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El 8 de noviembre (8N) cientos de miles de personas salieron en Buenos Aires y en varias otras ciudades argentinas a “cacerolear” contra el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (CFK). Creo que la cifra de un millón es exagerada, pero fueron muchos, y más complicado que establecer cifras es dar cuenta del contenido de esta movilización que -dada su magnitud- no podía ser homogénea desde el punto de vista de clase ni de las ideologías que movilizaron a los participantes.
Por las dudas, los canales opositores no le pusieron el micrófono a los manifestantes, que al tiempo de reclamar mayor calidad institucional -un pedido muy legítimo a la luz del manejo del Estado del kirchnerismo- podían salir con cosas como “que venga Néstor a llevarse a Cristina”, atacar las políticas sociales del Gobierno con argumentos del estilo de Mitt Romney o llamar la Yegua a la presidenta… Buscando ese tipo de respuestas, fue el canal estatal el que salió a recoger testimonios, con una periodista que terminaba más que entrevistando, discutiendo con los manifestantes.
Peronistas presidenciables como el gobernador bonaerense Daniel Scioli se cuidaron de condenar a los caceroleros como sí lo hicieron los kirchneristas que sólo ven ahí a gente manipulada del grupo Clarín (afectado por la ley de medios), a golpistas, a clasemedieros fascistas que sólo salen a gritar porque no pueden comprar dólares. Peronistas disidentes como el gobernador cordobés José Manuel de la Sota apoyaron a los caceroleros.
Lo que complica los análisis en blanco y negro es que si todo eso estaba en el cacerolazo, el Gobierno K está lejos de ser la expresión transparente de un modelo posneoliberal y progresista. Un ejemplo sintetiza todas sus ambivalencias: el accidente ferroviario de febrero pasado no sólo fue una fatalidad; los 51 muertos desnudaron los opacos pero persistentes vínculos entre el Gobierno, la burocracia sindical mafiosa y empresarios depredadores que participan del festín millonario de subsidios para mantener baratas las tarifas de transporte. Algo parecido pasa con la Ley de Medios. Gente como José Luis Manzano -ex ministro estrella de Carlos Menem y ex socio comercial del anticastrista/terrorista Jorge Mas Canosa- hoy está en la acera nacional-popular “contra los monopolios”.
La continuidad -en muchos sentidos- del modelo de acumulación de la década de los años 90 y la defensa de los emprendimientos de megaminería contra las asambleas ciudadanas son otros ejemplos que no anulan medidas progresistas como el juicio a los genocidas de la dictadura, el matrimonio igualitario, las mejoras salariales o los alineamientos internacionales con América Latina, pero vuelven todo bastante menos simple que lo que el machacón “relato” oficial quiere ver. A ello se suma la irritante manipulación del índice de precios con la finalidad de esconder la inflación para pagar menores tasas de interés por los bonos de la deuda pública pero al costo de destruir las estadísticas nacionales. Y un “cepo” al dólar que busca ser presentado como una medida patriótica cuando se retienen las divisas sobre todo para poder pagar la deuda externa e importar combustibles (YPF fue nacionalizada después de ocho años en los que Repsol fue aliada del poder).
El problema del cacerolazo es que aunque puede poner algunos límites de tipo institucional, como contribuir a desanimar a quienes insisten en habilitar una reforma constitucional re-reeleccionista, sus consignas (y el clima que crea) son más funcionales a salidas por derecha que por izquierda. Si la derecha se puede apropiar mejor que la izquierda o el centroizquierda crítico (aunque este último podría, quizás, beneficiarse en alguna medida) es porque los manifestantes no hicieron esfuerzo alguno de diferenciarse de políticos como Mauricio Macri y en muchos casos enarbolaban carteles donde rechazaban que Argentina sea “como Venezuela” o consideran a todos los pobres como una masa irracional manejada a piacere por los subsidios estatales. “Vos nos ofendes a todos con tu voto”, le gritaba una señora a una mujer que reconocía haber recibido una vivienda estatal.
Pero notablemente, desde el mismo oficialismo que reivindica a los indignados de España o Nueva York, se reclama a los que protestan que si quieren hacer política que construyan (o apoyen) un partido y ganen las elecciones (¡lo mismo que dice Rajoy!). También los acusan de “antipolíticos” pretendiendo desconocer que las oportunidades políticas para que un hasta entonces gobernador del extremo sur argentino saltara al sillón presidencial salieron de un 2001 donde se gritaba “que se vayan todos” y que fue la manifestación “antipolítica” más grande de la historia argentina, si por antipolítica se entiende –en ese caso- el rechazo a la élite política que había llevado al país al despeñadero… por lo pronto, paradójicamente el kirchnerismo es un “populismo” sui géneris -bastante clasemediero- que gana en votos pero suele perder la calle. Pasó en 2008 con la crisis del campo y pasó el 8N. El problema es que CFK ya no se puede presentar a más elecciones y por el momento no tiene un sucesor. El escenario electoral comenzará a tomar forma con las elecciones parlamentarias del año que viene, mientras los caceroleros se entusiasman con seguir juntando gente en las calles.