probablemente de otros países latinoamericanos), que, incluso en su acepción de “horizontes limitados por el particularismo reivindicativo”, simplemente no se corresponde con la realidad. Es cierto que todas las organizaciones y movimientos construyen su horizonte desde demandas específicas (caso contrario no existirían); sin embargo, eso no agota el horizonte de pensamiento y de acción de las organizaciones populares y de sus miembros. Si algo ha caracterizado nuestra historia reciente, ha sido justamente que los el accionar y la conciencia de los movimientos rebasó la “muralla china” que la normal reproducción de la dominación establece entre lo social y lo político.
La crisis del neoliberalismo y la resistencia social auparon una sana politización de la conciencia social. Ese ambiente aún no se ha disuelto, de manera que incluso acciones de tinte “corporativo” suelen aparecer revestidas con un discurso político. Pero lo sustantivo, a nuestro modo de ver, se refiere a los procesos de constitución del movimiento popular, esa particular confluencia de movimientos y acciones de protestas que (según recuerda Theotonio dos Santos[4]) se constituye como parte de las dinámicas naturales (es decir, espontáneas) en el crescendo de la lucha social.
En el Ecuador, esta confluencia se ha producido siempre alrededor de un movimiento que, en esas coyunturas era el más organizado, el que contaba con mayor capacidad de respuesta, de propuesta y de movilización y que, por tanto, servía como eje articulador. Los movimientos que sirven de eje al encuentro de la protesta social logran articular hegemónicamente las demandas y aspiraciones de un amplio conglomerado de sectores populares. Las luchas estudiantiles de los años de 1960 y 1970 no estaban referidas sólo a los intereses de los estudiantes (de hecho, eran cada vez menos referidas a sus temas particulares). La plataforma de lucha del Frente Unitario de los Trabajadores a inicios de los años de 1980 recogía, junto a las demandas obreras, un conjunto de demandas de otros sectores populares, urbanos y rurales. Las demandas indígenas desde 1994 en adelante nunca se circunscribieron al mundo indígena; y no sólo porque asumen en determinados momentos ciertas demandas populares específicas (como la oposición al alza del precio del gas), sino porque sus propuestas claramente hacen parte de un proyecto político (por ejemplo, la oposición al TLC con Estados Unidos): su demanda central, el Estado Plurinacional, es una propuesta para el conjunto de la sociedad, no sólo para los indios. Este no fue el caso de las movilizaciones ciudadanas de 2005, quizás porque expresaban más bien la dispersión que la articulación de las demandas populares.
Así, pues, la lucha social genera su propia politización, más allá de los moldes del sistema político y de la democracia representativa (aunque se relacionan con ellos). No en balde, tanto la intelectualidad de derechas como este gobierno “progresista” (con su presidente a la cabeza) pugnan por despolitizar la acción social. Desde fines de diciembre de 2010 se discute un “reglamento de organizaciones de la sociedad civil” que establece como una “causal de disolución de las organizaciones”… ¡realizar proselitismo político!
2.Nosotros, en cambio, hemos sostenido que el conflicto entre el gobierno y los principales movimientos sociales, sobre todo el movimiento indígena, tienen causas más profundas: por un lado, los proyectos son no solamente distintos, sino opuestos: el proyecto de la “revolución ciudadana” es la modernización capitalista; el proyecto de los movimientos sociales es la emancipación, así se trate de “vagos anhelos” de emancipación (como dijera Marx sobre la república social a la que aspiraban las clases trabajadores parisinas en 1848 y en 1871). Por otro lado, y siendo así, se presenta una disputa hegemónica entre ambos; el gobierno de Correa no representa el sentido de las luchas sociales de resistencia popular al neoliberalismo, aunque haya hablado su mismo lenguaje en un primer momento. Por el contrario, el gobierno disputa la conciencia social frente a la oposición de la derecha tradicional, pero también, y con no menos urgencia, a los movimientos sociales; dicho de otro modo, el gobierno requiere, para su afirmación hegemónica, no la alianza con los principales movimientos sociales, sino su desestructuración. La práctica y el discurso correísta, desde el inicio mismo de su gestión, ha dado buena fe de ello.
3.Pero quisiéramos ahora explorar otra aproximación, que nos ha sido sugerida por la lectura de una Conversación, en la que Luis Tapia refiere que René Zavaleta identificaba el populismo con una situación de no-autorepresentatividad de las clases subalternas. Aunque no cita el título del texto, se trata de Formas de operar el Estado en América Latina(bonapartismo, populismo, autoritarismo)[5].
Allí Zavaleta indica que el populismo “es una modalidad sin duda no incompatible con la lógica del bonapartismo” (p. 43). Vale recordar que el término “populismo” para caracterizar a los gobiernos progresistas de esta época no es utilizado solamente por sus adversarios, sino que es recuperado por autores como Laclau y Dussel, defensores de estas experiencias.
