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domingo, abril 28, 2024

MOVIMIENTOS SOCIALES Y PODER CONTRAHEGEMÓNICO EN AMÉRICA LATINA. por NAPOLEON SALTOS GALARZA

Quito, abril 2013

 

ABSTRACT:

La ponencia sigue la relación entre las diversas fases de las teorías y estudios sobre los movimientos sociales y su contexto en América Latina. Distingue cuatro fases: (i) Bloque social liderado por el movimiento sindical. Teóricamente  se trata desde la temática de la relación partido-sindicatos, en una perspectiva de clase. (ii)La presencia de los “nuevos movimientos sociales”, con un ascenso de las luchas sociales en el Continente, lideradas sobre todo por las luchas de los pueblos originarios y las luchas de género. Las teorías sobre movimientos sociales  destacan el papel como actores colectivos, fuerzas contestatarias y factores de ampliación del Estado de derecho. (iii) El paso al poder constituyente: el imaginario constituyente y la transformación de los movimientos sociales en partidos políticos y en gobierno. Teóricamente se desarrolla las relaciones entre poder constituido (instituido) y poder constituyente (instituyente). (iv) Relación entre los gobiernos “posliberales” de América Latina y los movimientos sociales: acuerdos y conflictos. Teóricamente se trata el estudio sobre el carácter de los Gobiernos “posliberales” y las variaciones de la hegemonía y la contrahegemonía.

PALABRAS CLAVES:

Movimiento social, bloque social, poder constituido y poder constituyente, hegemonía, contrahegemonía, América Latina, Gobiernos “posliberales”.

CONCEPTO Y CONTEXTO

La producción teórica tiene su propio campo, sin embargo se constituye y mueve en un contexto. “Los conceptos no tienen historia si no es en la materialidad de la historia de los hombres y de la sociedad.”[1]

Particularmente en América Latina la relación entre la teoría y el contexto social es más cercana, pues, a diferencia de Europa y el Norte, no se ha producido una separación general entre teoría y práctica, entre ciencias y humanidades. Esta característica original de la producción científica en nuestro Continente[2] que, en tiempos del positivismo normativo, podía ser vista como una debilidad a superarse, puede constituirse en una fortaleza para enfrentar el viraje de las ciencias hacia visiones más holísticas e integradoras del conocer y el pensar.

Las teorías sobre los movimientos sociales están marcadas por el contexto. En nuestro Continente, podemos periodizarlo en cuatro fases.

PRIMERA FASE: BLOQUE SOCIAL LIDERADO POR EL MOVIMIENTO SINDICAL

Una primera fase, en torno a los 70 y 80, está marcada por la acción de los trabajadores y su relación con el poder.

En Chile la experiencia de la Unidad Popular se asienta en las luchas de los trabajadores dentro de una vía democrático-electoral al socialismo: su ascenso y derrota.

El poder del movimiento sindical se fundamenta en la incidencia en el proceso productivo y en la fábrica. El debate  se centra sobre la relación entre el sindicato y el poder: el punto más interesante de la experiencia chilena, desde la perspectiva de los movimientos sociales, se ubica en la experiencia de los “cordones industriales”, como formas de poder paralelo.

El debate sobre la estrategia principaliza el tema de las formas de lucha. Después del asesinato del Che en 1967, la experiencia chilena abre una nueva perspectiva. A pesar de la derrota y el asesinato de Allende, el imaginario de la movilización social y la lucha electoral para acceder al control del gobierno influirá decisivamente en la luchas de los movimientos sociales.

El viraje pasa por la experiencia del PT en Brasil: surgió de las luchas del sindicalismo metalúrgico en Sao Paulo a fines de los 70 y se fundó en febrero de 1980. Paralelamente se realizan experiencias similares en otros países, como en Ecuador, con el FADI, que recoge el apoyo del Frente Unitario de Trabajadores (1977-1978).

En este período no se trata el tema desde la perspectiva de los movimientos sociales, sino más bien desde la relación entre el partido político y el sindicato, ligados a las concepciones de clase.

El paso al modelo neoliberal en los 80 desplaza el eje de acumulación desde el capital productivo al capital financiero. Con ello cambia el suelo histórico de la lucha social y el movimiento sindical pierde el piso de su poder. El triunfo del modelo neoliberal impone modificaciones profundas en la clase obrera y el movimiento sindical. El capital puede proclamar la muerte del trabajo. Se produce la acentuación de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo que ve progresivamente minadas sus conquistas históricas, mientras se “flexibiliza” la contratación laboral.

