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CONTRA EL DESARROLLO: NI DURADERO NI ALTERNATIVO. por Serge Latouche.

Decrecimiento.info
Octubre 27, 2013 

El desarrollo realmente existente no es otra cosa que la colonización del mundo por Occidente, la guerra económica y el saqueo de la naturaleza. Todo desarrollo “alternativo” es una mistificación. Cabe proponerse un posdesarrollo, necesariamente plural, síntesis entre la tradición perdida de los excluidos por el desarrollo y la modernidad que les es inaccesible.

El “desarrollo” se parece a una estrella muerta cuya luz se distingue todavía, aunque esté apagada desde hace mucho tiempo y para siempre. Gilbert Rist.

Hace poco más de 30 años nació una esperanza. Una esperanza tan grande para los pueblos del Tercer Mundo como lo fue el socialismo para los proletarios de los países occidentales. Una esperanza quizá más sospechosa en sus orígenes y en sus fundamentos, porque los blancos la trajeron con ellos antes de abandonar los países que colonizaron duramente. Pero los responsables, los dirigentes y las élites de los países recientemente independizados, presentaban a sus pueblos el desarrollo como la solución para todos sus problemas.

Los Estados jóvenes intentaron la aventura. Con torpeza, quizá, pero lo intentaron, y a menudo con una violencia y una energía desesperadas. El proyecto “desarrollista” llegó a ser incluso la única legitimidad reconocida a las élites en el poder. Naturalmente que se puede discutir hasta el infinito si se cumplían o no las condiciones objetivas de éxito de la aventura modernista. Sin detenernos en eso, cada cual reconocerá que no eran en absoluto favorables ni a un desarrollo planificado ni a un desarrolloliberal.

El poder de los nuevos Estados se encontraba atrapado en contradicciones insolubles. No podían desdeñar el desarrollo ni construirlo. No podían, en consecuencia, negarse a introducirlo ni conseguir aclimatar todo lo que participa de la modernización: educación, medicina, justicia, administración, técnica. Los “frenos”, los “obstáculos” y los “bloqueos” de toda índole, tan caros a los expertos economistas, hacían poco creíble el éxito de un proyecto que implica el acceso a la competitividad internacional en la época de la “superglobalización”. El desarrollo teóricamente se puede reproducir, pero no universalizar. En primer lugar, por razones ecológicas: la finitud del planeta haría imposible y explosiva la generalización del modo de vida estadounidense.

El concepto de desarrollo se encuentra atrapado en un dilema: o bien designa todo y su contrario, en particular todas las experiencias históricas de dinámica cultural de la historia de la humanidad, desde la China de los Han hasta el imperio Inca; entonces no tiene ninguna significación útil para promover una política y es mejor deshacerse de él. O bien tiene un contenido propio, y define entonces necesariamente lo que tiene en común con la experiencia occidental del “despegue” de la economía, tal y como se desarrolló a partir de la revolución industrial en Inglaterra, entre 1750 y 1800. En este caso, y cualquiera que sea el adjetivo que se le ponga, su contenido implícito o explícito reside en el crecimiento económico, la acumulación del capital con todos los efectos positivos y negativos que se conocen.

Ahora bien, ese núcleo duro que todos los desarrollos comparten con aquella experiencia está ligado a “valores” que son el progreso, el universalismo, el dominio de la naturaleza, la racionalidad cuantificadora. Valores, y muy especialmente el progreso, que no corresponden en absoluto a aspiraciones universales profundas. Están vinculados con la historia de Occidente y encuentran escaso eco en otras sociedades. Las sociedades animistas, por ejemplo, no comparten la creencia sobre el dominio de la naturaleza. La idea de desarrollo carece completamente de sentido y las prácticas que la acompañan son totalmente imposibles de pensar y de llevar a cabo por impensables y prohibidas. Esos valores occidentales son justamente los que hay que cuestionar para encontrar una solución a los problemas del mundo contemporáneo y evitar las catástrofes a que nos va a llevar la economía mundial.

