Tema de adultos mayores, dirán por ahí. Nada que ver. No hay hecho más valioso para los niños y jóvenes de hoy -nacidos con Netflix y demás plataformas- que contarles cómo eran el cine y las películas en la época de sus padres y abuelitos, allá por los años setenta y ochenta; sí, aquellos cines de antaño, en donde la familia se convocaba para mirar a Cantinflas, Pedro Infante, María Félix, El Santo, Bruce Lee, la india María y otros. Eso cines, donde tantas historias y amores se armaron, a partir de los años 90 se fueron convirtiendo en templos evangélicos o pentecostales, que son lo mismo, pero con distintos platos a la carta, o se transformaron en diversos negocios aptos para el consumo de alimentos y chucherías.
Las familias ya no iban a reírse o a estremecerse con las películas que llegaban desde México o Hollywood, no. Ahora, en unas cuantas salas de aquellos antiguos cines, los recibe uno de sus himnos cristianos: Dios está aquí, qué precioso es, él nos prometió donde están dos o tres… ¿Quién no ha oído hablar de La iglesia Universal del Reino de dios? Fue fundada en Brasil en 1977 y llegó a Quito en 1996. Su primera víctima, Bruce Lee o el cine Pichincha, donde se pasaban sus películas. Luego, una revelación celestial les convenció que debían hacerse del Capitol, Cumandá, Hollywood y otros. Ellos dicen que, si aporta con un diezmo o más, su vida se llenará de prosperidad, así que:
Pague y pare de sufrir.
Posiblemente es un tema que no les interesa mucho a las nuevas generaciones. Ellos dirán: cosas de viejitos y juntitos. Pero si para algo sirve el periodismo es para hacer memoria de aquellos hechos que marcaron a toda una generación. Hablar del cine Alhambra, por ejemplo, debe ser para los jóvenes de hoy como si les contaran sobre los discos acetato o los casets de cinta o el teléfono de disco. Nostalgia de abuelos.
¿Cómo era mirar una película allá por el año 1982, cuando los millennials estaban solo en planes de ser inventados? Algunos de ellos -hoy adultos- ni siquiera se imaginan que fueron concebidos en una sala oscura de esos mismos cines. Punto para los viejitos. Un morador de la Tola Baja, Don Manuel Oswaldo Gálvez Albuja, quien trabajó por muchos años como proyeccionista en el cine Alhambra y Capitol, cuenta que las parejas de novios o en proyecto de serlo se consolidaban con una salida al cine. Ese era el lugar indicado -la fantasía de lo oscurito- para que los corazones se sincronizaran, y si era acompañado de unos dulces y confites, mejor. Una mano que, al disimulo y como quien no quiere la cosa, rozaba la mano de la invitada era un primer aviso. “Algunos chicos llevaban, a propósito, a sus futuras conquistas a mirar películas de terror: en cualquier momento te abrazaban del susto y ya no te soltaban nunca”.
Don Oswaldo es como el personaje Alfredo, de Cinema Paradiso, quien nos enseña -como al niño Totó- los misterios, secretos y la magia que había detrás de las películas que se proyectaban, así como la evolución del cine respecto a los dispositivos y materiales de proyección.
Don Oswaldo tiene piel cobriza, cejas pobladas, cabello corto y algunas canas que se disimulan con el peinado a la derecha. Usa un reloj dorado para medir sus tiempos, sobre todo con su inmenso perro dálmata llamado Jack, un nietito de cuatro patas que lo busca hasta en las sombras. Es dueño de un auto Chevrolet Caprice clásico color negro. Cuando maneja esa potente máquina lo saludan hasta sus enemigos. En son de broma, les dice a sus nietos que él no es viejo: “soy como el Caprice, un clásico”. Sus manos son un mapa de líneas recónditas y pequeñas cicatrices que develan que su vida está atravesada por una multiplicidad de trabajos manuales. Pero sus pupilas tienen-misteriosamente- la forma de una cinta de película añeja. Y es que vio tantas, se las repetía una y mil veces. Así era su trabajo. Se sienta muy cómodo y contento de poder peinarse la memoria, mientras Jack juega con una de las cintas, envolviéndose traviesamente ante la risa de su amo.