A partir de mediados de los ochenta se produce el debilitamiento del movimiento laboral en el Continente. Este reflujo coincide con la emergencia de nuevos actores sociales.

SEGUNDA FASE: LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES

Se inicia en los 90 del siglo pasado con la emergencia de los “nuevos movimientos sociales”: frente a los “viejos movimientos sociales” caracterizados como clasistas, funcionales y vinculados a reivindicaciones económico-políticas, se destaca el carácter multiclasista, territorial y la vinculación a demandas culturales-políticas de los nuevos movimientos.

Esta diferenciación fundamenta la necesidad de reactivar el concepto de movimientos sociales, originado en la sociología anglosajona, pero con una nueva dimensión, como acciones colectivas contestatarias al funcionamiento del sistema. Alain Touraine (1987) desarrolla una visión a contracorriente del predominio de las visiones estructuralistas y funcionalistas, y destaca el papel de los actores como hacedores de las estructuras, de la sociedad.

Este desplazamiento se opera por el protagonismo de los movimientos indígenas y campesinos. En Brasil la experiencia del MST se desarrolla en forma paralela al proceso del PT, sobre todo en la década de los 80. En Ecuador la presencia de la CONAIE desde mediados de los 80 se desarrolla en forma paralela a la crisis y debilitamiento del movimiento sindical.

“Es a propósito de las conmemoraciones oficiales del “Quinto centenario del reencuentro entre dos mundos”, en 1992 cuando se empieza a calibrar esta nueva visibilidad. En efecto, los festejos oficiales (…) se ven contestados por una campaña continental organizada por los movimientos sociales. Esta última tiene como objetivo celebrar por todo el continente y en el mismo tiempo, “500 años de resistencia Indígena, Negra y popular”. Estas movilizaciones, iniciadas por las organizaciones campesinas e indígenas andinas y el MST, han permitido el nacimiento, en cada país y a nivel regional, de las coordinaciones perennes indígenas, Negras, campesinas, de mujeres, de movimientos de jóvenes, de sindicatos, etc. Y esto, en un contexto marcado por la caída del muro de Berlín, el hundimiento de la ideología comunista y la ofensiva generalizada del neoliberalismo.”[3]

Alain Touraine  define a los movimientos sociales como acciones colectivas contestatarias que superan tres umbrales:[4]

  • “un principio de identidad mediante el cual el actor posee una definición de sí mismo y con el que adquiere su distinción con respecto a otros actores en el escenario de un conflicto, que lo contrapone en el campo de la acción social. Un movimiento social no puede organizarse solo, es el conflicto el que sitúa y organiza al actor con propuestas comunes que fundamentan la movilización.”
  • organización con carácter horizontal y móvil para la toma de decisiones internas: “cuando los actores han adquirido conciencia del lugar que ocupan dentro de la sociedad y cuentan con una organización comprometida y solidaria entre ellos, al surgir un conflicto que los contrapone en el campo de acción social, éste hace surgir al adversario y forma de una u otra manera en los actores presentes, la conciencia de clase.”
  • poder de influencia, ya sea sobre las propias prácticas políticas o las de otros actores, o sobre algún aspecto de las políticas públicas o del funcionamiento del Estado: “no existe un movimiento social que se defina únicamente por el conflicto, sino que todos ellos poseen el principio de “totalidad”, el cual implica un sistema de acción histórica en donde los adversarios situados en la doble dialéctica de las clases sociales, tienden a disputarse el dominio. Un movimiento social importante pone de manifiesto la orientación general del sistema de acción histórica.”[5]

 

El punto nodal está en la “historicidad”,  entendida como “el trabajo de auto-producción de la sociedad, la capacidad de una sociedad de intervenir en su propio funcionamiento, de producir sus orientaciones normativas y de construir sus prácticas en un momento determinado de su historia.” Los actores sociales pasan por diferentes niveles de intervención: organizativo, político/institucional y “finalmente, los actores pueden contestar la organización social en su conjunto, luchar por desafíos culturales, buscando transformaciones profundas de la sociedad y el control del progreso y de la producción. En este último caso, la lucha se coloca al nivel de la historicidad y concierne al conjunto de la sociedad. Se puede entonces hablar de movimiento social: “Se define por el enfrentamiento de intereses opuestos por el control de las fuerzas de desarrollo y del ámbito de la experiencia histórica de una sociedad”[6]