De acuerdo con Zavaleta, el bonapartismo es una forma (la formaimpura) de construcción de la autonomía relativa del Estado; por lo tanto, de afirmación del moderno Estado capitalista. Y señala dos condiciones para el surgimiento de un régimen tal: por un lado, una situación de “empate catastrófico” (como diría Gramsci), pero, quizás, más propiamente, de irresolución de la hegemonía. La hegemonía del anterior bloque en el poder entra en crisis, pero las clases subalternas no alcanzan a convertirse en hegemónicas. Por otro lado, una parte importante de las clases subalternas se encuentra incapacitada para representarse por sí misma (pp. 38-40). Ambos aspectos afirman la autonomía relativa del Estado, pero también las tendencias de centralización de poderes y del carácter personalista en que suele aparecer.
¿Podemos utilizar estos elementos para explicarnos el gobierno de Correa? Entendemos que sí. Como sabemos,el reinado neoliberal fue, finalmente, el origen de la caída de la hegemonía de la burguesía oligárquica; ese proyecto no logró nunca “ganarse el corazón y la mente” de las amplias masas de población; por el contrario, las luchas sociales que diferentes sectores llevaron adelante iban concitando simpatías hasta lograr altos puntos de movilización y confluencia, como fruto de las cuales (y de los disensos al interior del propio dominante) la aplicación del modelo neoliberal se volvió más lenta e incompleta que en otros países de la región. La incapacidad de os grupos dominantes para convencer a la población de las supuestas bondades del TLC con Estados Unidos mostró con claridad que sus posibilidades hegemónicas habían tocado fondo. Pero hubo otro efecto muy importante: en la conciencia social fue ganando espacio el programa práctico de los movimientos sociales, cuyos puntos centrales lograron una amplia aceptación: nacionalización de los recursos naturales, límites al ingreso del capital extranjero, control sobre los capitales, desprivatización de los servicios básicos, sobre todo agua, salud y educación, poner término a las privatizaciones, terminación del convenio que había entregado la base naval de Manta a la marina estadounidense, no firma del TLC, incluso una reforma agraria radical[6].
Pero en vísperas de las elecciones de 2006, también el impulso movilizador de los movimientos sociales se había debilitado políticamente (en parte como resultado de la aventura de la alianza con Lucio Gutiérrez[7]) y ya no funcionaba como eje aglutinador del descontento. Las movilizaciones en medio de las cuales es destituido Gutiérrez son una muestra, con la amplia participación de “ciudadanos” de clase media. Se produjo así, si bien no un empate catastrófico en el sentido fuerte del término, al menos sí una situación de imposibilidad de resolución de hegemonías. Este vacío, y su discurso que pretendía tomar algunas demandas sentidas, la movilización social fue el ambiente que permitió el triunfo de Correa.
La segunda condición mencionada por Zavaleta es la presencia de mayoritarias “masas no autorepresentables y dispersas” (p. 40). ¿Teníamos una situación de ese tipo? Teníamos y tenemos. Franklin Ramírez suele citar una encuesta de Auditoría Democrática, que muestra que la participación en organizaciones desciende y se ubicaría en menos del 5% de la población. Aunque el dato pueda estar subvaluado, sobre todo para el campo, lo cierto es que revela una paradoja: organizaciones fuertes, con capacidad de movilización, con proyectos de sociedad, pero que viven en un ambiente de disgregación social. Estas mismas masas dispersas son las que movilizaron electoralmente para respaldar a caudillos populistas, igual de derecha que de ¡izquierda”, así como en otras ocasiones se movilizaron detrás de los llamados a las huelgas o a los levantamientos. Pero la dispersión no es coyuntural, sino estructural: el neoliberalismo, de la mano de mercantilización de todos los órdenes de la vida social y de la ideología del individualismo exacerbado, la competencia y el éxito individual, acentuó la disgregación, igual en el campo que en la ciudad; igual en las clases trabajadoras que en los sectores medios. Comparar las votaciones en la última consulta popular (7 de mayo de 2011) con el mapa de la estructura de clases es bastante ilustrativo: Correa triunfó en las zonas populares urbanas, donde predominan organizaciones poco estructuradas, relaciones clientelares y débil participación social; así como en zonas campesinas de la Costa, de condiciones similares. Fue derrotado, en cambio, en los territorios indígenas, de mayor cohesión organizativa autónoma.
Esos sectores dispersos que, como diría Marx, “son […] incapaces de hacer valer sus intereses de clase en su propio nombre […,] no pueden autorepresentarse, [y] tienen que ser representados”, reproducen espontáneamente una ideología autoritaria de la política: “Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los protege de las demás clases […]. [Su] influencia política encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad”. De allí la profunda coherencia de la arenga de Correa para atraer sus votos en la consulta: “Confíen mí”. Es que esas masas desorganizadas y dispersas no tienen posibilidades de confiar en sí mismas y están siempre a la espera de algún líder que las guía a la tierra prometida. No es casualidad que la frase de Marx sobre el bonapartismo francés parezca tan adecuada para nuestra situación actual.
Ahora bien, esa dispersión y esa falta de capacidad para representarse por sí mismos no sólo son las condiciones del surgimiento de un modelo de dominación semejante: requiere su perpetuación. Quizás eso contribuya a poner un poco más de claridad en la obsesión de Correa por desestructurar a los movimientos sociales con mayor capacidad de organización y de movilización autónoma.