Con hablar pausado, cuenta cómo era la mecánica de aquellas funciones que no tenían descanso. Trabajó durante 17 años en el cine Alhambra y tres de yapa en el cine Capitol. Era uno de los operadores encargado de proyectar las películas, corregir las cintas si había algún desperfecto. Vio infinidad de películas desde que tenía diez años, pues su padre, Manuel Gálvez, fue jefe de operadores en el cine Alhambra desde 1956 hasta 1990. En justicia, resultó ser el sucesor visual de su progenitor. Luego, lo acompañaban sus hijos, como para seguir con la tradición, aunque el destino quiso que, en 1990, se cierren ese ciclo.
Muchos de los cines de esa época en Quito fueron manejados por los hermanos Mantilla Jácome. Según el historiador Jorge Salvador Lara, hasta 1990 existían 22 salas de cine. El Capitol, Variedades y el Teatro México, ya remodelados, hoy son manejados por el Municipio de Quito, mientras que los restantes son templos evangélicos, KFC, TUTI, almacenes chinos y demás negocios de ocasión.
El cine porno en medio de las almas puras de la capital
Como dato importante, en el año 2017 el recordado cine Hollywood, donde se proyectaban películas porno, hoy luce abandonado. Cristo se cansó de tanta obscenidad visual en plana ciudad franciscana, y decidió que ese “antro de perdición” se vuelva un templo evangélico, pero ahora está abandonado.
En una conversación de hace algunos años, Segundo Veloz, proyeccionista del cine Hollywood -y amigo de Oswaldo Gálvez- comentaba que su nombre -de actor porno criollo- estaba predestinado para trabajar en esa sala. Relataba varias anécdotas, como la de un diplomático gringo que subió con su rubia acompañante y dos guardaespaldas a la luneta alta para “ver mejor” la película, o la de un caballero sesentón que falleció de un infarto en plena función. Su corazón no pudo más y decidió que ese bendito cine sea su tumba.
Segundo Veloz relataba que en algunas películas la fila llegaba hasta el cine Bolívar. En sus mejores tiempos, aparecían cerca de 1000 personas durante toda la tarde y noche en tres funciones. “Cómo no recordar a “Viudas en calor”; estuvo tres meses en cartelera y fue la más taquillera de todas. “El sexo que habla”, una película censurada en el país y que la proyectamos un 25 de diciembre del año 1981. Con decirle que la gente aplaudía cada cinco minutos”.
En el famoso poema de Fernando Artieda (Pueblo, fantasma y clave de JJ), el autor escribe sobre los últimos momentos de Julio Jaramillo, y ahí se inscribe la icónica frase: “…ahora solo nos queda Barcelona”; pues bien, tratándose de cines porno, ahora solo nos queda el América; un edifico de tres pisos ubicado en la calle del mismo nombre (se prohíbe el ingreso de mujeres), cerquita a la Universidad Central del Ecuador y a unas cuantas funerarias, donde quizás serán velados algunos de los asiduos asistentes de la programación porno. La mayoría de sus clientes son hombres que ya pasan los 65 años, y que, como buenos nostálgicos, prefieren la pantalla grande -aunque con poca gente- que el cine en solitario. ¿Cómo sobrevive? Es un misterio.
El auge de la televisión, la llegada de cintas en Betamax, VHS, el alquiler y venta de películas en DVD fue mermando, de a poco, la asistencia a las salas de cine. Posteriormente con el aparecimiento de internet, la debacle era inminente. Y así fue. De a poco fueron desapareciendo.