 

De esta manera Touraine devuelve el poder a la actuación de los sujetos, la capacidad de hacer la historia. “El actor en vez del sistema: Touraine pone en el centro de su sociología, mirando no hacia las estructuras o la reproducción de la sociedad, sino hacia el cambio y la producción de la sociedad por ella misma. Nos alerta contra “la ficción que el orden es primero”. Primero viene la capacidad creadora de una sociedad de producirse y transformarse”.[7] Los movimientos sociales se presentan como los nuevos demiurgos, después del fracaso de los partidos y de las revoluciones violentas.

 

Habermas busca superar la dicotomía entre el campo de la acción de los sujetos y el funcionamiento de los sistemas. Desde su “teoría de la acción comunicativa”, plantea el origen de los movimientos sociales en el campo de la desobediencia civil, establecido en una situación de crisis política de legitimidad del poder constituido. Descubre el poder de la acción social, la capacidad de actuar en el borde del sistema político, cuando éste entra en crisis. Pero al final encorseta la potencialidad de los actores en la ampliación del Estado de derecho.

 

Ése es el límite insalvable desde la visión del orden. Los movimientos sociales pueden aparecer como los demiurgos purificadores del fuego de la violencia revolucionaria o de la fuerza ordenadora de los partidos, pueden expresar la potencia de la crítica negativa, la lucha por la igualdad-igualación-equidad, y entonces tienen la anuencia benevolente del poder. Cuando intentan saltar el muro, disputar el poder y cuestionar los límites del sistema, encuentran la resistencia y la oposición violenta del sistema.

 

La caída del Muro parecía confirmar el poder del sistema y los ideólogos pudieron proclamar “el fin de la historia”. Sin embargo en ese borde, en nuestro Continente los movimientos sociales empiezan a saltar el otro muro, el de la historia. En América Latina se extiende una oleada de movilizaciones sociales, lideradas sobre todo por los pueblos originarios.

 

En Venezuela, sobre la sangre del “Caracazo” emerge, un proceso híbrido de movilización de masas, más bajo la forma de la “multitud” que bajo la de los “movimientos sociales”, marcados por procesos políticos que se mueven en el borde del sistema: el retorno de los rezagos guerrilleros a la lucha política, desde una visión de la huelga de masas apoyada por la insurrección civil-militar, y que desemboca en la experiencia de “Causa R”; o la emergencia de la figura rebelde de Chávez a la cabeza del MBR200, desde una visión más foquista. Aunque ambas llegarán a la participación política electoral.

 

En Brasil, el movimiento sindical construye el Partido de los Trabajadores que pasa, en un largo proceso, de movimiento social-sindical, a partido político electoral, a partido de gobierno; en una línea que va de la resistencia y la denuncia a la constitución como poder. Paralelamente se desarrolla la experiencia del Movimiento Sin Tierra, con una visión más social del poder y la transformación: se abre en el Continente la experiencia de los “sin”, como fundamento de una nueva identidad y proyecto social-político.

 

En Ecuador, el Levantamiento del Inti Raymi en 1990 funda una década de movilizaciones que pasan de la resistencia al modelo neoliberal, al derrocamiento de tres gobiernos “constitucionales”, al intento de una Comuna efímera con la insurrección del 20 de Enero del 2000 y a la construcción de un imaginario constituyente. Para analizar estos procesos no es suficiente el concepto de movimiento sociales, se trata más bien de un “bloque social”, liderado por el movimiento indígena.

 

En México, simbólicamente, el 1° de enero de 1994, cuando el Norte anunciaba la entrada en el Primer Mundo, con la firma del TLCAN, irrumpe la experiencia zapatista en el Sur, en Chiapas, basada en la visión de los pueblos originarios de una nueva forma de “mandar obedeciendo” y el sentido de comunidad.

 

En Bolivia, la larga tradición de lucha de la COB, liderada por los trabajadores mineros, es contenida por los diversos gobiernos neoliberales de los 80 y 90. Las luchas de las comunidades indígenas y campesinas en defensa de los recursos naturales y en contra del neoliberalismo, fundamentan la refundación del MAS en 1997, bajo la conducción del líder  del movimiento cocalero, Evo Morales. El MAS lidera las luchas sociales en defensa de los recursos naturales y se constituye en el partido electoral que lleva a Evo a la Presidencia en el 2005.

