21 de julio 2015
“hay tres clases de gente: la que se mata trabajando, las que deberían trabajar y las que tendrían que matarse.” Mario Benedetti
Se ha ejercido violencia a nombre de la modernidad y siempre a nombre de la civilización se han planteado derechos que defienden la vida cuando ocurre la hemorragia de los pueblos. Ontológicamente se defiende lo que históricamente se niega, mientras la capacidad técnica coexiste con la destrucción: ¡creamos y a continuación destruimos¡
La racionalidad y la destrucción se van por la misma senda, en tanto millones de entes caminan al confinamiento en campos de concentración modernizados, muchas veces el entronizamiento se matiza con un coro de mercaderes que ofertan la inminente basura por la que trabajamos hasta extenuarnos. La modificación de la vida es un ritmo cruel e incesante, ¡un rito de maldad¡ que nos hace vulnerables a la soledad existencial intermitente, eventualidad de vernos entre el gentío que nos rodea para hacernos sentir más vacíos o más abandonados.
La sociedad de consumo se parece cada vez más al síndrome de consumo: desgaste progresivo entre fiebre y diarrea, en tanto las formas de autoridad social desde el estado también consuman y consumen su maldad con la oferta carcelaria y los himnos de patrias ausentes. Todo da a entender que el diagnostico apunta a que seamos comprensivos con la violencia imperativa que asoma ineludible.
La democracia ya no es respeto por las mayorías y menos por las minorías, los criterios predominantes democráticos son un castigo por no haber votado por el régimen y más inaudito, solamente por no haber votado, pues se ha minusvalorado el voto acrático que anula, se abstiene o deja en blanco el afán de las demagogias.
Participación no es un derecho sino una obligación, el ciudadano gana el carnet de ciudadanía en el esquema pavloviano de reconocimiento/ recompensa. Recompensa a la necesidad de legitimación del estado (se busca satisfacer las apetencias naturales del burócrata mayor)
Recompensa a la adhesión sumisa, acrítica (las apetencias son fijadas por el sistema: ascenso, éxito, eficiencia, meritocracia.)
El varón anciano sabio o maestro queda descartado en este gerontocidio, que expulsa a los viejos al pasado al cual se le echan todas las culpas, y solo se lo recuerda para no dejar de recordar que hay que olvidarlo, porque está prohibido olvidar. La mujer joven cultiva la tierra, y debe cultivar quiera o no su vientre. Ay, de ella si se deja violar porque tendrá como sentencia engendrar y cultivar al fruto de la violencia o dejar sus huesos en la cárcel.
Y se pone o se quiere poner en vigencia el dialogo plural, cuando ya se había consumado la doctrina de los no consensos y de la confrontación, la doctrina de la buena fe. También el marido que golpea a una mujer suele a continuación proponer acuerdos: “no seamos ingenuos compañeritos”
Así las cosas. Puedo ser viejo pero no maestro, puedo ser maestro pero no viejo. Debo ser niño con menos derechos y más valores, debe la castidad retornar a los preceptos sagrados de la tradición la familia y la propiedad.
El “evangelio” del poder ya nos cansó. Nos queda la promesa de la utopía libertaria, nos queda la mirada frente al mar.