El cine de oro mexicano que nos hizo reír y llorar
Don Oswaldo guarda entre sus recuerdos una máquina proyectora de la época, así como varias cintas y algunos objetos que usaban para las proyecciones. Su dálmata toleño interrumpe la conversación subiéndose al sillón cercano. Posa como si quisiera sesión de fotos. Su dueño lo invita a salir amistosamente para que comparta alimento con sus otros tres perros y dos gatos. Al regresar, los recuerdos lo asaltan: “En ese tiempo las máquinas eran a carbón y había que tener mucha habilidad para envolver las cintas que a veces llegaban estropeadas, pues hacían tour por diversas salas de cine. En media función se rompían. Entonces, se raspaba la cinta y se pegaba con acetona y una prensa manual. Había que esperar 2 minutos más o menos para continuar la película. Nos gritaban de todo: rateros, ladrones, devuelvan las entradas. Los silbidos eran eternos; más parecía un concierto de chiflidos”.
La mayoría de las películas que se pasaban en el cine Alhambra eran del cine de oro mexicano. Don Oswaldo recuerda que Pedrito Fernández y Lucerito, con su película “la mochila azul” estuvo un mes y medio en cartelera, cuatro funciones diarias. Mañana, tarde y noche con: ¿qué te pasa, chiquilla, qué te pasa? Me dicen en la escuela y me preguntan en mi caaaasaaa. “Me sabía los diálogos de memoria; también de Cantinflas (Ahí está el detalle y el Barrendero); y Pedro Infante (los tres García y Nosotros los pobres). Gracias a ellos creo tengo buena memoria”.
Los actores y actrices mexicanas llenaron de risas y llantos cada sala. Puerta del Sol fue el primer cine de Quito, allá por 1906. Se pasaba cine mudo, y luego le tocó el turno a la comedia mexicana y a sus personajes inolvidables. Don Oswaldo recuerda que cuando era niño llegó a Quito la ya famosa India María para presentarse en el cine Alhambra. Solo que ella no contaba con un paro de choferes justo en ese día, así que tuvo que presentarse para poquísimas personas. Por ahí pasaron también Julio Jaramillo, Ernesto Albán y otros.
Eduardo Vinueza, empleado público, recuerda que su primera película la vio en el cine Central. Ahí conoció a Kalimán, al que solo lo había oído devotamente por la radio Nacional Espejo. Su madre se veía todas las de Pedro Infante en el cine Alhambra. Lloraba y lloraba y lloraba sin parar. “Por eso creo que me volví tan sensible y lagrimero. Casi todo lo que le pasaba a ese señor era de una tristeza infinita. Lloraba con mis hermanos y mi mamá. Y lloraban todos en el cine. Era una llorería colectiva. El único que no lloraba era mi papá. Le tenía una bronca a ese Pedro. Debe ser porque mi mamá no suspiraba por él como lo hacía con Infante”.
Patricia Chávez, con 62 años a cuestas recuerda que iba con sus amigas al cine Alhambra a ver películas de terror. “Con la llorona no pude dormir tres noches. Ella aparecía en la película con el Santo, el enmascarado de plata que peleaba lucha libre. En todo lado escuchaba su voz de ultratumba: ¿dónde están mis hijos? Pero no todos los cines eran lindos. Cuando pasaba por el cine Hollywood con mi mamá nos persignábamos unas veinte veces para que no se nos pegue el olor a azufre”. También recuerda que en aquella época se llenaban las salas en Semana Santa, con películas como los 10 mandamientos, Moisés, Ben Hur, la Pasión de Cristo. “Eran tiempos donde nuestras mamás nos prohibían bañarnos en río (porque nos convertiríamos e peces); comer carne roja (cuerpo de Cristo); tener relaciones sexuales (nos quedaríamos pegados durante la pascua); vestirse de rojo (el color del diablo)”.
Luego aparecieron las películas picarescas, donde aparecía un tal Alfonso Sayas y otros. Un cine picaresco que se multiplicó en todas las pantallas. Las mamás prohibían a sus hijos mirar esas películas porque de lo contrario se los llevaría el diablo por morbosos. El cine mexicano tuvo mucha influencia en algunos sectores del Ecuador. Hasta el día de hoy los melodramas del país del norte siguen calando en el sentimiento de muchos.