 

TERCERA FASE: PODER CONSTITUYENTE.

 

Los movimientos sociales en América Latina rebasan las definiciones clásicas de actores colectivos sin referencia al poder del Estado. Las movilizaciones sociales de los 90 contra el neoliberalismo crean las condiciones para el triunfo de los gobiernos “post-neoliberales”. El nuevo milenio presenta a la movilización social proyectada hacia el poder político, la transformación de los movimientos sociales en partidos políticos que acceden al gobierno por la vía electoral.

“Los movimientos sociales latinoamericanos confrontaron al neoliberalismo (…) con movilizaciones, propuestas y discursos que (…) cambiaron el focus de la política y abrieron el horizonte emancipatorio a nuevas ideas y lograron poner al neoliberalismo a la defensiva. Fueron esas movilizaciones las que crearon las condiciones de posibilidad para la emergencia de gobiernos críticos al neoliberalismo y que, en primera instancia, dijeron adscribir a aquellas tesis, propuestas y discursos de los movimientos sociales del continente. Fue esta adscripción y esta referencia a los movimientos sociales la que produjo la sensación de que en América Latina se vivía una “primavera política” con gobiernos progresistas, democráticos y anclados en las demandas populares. Empero, el tiempo habría de demostrar que la “primavera política” era más un espejismo que una realidad.”[8]

A partir del 98, con el triunfo de Chávez en Venezuela, el mapa político  empieza a girar a la “izquierda”, mediante el acceso por la vía electoral de gobiernos “progresistas”: Lula-Rousseff en Brasil, la reelección de Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Kirchner-Cristina Fernández en Argentina, Vásquez-Mujica en Uruguay, Lugo en Paraguay, Ortega en Nicaragua, Funes en El Salvador, Bachelet en Chile y, en un proceso tardío, Humala en Perú. El punto del cambio se estructura en torno al imaginario de la democracia, ahora bajo la forma de democracias ciudadanas y participativas.

La periodización respecto al PT ilustra este paso: “el PT en su comienzo era un partido claramente de militancia, después evolucionó para un partido de afiliados y hoy es un partido de electores. Gran parte de sus 1.800.000 afiliados no son afiliados en el sentido clásico de la palabra, sino que son lo mismo que un elector.”[9]

 

En Venezuela, Bolivia y Ecuador, los procesos pasan por un tiempo constituyente y la proclamación de nuevas Constituciones que sirven de fundamento normativo a los cambios.

 

Para analizar estos procesos se requiere ampliar el concepto de movimiento social en dos direcciones: la relación entre poder constituido y poder constituyente (Toni Negri) o poder instituido y poder instituyente (Castoriadis), y ubicar la lucha de los movimientos sociales en la dinámica de la lucha por la hegemonía en los Estados modernos.

 

CUARTA FASE: COOPTACIÓN Y AUTONOMÍA

 

Estamos entrando en una nueva fase: el agotamiento de las expectativas de cambios estructurales desde arriba y el realineamiento de los movimientos sociales en un proceso que va del desencanto y la crítica a la búsqueda de posiciones autónomas.

 

La fase más compleja es la actual: ¿cómo definir las relaciones entre los gobiernos “posliberales” y los movimientos sociales? Para no reducir al elemento simple de apoyo-oposición al gobierno, es necesario dar la vuelta a la relación y partir de los actores sociales – clases, movimientos sociales -. En esta perspectiva los estudios sobre la hegemonía y las clases subalternas, fundamentadas en las teorías gramscianas pueden contribuir para un esclarecimiento de la complejidad.

 

La hegemonía es la forma que adopta la lucha política en el Estado moderno: se presenta como una combinación orgánica de fuerza más consenso, como la capacidad de un bloque histórico de construir una nueva unidad orgánica entre la base económica y la superestructura político-cultural. Se presenta como sociedad política recubierta de sociedad civil. Gramsci la compara a un teatro de lucha en donde el bastión central, el poder de dominación-fuerza del Estado, se encuentra rodeado-defendido por una red de fosos y casamatas de dispositivos de producción de sentido.

