La visita del Papa Francisco genera algunas seguridades e incertidumbres. Parecería que podemos esperar cierto mensaje progresista, al menos en algunos temas. No será, sin duda, el mensaje conservador de Juan Pablo II o de Ratzinger, los Papas de la contra-reforma eclesial que auparon a grupos como el Opus Dei, que combatieron a la teología de la liberación y el socialismo, pero tampoco será el mensaje liberador radical que esperaríamos, como para sacudir un poco las empolvadas estructuras de la iglesia ecuatoriana. Entonces ¿hasta dónde llegará el progresismo que parece llevar por el mundo este nuevo Papa?
Al parecer quienes menos esperanzas pueden tener son las corrientes feministas. En esto Francisco, aunque quisiera no podría irse en contra de dos mil años de historia de una iglesia patriarcal, pero en realidad parece que no logra comprender bien el tema.
Pero hay señales esperanzadoras en otros campos. Francisco ha dado señales de que no solo quiere fortalecer la Iglesia en abstracto, sino que ha le interesa construir un tipo de iglesia pobre y para los pobres. Así lo ha dicho a través de sus mensajes y a través de los signos numerosos de sencillez y austeridad. Pero al parecer Francisco quiere ser aún más claro. La beatificación de Juan XXIII y de Mons. Romero no deja duda del tipo de Iglesia que quiere. “Así se representa a la Iglesia, como a todo hombre, la opción más fundamental para su fe: estar a favor de la vida o de la muerte…Con gran claridad vemos que en esto no hay neutralidad posible. O servimos a la vida del pueblo o somos cómplices de su muerte”. Así pensaba Mons. Romero en el contexto del Salvador de 1979. El creía en una iglesia que tomaba partido por la vida de los pobres. Una iglesia parcial que era expresión de un Dios parcial, que tomaba partido por los pobres. Una iglesia que no le huía al conflicto ni a la represión, porque los asumía como parte de su opción. Una iglesia que no estaba comprometida con los intereses de los poderosos. Una iglesia que no disfrazaba la realidad, que la estudiaba, que la comprendía, que se lanzaba a transformarla. Una iglesia que creía en el protagonismo de los pobres a través de sus organizaciones, que no intentaba arrebatarle su protagonismo, que lo animaba a construir una nueva historia. Una iglesia que sin tapujos condenó el capitalismo como sistema, que condenó su lógica y no solo sus excesos. Una iglesia que se juega por una verdadera revolución que transforme las estructuras capitalistas, patriarcales, coloniales y que nos entusiasme a todos y todas por ser partícipes de ella.
Si la Iglesia ecuatoriana quiere estar a la altura de este desafío, debería empezar desde ahora deslindando espacios con el gobierno y garantizando que no se manipule la fe del pueblo. Eso podrá verse claramente no solo en los mensajes que exprese el Papa, sino también en la forma en la que se constituyan las comisiones que acompañarán al Papa para la difusión de su visita o mirando quienes participan en el encuentro de Francisco con la sociedad civil. Hay que ver si allí estarán los movimientos sociales como la CONAIE, ECUARUNARI en representación del movimiento indígena, los campesinos reprimidos por defender sus tierras en contra de la acción de las mineras, si estarán los jóvenes reprimidos violentamente por manifestar su rechazo al régimen, si estarán las feministas para contarle al Papa sus dramas y para hacerle escuchar sus argumentos, o si solo estarán los periodistas del gobierno designados por la SECOM, los movimientos sociales del almuerzo en Carondelet, los sindicatos creados por el gobierno o los grupos PROVIDA. Si se confirma esto último quedará claro que el camino a recorrer es largo y tortuoso y que habrá que recorrerlo incluso en contra de la institución eclesial y sus representantes y que los 3’000.000 que pagará el Estado fueron una inversión del gobierno a la que se prestaron los representantes de la Iglesia.