Travesuras en cabina y marcianos en Cotocollao
En Semana Santa era imperdible “La pasión de Cristo”. Todos los cines se ponían de acuerdo para que la fe regrese a los corazones de los quiteños, mientras las abuelitas decían que era pecado bañarse en viernes santo. Había que recordar a ese Cristo que nunca pecó y que murió trágicamente por nosotros. Pero también los 10 mandamientos, Ben Hur, Sansón y Dalila, etc. Con los años se afianzó el cine de Hollywood y había que verse obligatoriamente El exorcista, Rocky, Drácula, Terremoto, ET, Flash Gordon y la guerra de las galaxias.
Don Oswaldo recuerda que se pasaban dos películas seguidas en distintos horarios. La última función empezaba a las 9 de la noche y terminaba a la 1 de la madrugada o más. Por ese hecho se convirtieron -de súbito- en editores manuales. “A la media noche ya estábamos muertos, y tomando en cuenta que no había transporte a esa hora y que regresábamos a pie a nuestras casas, se nos ocurrió que la segunda película, la menos importante no debería durar tanto. Así que, a veces, hacíamos magia. Ya no duraba 120 minutos, sino 90. Lográbamos coincidir escenas parecidas para adelantar la trama. Si Pedro Infante estaba cantando en una escena con fondo de una pared, buscábamos una locación igual para que no se notara el corte. Y así podíamos salir “más temprano”. Del cine a mi casa hacía una hora. Otros vivían más lejos. De proyeccionistas nos convertíamos en caminantes nocturnos, que, a veces se encontraban con un duende, alguna dama tapada y el diablo en persona”.
Existe una página en Facebook que se llama Quito nostálgico. Ahí se puede encontrar algunas fotos de esos cines de antaño y cientos de comentarios de hombres y mujeres que usan esta red social para hacer un ejercicio de memoria. ¿Y se acuerdan de ese cine y esas películas que pasaban en la noche…?
Una anécdota de la que nunca se olvida Don Oswaldo es lo que le relató su padre cuando trabajaba en el cine Colón. Cuenta, mientras Jack exige atención con sus ladridos altisonantes, que el 12 de febrero de 1949, Radio Quito transmitió una adaptación radial de Guerra de los mundos de H.G. Wells. La terrorífica invasión extraterrestre ya era conocida por miles en Quito. Don Manuel y su ayudante de cabina escuchaban por radio el suceso sin prestar atención a la proyección de la película. Estaban en una disyuntiva: avisamos al numeroso público y todos nos volamos de aquí o la función debe continuar. Optaron por la segunda alternativa, mientras se comían las uñas al saber que los marcianos podían llegar y exterminarlos. Decidieron santiguarse una docena de veces, aceptar el destino final y, de ser el caso, morir en cabina, como dicen que mueren los capitanes de los barcos. Pero claro, quienes en esa noche de sábado estaban en el cine, solo se enteraron a la salida, cuando se les comunicó que corran por sus vidas, que los extraterrestres han decidido eliminarnos, y que la invasión está siendo transmitida -en vivo y en directo- por Radio Quito. Al principio no les creyeron, pero al escuchar la transmisión estuvieron cerca de linchar a los operadores por no avisar que los marcianos ya estaban por Cotocollao. La prisa por correr a sus casas para morir en brazos de su familia y -quizás- atravesados por algún rayo láser los salvó de la ira de decenas de iracundos trasnochadores. Los dos asustados operadores de cabina salieron disparados a sus casas a morir en colectivo o a dar batalla contra los marcianos con cualquier herramienta que tengan a mano. Esa misma noche, la población indignada le prendió fuego al edificio de la Radio Quito y diario El Comercio.
Así como Don Oswaldo Gálvez, centenares de personas que vivieron esa época, tienen mucho que contar, hacer un ejercicio de memoria que puede brindar varias pistas para entender ese pasado audiovisual, sin el cual no se puede comprender este presente capitalino, lleno de luces y sombras.
Jack, su perro dálmata regresa a echarse sus pies, y juntos, mirando una cinta de aquellos años, sonríen para un the end perfecto.