Hay tres niveles de hegemonía que convergen en un terreno común de lucha: la hegemonía 1 (H1), el acuerdo y la disputa arriba, la constitución del bloque dominante-dirigente, la construcción del sentido de vida y del mundo que ordena las contradicciones  y distribuye roles y funciones entre las diversas fuerzas y fracciones del capital. La hegemonía 2 (H2), cuando el sentido de vida de arriba se convierte en el sentido del conjunto de la sociedad, en el sentido común aceptado también por los de abajo, en un proceso complejo de ampliación del núcleo inicial de la visión del bloque dominante-dirigente, con elementos de las visiones de abajo. La hegemonía 3 (H3), o contrahegemonía, entendida como la capacidad de las clases y actores subordinados para construir una visión alternativa, un poder popular paralelo, una nueva unidad orgánica entre la base económica y la superestructura político-cultural; la capacidad para disputar una visión alternativa de la vida y el mundo que reordene la sociedad, y en particular las relaciones de producción y las relaciones de poder.

La hegemonía en los países periféricos tiene sus propias formas, diferenciadas de las que se realizan en los países centrales. Agustín Cueva[10] señala que en nuestros países la realización de la hegemonía es una excepción y que la norma es el funcionamiento del Estado de excepción, hegemonías truncas, crisis de hegemonía, hegemonías desplazadas. La base orgánica se presenta como una sociedad con complejidad estructural, marcada por un ethos barroco, la superposición de formas económicas, políticas, culturales; y como una sociedad y un Estado dependientes de centros metropolitanos. Por ello el Estado capitalista periférico cumple funciones sobrecargadas: además de cumplir las funciones de un Estado capitalista, en cuanto ordena el poder interno del Estado-nación dentro de una determinada formación económico-social, ordena también las relaciones económicas, políticas y culturales dentro de la cadena “imperialista”.

El abigarramiento de nuestras sociedades atraviesa las formas económicas, pero también las formas culturales y políticas. Para Zavaleta no podemos hablar de una estructura particular de los Estados latinoamericanos, sino más bien de una estructura compleja que combina formas bonapartistas-populistas-autoritarias.

Estas estructuras funcionan sobre la base de disolver la autonomía y la organización de los movimientos clasistas y orgánicos, en particular el movimiento obrero, campesino e indígena, y el asentamiento en los sectores más pauperizados sin capacidad de auto-representación. La base está en un comportamiento bonapartista arriba (H1), que permite el acuerdo del bloque en el poder; se combina con una orientación populista para ganar el consenso de las masas disueltas (H2); y con políticas autoritarias y represivas ante los actores sociales que promueven posiciones de autonomía (H3).

El gobierno de Lula se presenta como “una variante de semibonapartismo en el cual la cooptación y el control del llamado sindicalismo combativo y, en particular, de la cúpula sindical es decisivo… Lula, al comienzo del segundo mandato, hizo un cambio político importante, trasladando su base social de sustentación hacia las camadas más pauperizadas, que viven al margen de la organización de clase: … amplió el Bolsa-Familia, con una política focalizada y asistencialista, pero de gran amplitud, dado que alcanza aproximadamente a 13 millones de familias pobres (cerca de 50 millones de personas con bajos ingresos salariales), que así reciben en promedio el equivalente a 50 dólares mensuales… De ese modo, articuló las dos puntas: remuneró a las diversas fracciones burguesas y, en el extremo opuesto de la pirámide social, donde están los sectores más desorganizados y empobrecidos de la población, brindó una política asistencialista que no afecta ni siquiera mínimamente ninguno de los pilares estructurales de la tragedia brasilera.”[11]

 

Esta política asistencialista con réditos político-electorales se convierte en uno de los pilares de la nueva política de los gobiernos, sin diferencias sustanciales por sus alineamientos: 1 de cada 4 habitantes en el Continente es beneficiario de los “bonos de la pobreza”, que obtiene diversas denominaciones en cada país.

 

Al mismo tiempo el gobierno de Lula generó la empresarialización de la dirigencia sindical. Se realiza un proceso que será común en los diferentes regímenes “progresistas”, se disuelve el carácter de clase del movimiento sindical, los dispositivos de solidaridad, mientras se promueven los derechos individuales, la presencia de los trabajadores como “ciudadanos”.

 

Gramsci denomina a este fenómeno el “transformismo”. El sindicalismo pasa a ser uno de los soportes del régimen de Lula-Dilma, mediante la cooptación de la dirigencia. Pero en realidad el punto central es la cooptación de los ideólogos orgánicos de la clase, desde una visión gradualista de la revolución por etapas, ligada a la estrategia del mal menor.