El desarrollo ha sido una gran empresa paternalista (“los países ricos garantizan el despegue de los menos avanzados”) que ha ocupado aproximadamente el período de los “treinta años gloriosos” (1945-1975). Conjugado transitivamente, el concepto forma parte de la ingeniería social de los expertos internacionales. Siempre eran los otros a quienes había que desarrollar. Y todo esto ha fallado. Lo demuestra el hecho de que la ayuda fijada en el 1% del Producto Interno Bruto (PIB) de los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), durante la primera década del desarrollo de Naciones Unidas en 1960, y reajustada a la baja en el 0.7% en 1992 en Río, y en 1995 en Copenhague, no había llegado al 0.25% en el 2000. Lo demuestra también el hecho de que la mayoría de los institutos de estudios, o los centros de investigaciones especializadas, cerraron sus puertas o están agonizando.

La crisis de la teoría económica del desarrollo, anunciada en los años 80, se encuentra en fase terminal: estamos asistiendo a una auténtica liquidación. El desarrollo ya no tiene adeptos en los recintos internacionales “serios”: Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio (OMC), etc. En el último foro de Davos ni siquiera se habló de eso. Y en el Sur ya no lo reivindican sino algunas de sus víctimas y sus buenos samaritanos: las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) que viven de él. Y tampoco todas. La nueva generación de las “ONG sin fronteras” hace girar la ‘charity business’ alrededor del aspecto humanitario y la intervención de urgencia más que del despegue económico.

Sin embargo, el desarrollo ha sido menos víctima de su indiscutible fracaso en el Sur que de su gran éxito en el Norte. Esta “retirada” conceptual corresponde al desplazamiento generado por la “globalización” y lo que se juega tras de esta otra consigna mistificadora.

El desarrollo de las economías nacionales tenía que desembocar casi automáticamente en la transnacionalización de las economías y la globalización de los mercados. En una economía globalizada ya no hay lugar para una teoría específica destinada al Sur. Ahora todas las regiones del mundo se encuentran “en desarrollo”. A un mundo único corresponde un pensamiento único. Lo que está en juego en este cambio es la desaparición de lo que daba una cierta consistencia al mito desarrollista, a saber el ‘trickle down effect’, es decir, el fenómeno de las recaídas favorables a todos.

El reparto del crecimiento económico en el Norte (con el compromiso keynesiano-fordista), e incluso el de sus migajas en el Sur, garantizaba una cierta cohesión nacional. Las tres D (desregulación, descompartimentación, desintermediación) hicieron saltar el marco estatal de las regulaciones, permitiendo que el juego de desigualdades se extienda sin límites.

La polarización de la riqueza entre las regiones y entre los individuos alcanza niveles inusitados. Según el último informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), aunque la riqueza del planeta se ha multiplicado por seis desde 1950, el salario promedio de los habitantes de 100 de los 174 países censados se encuentra en franca regresión, lo mismo que la esperanza de vida.

Las tres personas más ricas del mundo tienen una fortuna superior al PIB de los 48 países más pobres. El patrimonio de los 15 individuos más afortunados sobrepasa el PIB de toda el África subsahariana. Finalmente, los haberes de las 84 personas más ricas rebasan el PIB de China con sus mil 200 millones de habitantes.

En estas condiciones ya no es cuestión de desarrollo, tan sólo de ajuste estructural. En el aspecto social se recurre ampliamente a lo que Bernard Hours llama “un servicio de urgencias mundial”, cuya herramienta principal son las ONG humanitarias. Sin embargo, aunque las “formas” cambian considerablemente (y no sólo ellas), queda todo un imaginario en su sitio. Si el desarrollo no ha sido más que la continuación de la colonización por otros medios, la nueva mundialización, a su vez, no es más que la continuación del desarrollo por otros medios.

El Estado se esconde tras el mercado. Los Estados-naciones, que ya se habían vuelto más discretos en el tránsito de la colonización a la independencia, abandonan el escenario dejando el lugar para la dictadura de los mercados (que ellos mismos organizaron) con su instrumento de gestión, el FMI, que impone los planes de ajuste estructurales.