Finalmente, un tercer aspecto para resaltar: “todo Estado moderno”, dice Zavaleta, debe ser capaz de servir a los fines estratégicos del bloque histórico burgués, aunque contradiga los intereses puntuales de la burguesía blood and flesh” (p. 41). Es que “la autonomía relativa del Estado se refiere a la separación entre el poder del Estado, o naturaleza de clase, y el aparato del Estado, o administración factual” (p. 40). Dicho de otro modo, el carácter de clase del régimen no se resuelve únicamente por la condición social del presidente y sus ministros, sino por la coherencia del proyecto hegemónico con los “fines estratégicos” de la burguesía; sus fines estratégicos, insistamos, no solo sus negocios inmediatos.
¿Qué podemos decir si miramos las cosas desde esa perspectiva? ¿Cuáles serían esas necesidades estratégicas de los grandes grupos capitalistas en este momento de su desarrollo? Seguramente la expansión del capital: la extensión de los mercados y la colonización mercantil de las “economías populares y solidarias” (mírense el Código de la Producción y la Ley de Economía Popular y Solidaria; obsérvense los planes de “negocios inclusivos” y “cadenas productivas” en el campo y en la ciudad); la generación de lo que Marx denominaba las condiciones generales de la producción (compárese con la enorme inversión en vialidad, la modernización de puertos y aeropuertos, la construcción de aeropuertos internacionales en Latacunga –producción florícola– y Santa Rosa –producción bananera–, los avances en la construcción del complejo de la vía Manta-Manaos –carretera, puertos, aeropuerto–…); la disposición de fuerza de trabajo disciplinada (ese papel lo cumplen las políticas sociales y laborales “progresistas”: por un lado, dan satisfacción a ciertas aspiraciones de los trabajadores, como mejores salarios y posibilidades organizativas, es decir, desactivan ciertas inconformidades al tiempo que generan disciplinamiento; por otro lado, mantienen espacios de trabajo flexibilizado disfrazado de encadenamientos productivos y de negocios inclusivos); la generación de incentivos para el desarrollo de nuevos campos de negocios para el capital, sobre todo tomando en cuenta los cambios que se producen en el orden capitalista mundial (nuevamente, el Código de la Producción, también el Plan Nacional de Desarrollo); su “inserción inteligente” a una globalización económica en mutación y en crisis (mírese la correlación entre las vías de transnacionalización de los capitales ecuatorianos y las vías por las que transcurre la nueva política internacional);…
En fin: las necesidades estratégicas del capital y el proyecto de modernización capitalista del gobierno de Correa se corresponden plenamente. Y ese es el otro componente de su ácido enfrentamiento con los movimientos populares.
Quito, noviembre de 2011
[1] El Telégrafo, lunes 15 de agosto de 2011, pp. 2 y 3.
[2]Resumimos aquí brevemente (y simplificadamente) algunos planteamientos que suelen repetirse frecuentemente. Algunos de ellos los tomamos de los textos de lectura que se repartieron para estos dos módulos (acá nos referimos particularmente al trabajo de Franklin Ramírez y a la conversación, ya citada, entre González, Marín, Sader, Svampa y Tapia).
[3] Eva Golinger, periodista norteamericana afincada en Venezuela, es quien con más ahínco ha echado a circular esta especie, repetida varias veces por Correa en sus cadenas sabatinas. La acusación ha sido tomada como verdad indiscutible por intelectuales latinoamericanos (como Britto García, de Venezuela, y Atilio Borón, de Argentina, y ecuatorianos, como Rafael Quintero y Érika Sylva-por lo demás, altos funcionarios del régimen). Llama la atención que la escasa solidez de los argumentos no haya causado siquiera un poco de curiosidad en pensadores de esa talla, lo que demuestra lo difícil que es debatir actualmente en torno al carácter de los gobiernos “progresistas” y a los conflictos que atraviesan hoy nuestras sociedades.
[4] “Se puede concluir que existe una relación entre varios sujetos particulares, que se van desarrollando en varios movimientos sociales concretos, en el sentido de formación de un sujeto social más global, que en América Latina adopta el nombre de «movimientos populares»”. Theotonio dos Santos: Crisis y movimientos sociales en Brasil, pp. 50-51; en Fernando calderón G., comp.: Los movimientos sociales ante la crisis, UNU-CLACSO-IISUNAM, Buenos Aires, 1985, pp. 45-61.
[5]El texto se publicó sólo después de su muerte (véase: Maya AguiluzIbargüen y Norma de los Ríos Méndez (coords.): René Zavaleta Mercado. Ensayos, testimonios y re-visiones, 2006).
[6] El número de la revista Quantum publicado poco antes de las elecciones para constituyentes (2007) revelaba datos de una encuesta que mostraban esa tendencia. Se trata de una publicación que se distribuye entre círculos empresariales.
[7] Se ha criticado mucho al movimiento indígena por esa alianza; sin embargo, al interior de Pachakutik no fueron las organizaciones indígenas las que impulsaron el acuerdo, sino sectores mestizos urbanos… que luego se mudaron a Alianza Pais y forman parte del gobierno de Correa hasta la actualidad.