 

En Ecuador observamos un proceso similar. La disolución del carácter clasista de los trabajadores y la suplantación con una identidad individual como ciudadanos sujetos a relaciones laborales privadas, se presenta en la Constitución de Montecristi. En el Artículo 33 de la Constitución del 2008, se separa el sentido de derecho económico del trabajo del carácter social, que constaba en la Constitución “neoliberal” del 98, un desplazamiento desde el trabajo como “derecho social” y, por tanto tratado dentro del derecho y la jurisprudencia social, a la caracterización del trabajo como derecho económico y, por tanto, tratado dentro del derecho y la jurisprudencia privada; [12] y, por esta vía, se reduce el trabajo a un tema de compra-venta de fuerza de trabajo y paga salarial.

Pasada la Constituyente se atacan los derechos colectivos de los trabajadores, sobre todo públicos. “La nueva institucionalidad vigente desprecia el rol organizativo de los sindicatos, considerándolos innecesarios así como herramientas de un mundo que consideran ya superado, el cual se articulaba en el ámbito del conflicto de clases.”[13] Al final, tenemos un mapa similar al que se da en Brasil: la mayoría de las centrales sindicales se alinean con el Gobierno de Alianza País y surgen posiciones minoritarias que buscan defender posiciones clasistas autónomas.

América Latina se mueve en oleadas. Entramos, de un lado, en una fase de agotamiento del cambio desde arriba y de recomposición de un eje alineado con el poder imperial y, de otro, en el inicio de procesos de autonomización de los movimientos sociales. Varios hechos abren este viraje: el derrocamiento de Zelaya en Honduras y de Lugo en Paraguay, el triunfo ajustado de Maduro en Venezuela después de la muerte de Hugo Chávez, los problemas electorales de Cristina Fernández en Argentina; y al frente las movilizaciones sociales en Brasil, la resistencia antiminera ya antiextractivista en el Cotnienente.

MOVIMIENTOS ANTISISTÉMICOS

La lógica electoral impresa a los procesos políticos reduce el espacio de emergencia de los movimientos sociales, pues su reclamo de autonomía tiende a ser interpretado como oposición al régimen. La alta legitimidad electoral de los regímenes “posliberales” coloca a los movimientos sociales no alineados en situaciones difíciles.

Empero en esta fase han surgido movimiento antisistémicos, con potencialidad contrahegemónica, en el borde de la relación entre las luchas antineoliberales y anticapitalistas, en torno a cuatro ejes: la resistencia al modelo rentista-extractivista, en donde Dayuma y Kimsacocha  en Ecuador, Atenco en México, el TIPNIS en Bolivia, Bagua en Perú, son los signos; las luchas por la reforma agraria, con el ejemplo del MST en Brasil; Las luchas en defensa del trabajo; y las luchas de ideas en torno al socialismo.

Los defensores de los gobiernos posliberales basan la argumentación del carácter progresista en el énfasis de la lucha antiimperialista y antineoliberal como una etapa separada de la lucha anticapitalista.

Emir Sader: en “Posneoliberalismo en Brasil”,[14] plantea que “Las referencias fundamentales para comprender el mundo contemporáneo son el imperialismo y el capitalismo, (…) evaluar a gobiernos y a fuerzas políticas significa, antes que todo, evaluar la posición que tienen respecto a estas dos referencias.”

Y entonces deriva una conclusión, “Los nuevos gobiernos latinoamericanos, que se volvieron mayoritarios en el continente, deben ser considerados progresistas, porque desarrollan procesos regionales de integración autónomos respecto a la hegemonía norteamericana y, por otro lado, a contramano de los gobiernos neoliberales que los han precedido, priorizan políticas sociales y no ajustes fiscales, a la vez que desarrollan Estados que inducen el crecimiento económico y garantizan derechos sociales, en lugar de Estados mínimos.”

El análisis seguía la lógica de la propuesta inicial de la vinculación entre luchas antiimperialistas y luchas anticapitalistas, hasta que sin ninguna fundamentación el referente “capitalismo” es sustituido por una de sus formas históricas, el modelo o período neoliberal. “Por eso son gobiernos progresistas, antineoliberales, y trabajan por un mundo multipolar, debilitando la hegemonía norteamericana en el mundo. Sus rasgos centrales tocan en los factores decisivos de la hegemonía imperial norteamericana y en los elementos centrales del modelo neoliberal: la centralidad del mercado, el Estado mínimo y los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos.”