Seguimos asistiendo a la occidentalización del mundo con la colonización del imaginario mediante el progreso, la ciencia y la técnica. El economiscismo y la tecnificación son llevados a sus últimas consecuencias. La crítica teórica y filosófica radical, valientemente ejercida por unos pocos intelectuales marginales, contribuyó al deslizamiento retórico pero no desembocó en un cuestionamiento de los valores y prácticas de la modernidad.

Aunque ya no se llevan ni la retórica pura del desarrollo ni la práctica, relacionada con ella, de la “expertocracia” voluntarista, permanece intacto el complejo de creencias escatológicas en una prosperidad material posible para todos, que puede definirse como “desarrollismo”.

La supervivencia del desarrollo a su propia muerte se manifiesta, sobre todo, a través de las críticas de que ha sido objeto. En efecto, para intentar conjurar mágicamente sus efectos negativos se ha entrado en la era de los desarrollos “focalizados”. Hemos visto desarrollos “autocentrados”, “endógenos”, “participativos”, “comunitarios”, “integrados”, “auténticos”, “autónomos y populares”, “equitativos”…para no hablar del desarrollo local, del micro-desarrollo, del endo-desarrollo e incluso del etno-desarrollo.

Los humanistas canalizan así las aspiraciones de las víctimas. El desarrollo sustentable es el mayor logro en este arte del rejuvenecimiento de las viejas lunas. Se trata de un bricolaje conceptual que quiere cambiar las palabras a falta de cambiar las cosas, una monstruosidad verbal por su antinomia mistificadora. Lo “sustentable” es lo que permite que sobreviva el concepto.

En todos estos intentos de definir “otro” desarrollo, o un desarrollo “alternativo”, se trata de curar un “mal” que afectaría al desarrollo de forma accidental y no congénita. Quien se atreva a atacar al desarrollismo tendrá que escuchar que se ha equivocado de objetivo. Se habría atenido a ciertas formas desviadas, al “mal desarrollo”. Pero ese contrario monstruoso, creado para la ocasión, no es más que una quimera aberrante. En el imaginario de la modernidad el mal no puede afectar nunca al desarrollo por la sencilla razón de que es la propia encarnación del Bien.

El “buen desarrollo”, aunque nunca se haya cumplido en ninguna parte, es un pleonasmo porque, por definición, desarrollo significa “buen” crecimiento; porque también el crecimiento es un bien y ninguna fuerza del mal prevalecerá contra él. El propio exceso de pruebas de su carácter benéfico es lo que mejor pone de manifiesto la estafa del concepto, vaya o no acompañado de partícula.

Está claro que el “desarrollo realmente existente” -de la misma manera que se hablaba de “socialismo real”-, es el que domina el planeta desde hace dos siglos, el causante de los actuales problemas sociales y de medio ambiente: exclusión, exceso de población, pobreza, contaminaciones diversas, etc. El desarrollismo expresa la lógica económica en todo su rigor. En este paradigma, no hay lugar para el respeto de la naturaleza reclamado por los ecologistas, ni para el respeto del ser humano reclamado por los humanistas. El desarrollo realmente existente aparece entonces en toda su verdad, y el desarrollo “alternativo” como una mistificación. Ponerle un adjetivo no significa cuestionar realmente la acumulación capitalista sino, como mucho, añadir un aspecto social o una componente ecológica al crecimiento económico, como se le pudo añadir antaño una dimensión cultural.

Al focalizar sobre las consecuencias sociales, como la pobreza, los niveles de vida, las necesidades esenciales, o sobre los perjuicios causados al medio ambiente, se evitan las aproximaciones holísticas o globales, de un análisis de la dinámica planetaria de una megamáquina tecno-económica que funciona mediante la competencia generalizada, sin atenuantes, y ya sin rostro.

