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09 nov 2012
Marx, como otros autores clásicos, consideraba que las reglas de juego del capitalismo, y en particular el motor de la competencia, obligaría a las empresas a luchar entre sí incrementando la explotación sobre sus trabajadores. Al fin y al cabo el objetivo de las empresas es mantener o ampliar espacios de rentabilidad, para lo cual es necesario sobrevivir en la selva de la guerra competitiva. Si una determinada empresa se despista y se muestra menos belicosa en esa tarea, por ejemplo subiendo salarios, las empresas rivales pueden tomar la delantera y aprovechar para rebajar sus costes en relación a la empresa en cuestión. Esos menores costes se traducirán en mayores ventas y en consecuencia en mayores beneficios, asumiendo que los compradores prefieren el producto más barato al más caro. Sabedora de este hecho, la empresa tendrá que reaccionar tratando de reducir sus costes al nivel de sus rivales. Es decir, volviendo a bajar los salarios. La amenaza es desaparecer en tanto que empresa.
Por estas razones apuntadas, Marx y los clásicos consideraban que la tendencia del salario era a alcanzar un nivel de mera subsistencia. La coerción de la competencia llevaría a todas las empresas a alcanzar equilibrios de mercado donde el salario estuviera totalmente deprimido y con ello se mantuvieran condiciones de precariedad absoluta para los trabajadores. Dado que además la coerción de la competencia también obligaba a reinvertir los beneficios empresariales, Marx sumaba a la predicción de los salarios de subsistencia la famosa advertencia de que el capitalismo estaba cavando su propia tumba al aplicarse la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Pero el desarrollo del sistema capitalista, bajo la tendencia de la concentración y centralización (empresas cada vez más grandes formando monopolios u oligopolios), junto con el ascenso al poder de partidos socialdemócratas y la aplicación de reformas que tenían como objetivo paliar las consecuencias de dicho desarrollo, mostraron una realidad histórica bien diferente a la que Marx había predicho. Las tesis de los revisionistas como Bernstein aparecían triunfantes en la creencia, aparentemente demostrada, de que el capitalismo podía domesticarse para evitar el negro oscuro que predecía el marxismo original.
Lo cierto es que la emergencia de las grandes empresas formando monopolios consiguió neutralizar la dinámica competitiva que, según Marx, debería haber conducido a salarios de subsistencia para los trabajadores. En un entorno de monopolio no es necesario luchar por reducir los costes laborales y en consecuencia se pueden compartir ciertos espacios de ganancia con los trabajadores si las instituciones, como el Estado, presionan para que así sea. El problema que puede emerger tiene más que ver, como apuntaron los autores neomarxistas (Sweezy, Foster, Magdoff), con la acumulación de ganancias por parte del capital que no puedan encontrar espacios de inversión (tesis del subconsumo). En cualquier caso, en ese marco de falta de competencia, los salarios no tienden hacia niveles de subsistencia. La socialdemocracia y el Estado del Bienestar pueden sobrevivir, si bien a costa de la sobrexplotación de recursos naturales y de los países en desarrollo.
Sin embargo, entre los ochenta y los noventa la caída del llamado socialismo real y la crisis de las organizaciones de izquierdas condujo a la hegemonía neoliberal y a la puesta en marcha de políticas económicas que promovían la libre circulación de capitales por todo el mundo. Estaba en marcha un nuevo estadio de globalización financiera y productiva, donde la competencia volvía a tener un lugar central en la actividad económica.
Las empresas de todos los países desarrollados, incluso aquellas que habían mantenido por mucho tiempo sus monopolios, tuvieron que entrar de nuevo en el tablero de la lucha competitiva. Y ese nuevo marco condujo de nuevo a la vigencia de la dinámica propia del capitalismo y, en consecuencia, a la validez de la predicción original de Marx. En todas partes las empresas luchaban por reducir sus costes laborales para poder vencer en una competición que ahora les enfrentaba con empresas de todo el mundo. Este sigue siendo nuestro contexto actual. El llamado capitalismo salvaje o capitalismo sin máscara.
Este marco de libre competencia mundial trasciende a los Estados y, en consecuencia, anula de facto la capacidad de la socialdemocracia de poder enfrentar esa dinámica a través de la actividad parlamentaria. Es decir, incapacita a las instituciones estatales para domesticar el capitalismo. Cualquier intento de alcanzar a nivel estatal políticas reformistas conduce necesariamente a una pérdida de competitividad de las empresas nacionales, lo que se traduce en mayores tasas de desempleo. He ahí el actual drama teórico y la confusión ideológica de los partidos políticos socialdemócratas en toda Europa, más allá de sus resultados electorales, al tener que enfrentar el dilema de precariedad o paro. Es decir, salarios de subsistencia o desempleo.
La socialdemocracia tiene que elegir entre aspirar a vencer en la lucha competitiva, aceptando un modelo de sociedad basado en salarios de subsistencia, o mantener nichos reformistas construyendo de nuevo monopolios, bien porque temporalmente domina tecnológicamente a partir de una determinada estructura productiva (modelo alemán) o bien porque introducen medidas proteccionistas que le aíslan de la lucha competitiva (modelo de capitalismo occidental de posguerra).
En un contexto de globalización financiera y productiva, estadio al que tiende siempre el capitalismo, Marx recupera su vigencia y sus tesis se reafirman. Al capitalismo le sobran, en este contexto, todos aquellos elementos que obstaculizan la posible victoria en una lucha competitiva. Dicho de otra forma, al capitalismo le sobran actualmente los servicios públicos y los derechos laborales. Y ante eso reaparece el viejo dilema de escoger entre un modelo de sociedad bárbaro y un modelo de sociedad alternativo. Y ese modelo alternativo sólo puede constituirse fuera del espacio capitalista, fuera del capitalismo.