Entonces, es “progresista” por su oposición al imperialismo “norteamericano”. El imperialismo queda reducido al imperialismo norteamericano, sin ver el conjunto del reordenamiento de la cadena imperialista. Hay que estar en la otra punta de la política “progresista” del Gobierno de Lula, para ver el papel que cumple Brasil y el nuevo eje Este-Oeste, compartido con los BRICs, en la relación con los otros países “progresistas” de la región: quizás la categoría subimperialismo deba resucitar y readecuarse.

La diferencia con el neoliberalismo, según Sader, es el retorno del Estado. “Frente a la crisis del 2008, quedó claro que había una tercera dimensión en la diferenciación del gobierno brasileño respecto al neoliberalismo: el rol del Estado, que pasó a ser instrumento esencial para políticas anticíclicas de resistencia a la recesión internacional. En lugar del Estado mínimo, se impuso un Estado inductor del crecimiento económico y garantía de la afirmación de los derechos sociales.” Una tercera reducción, el neoliberalismo queda reducido al “Estado mínimo” y con ello, la alternativa es cualquier neo-keynesianismo mínimo.

Aunque al final Sader retorna el referente olvidado del capitalismo y entonces debe reconocer que  “no hubo transformaciones estructurales en aspectos determinantes en la sociedad brasileña.”

Este tipo de análisis es la confirmación de lo que trata de ocultar tras el paradigma “progresista-reaccionario”: se trata de gobiernos que readecuan las economías y los Estados periféricos a las nuevas condiciones del referente olvidado, el capitalismo. Una periodización similar al papel desempeñado, en el marco de la post-segunda Guerra Mundial, por gobiernos bajo una impronta socialdemócrata en Europa.

En medio de la crisis del eje norte-sur, liderado por la tríada Estados Unidos-Unión Europea-Japón, América Latina ha podido desacoplarse y cuenta con una bonanza temporal que le permite emitir un discurso antiimperialista y tomar algunas medidas redistributivas sociales; al mismo tiempo que el retorno del Estado se liga a la emergencia de nuevos grupos económicos, de una especie de burguesía-estatal, que se sirve del Estado para acelerar los procesos de acumulación originaria, participar en la “acumulación por desposesión” liderada por el capital extractivo-financiero transnacional.

Ante las luchas contra-hegemónicas de los movimientos sociales la tendencia de los gobiernos posliberales ha sido el autoritarismo y la criminalización de la lucha social.

Aquí está el nudo del problema en la relación entre los gobiernos posliberales y los movimientos sociales orgánicos. El viejo problema del socialismo como “creación heroica”, planteada por José Carlos Mariátegui,[15] a partir de dos elementos claves: el agotamiento de la capacidad de la burguesía para encabezar los cambios democráticos y la originalidad de América Latina que cuenta con un acumulado propio para afrontar el paso al socialismo, a partir del “comunismo andino” y de la superposición barroca de las luchas antiimperialistas, anticapitalistas y civilizatorias.

Y entonces regresa también el debate sobre contra-hegemonía y subalternidad: “no olvidar a los subalternos, (…) como sujetos políticos efectivos y con la potencialidad de constituirse en hegemonía; aunque ésta sea siempre una hegemonía precaria y opuesta al interés del capital.”[16] Y no reducirlos a simple base de apoyo electoral.

El tema está en la naturaleza de los cambios. Si miramos los procesos de cambio desde arriba, desde la acción de los regímenes “progresistas” como sujetos exclusivos, la sensación puede ser la de agotamiento de los procesos de cambio en nuestro Continente y de recuperación del poder del Imperialismo norteamericano, sobre todo a partir de los eventos de constitución de la Alianza del Pacífico. Desde arriba se cierra un ciclo.

Si reintroducimos el concepto integral de la lucha de clase y la visión de que los pueblos hacen la historia, aunque en las condiciones históricas dadas, podemos volver a ubicar el sentido histórico del cambio. Asistimos a las fronteras de los regímenes “progresistas”, empero las posibilidades del cambio revolucionario retornan a las luchas desde abajo, que se presentan todavía como germinales. El juego político no puede ser mirado desde un encuadre binario, gobiernos progresistas versus oposición oligárquica, hay un tercer actor, la lucha de las clases subordinadas, todavía bajo formas germinales, para abrir un nuevo período estratégico.