A partir de aquí, el debate sobre la palabra desarrollo adquiere toda su dimensión. En nombre del desarrollo “alternativo” se proponen a veces auténticos proyectos antiproductivistas, anticapitalistas, muy diversos y que intentan eliminar las plagas del “subdesarrollo” y los excesos del “mal desarrollo”, o más sencillamente las desastrosas consecuencias de la mundialización. Esos proyectos de una sociedad amigable tienen tan poco que ver con el desarrollo como la edad de la abundancia de las sociedades primitivas o los destacables logros humanos y estéticos de algunas sociedades pre-industriales que ignoraban todo acerca del desarrollo.

En la misma Francia hemos visto en todo su esplendor esta experiencia de un desarrollo “alternativo”. Fue la modernización de la agricultura entre 1945 y 1980, tal y como la programaron tecnócratas humanistas y como la pusieron en marcha ONG cristianas, gemelas de las que hacen estragos en el Tercer Mundo. Asistimos a la mecanización, la concentración, la industrialización de los campos, el endeudamiento masivo de los campesinos, el empleo masivo de pesticidas e ingenios químicos, la generalización de la “alimentación chatarra”…

Queramos o no, no podemos hacer que el desarrollo sea otra cosa de lo que fue y es: la occidentalización del mundo. Las palabras se arraigan en la historia; están vinculadas con representaciones que a menudo escapan a la consciencia de los hablantes, pero que se apoderan de nuestras emociones. Hay palabras dulces, palabras que son un bálsamo para el corazón y palabras que hieren. Hay palabras que emocionan a un pueblo y trastornan el mundo. Y también hay palabras envenenadas, palabras que se infiltran en la sangre como una droga, que pervierten el deseo y nublan el juicio. Desarrollo es una de esas palabras tóxicas. Claro que se puede proclamar que hoy “un buen desarrollo es, en primer lugar, valorar lo que hacían los padres, tener raíces”, pero eso es definir una palabra por su opuesto.

El desarrollo ha sido, es y será, antes que nada, un desarraigo. En todas partes ha provocado un aumento de la heteronomía en detrimento de la autonomía de las sociedades. ¿Habrá que esperar otros 40 años para que se entienda que el desarrollo es el desarrollo realmente existente? No hay otro. Y el desarrollo realmente existente es la guerra económica (con sus vencedores, sin duda, pero sobre todo con sus vencidos), el saqueo sin tregua de la naturaleza, la occidentalización del mundo y la uniformización planetaria; es, en fin, la destrucción de todas las culturas diferentes.

Por eso, a fin de cuentas, el “desarrollo duradero”, esta contradicción en los términos, es a la vez terrorífico y desesperante. Al menos con el desarrollo no duradero y no sustentable se podía conservar la esperanza de que tuviera un final, víctima de sus contradicciones, de sus fracasos, de su carácter insoportable y del agotamiento de los recursos naturales… Se podía reflexionar y trabajar en un posdesarrollo, montar una posmodernidad aceptable. En particular, reintroducir lo social, lo político, en la relación de intercambio económico, reencontrar el objetivo del bien común y de la buena vida en el comercio social. El desarrollo nos promete el desarrollo para toda la eternidad.

Por supuesto que la alternativa no puede ser una imposible vuelta atrás; no puede tomar la forma de un modelo único. El posdesarrollo tiene que ser necesariamente plural. Se trata de buscar formas de apertura colectiva en las que no se privilegie un bienestar material destructor del medio ambiente y de la relación social. El objetivo de la buena vida se declina de múltiples maneras según los contextos. En otros términos, se trata de reconstruir (¿recuperar?) nuevas culturas. Este objetivo se puede llamar el umran (la expansión) como hace Ibn Jaldún, swadeshi-sarvodaya (mejora de las condiciones sociales de todos) como dice Gandhi, o bamtaare (estar bien juntos) como dicen los Toucouleurs …

Lo importante es que signifique ruptura con la empresa de destrucción que se perpetúa con el nombre de desarrollo o globalización. Para los excluidos, para los náufragos del desarrollo, sólo puede tratarse de una especie de síntesis entre la tradición perdida y la modernidad inaccesible. Estas creaciones originales, de las que aquí y allá pueden encontrarse principios de realización, abren la esperanza de un posdesarrollo.

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