Hay una modificación de la presencia de los movimientos sociales en relación con los gobiernos “progresistas”: en la fase anterior las características principales habían sido la territorialidad, la acción directa, la democracia directa, coordinaciones internacionalistas y sobre todo la autonomía.[17] Ahora esas características están mediadas por la acción “directa” de los regímenes, una tendencia a menudo disciplinaria, con momentos de criminalización de la lucha social autónoma. Por lo cual hay un juego social de autonomía y vínculo, con tendencias de fractura entre la táctica y la estrategia. Ya no se trata únicamente de la crítica negativa (destituyente), sino de la búsqueda de formas instituyentes: la disputa del modelo.

Un momento de transición que todavía no decanta: desde el poder, el entrecruzamiento de tendencias a formas disciplinarias de control de la movilización social desde el Estado y el régimen, con la persistencia de formas de “fascismo social” y de segurización de la política y de la legislación. Y desde la movilización social, la resistencia al rentismo, la nueva lucha por los derechos y el desencanto.

¿Hay todavía posibilidad de articular las transformaciones desde arriba, una especie de vía junker en que predomina la acción del Estado; y la nueva presencia de los movimientos sociales, una especie de vía farmer, para una nueva fase de los cambios en América Latina, ante los límites estructurales que empiezan a marcar los procesos de los gobiernos posliberales de América Latina?


[2] ECHEVERRÍA, Bolívar, Valor de uso y utopía, Siglo XXI, México, 1998.

[3] VENTURA Christophe, Breve historia contemporánea de los movimientos sociales en América Latina, lalineadefuego el septiembre 18, 2012, consulta marzo 2013.

[4] TOURAINE, Alain, 1987, El regreso del actor, en Colección problemas del Desarrollo I, Editorial Universitaria, Buenos Aires.

[5] OROZCO, María, Alain Touraine. Teoría de los movimientos sociales, Tesina de Ciencia Política, Universidad Autónoma Metropolitana de Iztapalapa, México, 2000.

[6] PLEYERS Geoffrey, En la búsqueda de actores y desafíos societales. La sociología de Alain Touraine, PDF, ESTUDIOS SOCIOLÓGICOS XXIV: 72, 2006

[7] PLEYERS, G..Op. Cit.

[8] DÁVALOS Pablo, Hacia un nuevo modelo de dominación política: Violencia y poder en el posneoliberalismo, lalineadefuego el septiembre 23, 2011, consulta abril 2013.

[9] TOER Mario y Federico MONTERO, El desafío es cómo pasar a una segunda etapa, Entrevista a Valter Pomar de la Dirección Nacional del PT y Secretario Ejecutivo del Foro de San Pablo, https://lalineadefuego.info2013/04/05/forosaopaolo/, consulta abril 2013.

[10] CUEVA Agustín, El proceso de dominación política en el Ecuador, Editorial Planeta, Quito, 1988.

[11] ANTUNES Ricardo, Sindicalismo de clase versus Sindicalismo negociador de Estado en el Brasil de la era (pos)Lula, Herramienta N° 47, Julio de 2011 – Año XV, Buenos Aires, Argentina.

[12] CASTRO Rubén, Sobre derecho laboral, mimeo, versión electrónica, julio 2008. “El derecho al trabajo, cualificado como derecho económico, es sacado del ámbito del Derecho Social y sus regulaciones terminan convirtiéndolo en un “bien” del comercio, como cualquier otro.”

[13] Machado Decio, ¿Una nueva etapa de los movimientos sociales del Ecuador?, Revista Tendencia, No13, 23 abril 2012, Quito, Ecuador.

[14] Ver a título de ejemplo, SADER, Emir, Posneoliberalismo en Brasil, Revista “América Latina en Movimiento”, No 475, mayo de 2012 , “América Latina: Las izquierdas en las transiciones políticas”,  http://alainet.org/publica/475.phtml, consulta mayo 2012.

[15] MARIÁTEGUI, José Carlos, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Obras completas, Vol. 2. Ed. Amauta, Lima, Perú

[16] BEVERLEY John, Políticas de la teoría, Fundación Celarg, Fundación Imprenta de la Cultura, Caracas, 2011, p. 21.

[17] Svampa, Maristella (2008) Cambio de época. Movimientos sociales y poder político. Siglo XXI Editores, CLACSO Coediciones, Buenos Aires, pp. 75 – 92

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